Pidámosle a Cristo nos conceda abrir nuestro corazón al don de Dios, y nos permita abrir el nuestro para ser don de Dios para los demás.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Nuestra vida no es simplemente una serie de
circunstancias, una serie de días que van pasando uno detrás de otro, sino que
todos los días de nuestra vida son un don de Dios, no sólo para nosotros, sino
sobre todo un don de Dios para los demás, para aquellos que viven con nosotros.
Un don de Dios que requiere, por parte nuestra, reconocerlo y hacernos
conscientes de que efectivamente es un regalo de Dios. Y permitir, como
consecuencia, que en nuestro corazón haya un espíritu agradecido por el hecho
de ser un don de Dios.
En la historia de la Iglesia, Dios nuestro Señor ha ido dando dones constantemente,
y a veces Él se prodiga de una forma particular en algunas circunstancias, por
lo demás muy normales, muy corrientes, pero que se convierten de modo muy
especial en don de Dios para sus hermanos. Es Él quien decide dar hombres y
mujeres a su Iglesia que ayuden a los demás a caminar, que ayuden a los demás a
encontrarse más profundamente con Cristo; es Él quien decide hacer de nuestras
vidas un don para los demás.
Ciertamente que esto requiere, por parte de quien toma conciencia de ser un don
de Dios para los demás, una correspondencia. No basta con decir “yo me entrego a los demás”, “yo soy un don de Dios para
los demás”, es necesario, también, estar conscientes de lo que por
nuestra parte esto va a suponer. A veces podemos convivir con el don de Dios y
no ser conscientes de que lo tenemos a nuestro lado y no ser conscientes de que
Dios está junto a nosotros. Podemos estar conviviendo con el don de Dios y no
reconocerlo.
Algo así les había pasado a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo. A pesar de
llevar ya tiempo con nuestro Señor, no habían captado el don de Dios. Tanto es
así que, justamente después que Cristo les habla de pasión, de muerte y de
resurrección, acompañados de su madre, llegan y le dicen a Jesús: “Queremos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu
izquierda”. Cuando Jesús está hablando de renuncia, de entrega, de
sacrificio, de redención, ellos le hablan a Cristo de dignidades, de cargos y
de honores.
¡Qué misterio es el hecho de que se puede convivir
con el don de Dios y, sin embargo, no reconocerlo! Nuestra vida puede
ser una vida semejante a la de los hijos de Zebedeo, que tenían el don de Dios
más grande —Cristo nuestro Señor—, y no lo habían reconocido.
El don de Dios, el Hijo de Dios caminaba con ellos, comía con ellos, dormía con
ellos, les hablaba, les enseñaba, y ¡no lo habían
reconocido! Es necesario tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto
a acoger el don de Dios, porque nos damos cuenta de que, no solamente Juan y
Santiago no habían captado nada del don de Dios que era Cristo para sus vidas,
tampoco nosotros mismos, muchas veces, lo hemos captado.
En este Evangelio encontramos una serie de características que tiene que tener
nuestro corazón para ser capaz de reconocer el don de Dios: En primer lugar, estar dispuestos a servir a los demás;
en segundo lugar, estar dispuestos a beber el cáliz del Señor, y en tercer
lugar, estar dispuestos a ir con Cristo, como corredentores, por el bien de los
demás.
Corredentor, compañero y servidor son las características del corazón que está
dispuesto a reconocer el don de Dios y del corazón que está dispuesto a ser don
de Dios para nuestros hermanos. A nosotros, entonces, nos correspondería
preguntarnos: ¿Soy yo también corredentor? ¿Tomo yo
como mía la misión de la Iglesia, la misión de Cristo, que es salvar a los
hombres? ¿Soy compañero de Cristo, es decir, lo tengo frecuentemente en mi
corazón, bebo su cáliz, comparto con Él todo? ¿Su vida es mi vida, sus
intereses los míos, sus inquietudes las mías? ¿Soy servidor de los demás? ¿Estoy
dispuesto a ser de los que sirven, de los que ayudan, de los que colaboran, de
los que cooperan, de los que se entregan, de los que dan sin esperar
necesariamente una recompensa?
Así como el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su
vida como rescate de muchos, ¿tenemos nosotros la
conciencia de que éste debe ser el retrato de nuestra vida: corredentores,
compañeros y servidores de Cristo? Esta conciencia, que nos convierte en
don de Dios para los demás, es la que nos convierte en colaboradores, en ayuda
y en camino de Dios para nuestros hermanos los hombres.
No soñemos pensando que simplemente porque los criterios del Evangelio más o
menos se nos emparejen y estemos de acuerdo con ellos, ya por eso tenemos claro
el don de Dios. Si no eres con Cristo corredentor, si no eres capaz de beber su
cáliz y si no eres con Cristo servidor de tus hermanos, serás lo que seas, pero
no me digas que has encontrado el don de Dios, porque te estás engañando.
Cuando el Señor nos llama a la fe cristiana, es para llenarnos de cosas
cotidianas y normales, como es cada una de nuestras vidas. En lo cotidiano está
el don, no tenemos que buscar cosas extraordinarias ni milagros ni cosas raras.
Pidámosle a Cristo que nos conceda abrir nuestro corazón al don de Dios, pero
también pidámosle que nos permita abrir nuestro corazón para que también
nosotros, corredentores, compañeros y servidores, sepamos ser don de Dios para
los demás.
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