El Papa Francisco presidió en la tarde de este martes 2 de febrero la Misa por la Fiesta de la presentación del Señor y la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. El Pontífice celebró la Eucaristía en el Altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro del Vaticano junto con los miembros de los Institutos de Vida Consagrada y la Sociedad de Vida Apostólica.
A continuación, la homilía completa del Papa
Francisco:
Simeón —escribe san Lucas— «esperaba el
consuelo de Israel» (Lc 2,25). Subiendo al templo, mientras María y José
llevaban a Jesús, acogió al Mesías en sus brazos. Es un hombre ya anciano quien
reconoce en el Niño la luz que venía a iluminar a las naciones, que ha esperado
con paciencia el cumplimiento de las promesas del Señor.
La paciencia de Simeón. Observemos atentamente la paciencia de Simeón.
Durante toda su vida esperó y ejerció la paciencia del corazón. En la oración
aprendió que Dios no viene en acontecimientos extraordinarios, sino que realiza
su obra en la aparente monotonía de nuestros días, en el ritmo a veces fatigoso
de las actividades, en lo pequeño e insignificante que realizamos con tesón y
humildad, tratando de hacer su voluntad.
Caminando con paciencia, Simeón no se dejó desgastar por el paso del
tiempo. Era un hombre ya cargado de años, y sin embargo la llama de su corazón
seguía ardiendo; en su larga vida habrá sido a veces herido y decepcionado; sin
embargo, no perdió la esperanza. Con paciencia, conservó la promesa, sin
dejarse consumir por la amargura del tiempo pasado o por esa resignada
melancolía que surge cuando se llega al ocaso de la vida. La esperanza de la
espera se tradujo en él en la paciencia cotidiana de quien, a pesar de todo,
permaneció vigilante, hasta que por fin “sus ojos
vieron la salvación” (cf. Lc 2,30).
Yo me pregunto: ¿De dónde aprendió Simeón
esta paciencia? La recibió de la oración y de la vida de su pueblo, que
en el Señor había reconocido siempre al «Dios
misericordioso y compasivo, que es lento para enojarse y rico en amor y
fidelidad» (Ex 34,6); el Padre que incluso ante el rechazo y la
infidelidad no se cansa, sino que “soporta con
paciencia muchos años” (cf. Ne 9,30), para conceder una y otra vez la
posibilidad de la conversión.
La paciencia de Simeón es, entonces, reflejo de la paciencia de Dios. De
la oración y de la historia de su pueblo, Simeón aprendió que Dios es paciente.
Con su paciencia —dice san Pablo— «nos conduce a la
conversión» (Rm 2,4). Me gusta recordar a Romano Guardini, que decía: la paciencia es una forma en que Dios responde a nuestra
debilidad, para darnos tiempo a cambiar (cf. Glaubenserkenntnis,
Würzburg 1949, 28).
Y, sobre todo, el Mesías, Jesús, a quien Simeón tenía en brazos, nos
revela la paciencia de Dios, el Padre que tiene misericordia de nosotros y nos
llama hasta la última hora, que no exige la perfección sino el impulso del
corazón, que abre nuevas posibilidades donde todo parece perdido, que intenta
abrirse paso en nuestro interior incluso cuando cerramos nuestro corazón, que
deja crecer el buen trigo sin arrancar la cizaña.
Esta es la razón de nuestra esperanza: Dios
nos espera sin cansarse nunca. Ese es el motivo de nuestra esperanza.
Cuando nos extraviamos, viene a buscarnos; cuando caemos por tierra, nos
levanta; cuando volvemos a Él después de habernos perdido, nos espera con los
brazos abiertos. Su amor no se mide en la balanza de nuestros cálculos humanos,
sino que nos infunde siempre el valor de volver a empezar.
Nos enseña la resiliencia, el valor de volver a empezar. Siempre, todos
los días, después de las caídas, siempre, volver a empezar. Él es paciente.
Nuestra paciencia. Fijémonos en la paciencia de Dios y la de Simeón para
nuestra vida consagrada. Y preguntémonos: ¿qué es
la paciencia? No es una mera tolerancia de las dificultades o una
resistencia fatalista a la adversidad. La paciencia no es un signo de
debilidad: es la fortaleza de espíritu que nos hace capaces de “llevar el peso” de los problemas personales y
comunitarios, nos hace acoger la diversidad de los demás, nos hace perseverar
en el bien incluso cuando todo parece inútil, nos mantiene en movimiento aun
cuando el tedio y la pereza nos asaltan.
Quisiera indicar tres “lugares” en
los que la paciencia toma forma concreta.
La primera es
nuestra vida personal. Un día respondimos a la llamada del Señor y, con
entusiasmo y generosidad, nos entregamos a Él. En el camino, junto con las
consolaciones, también hemos recibido decepciones y frustraciones. A veces, el
entusiasmo de nuestro trabajo no se corresponde con los resultados que
esperábamos, nuestra siembra no parece producir el fruto adecuado, el fervor de
la oración se debilita y ya no somos inmunes a la sequedad espiritual.
Puede ocurrir, en nuestra vida de consagrados, que la esperanza se
desgaste por las expectativas defraudadas. Debemos ser pacientes con nosotros
mismos y esperar con confianza los tiempos y los modos de Dios: Él es fiel a sus promesas. Recordar esto nos
permite replantear nuestros caminos y revigorizar nuestros sueños, sin ceder a
la tristeza interior y al desencanto.
Queridos hermanos y hermanas, la tristeza interior en nosotros
consagrados es un gusano que nos come desde dentro. Huid de la tristeza
interior.
El segundo lugar donde la
paciencia se concreta es en la vida comunitaria. Las relaciones humanas,
especialmente cuando se trata de compartir un proyecto de vida y una actividad
apostólica, no siempre son pacíficas, lo sabemos todos. A veces surgen
conflictos y no podemos exigir una solución inmediata, ni debemos apresurarnos
a juzgar a la persona o a la situación: hay que
saber guardar las distancias, intentar no perder la paz, esperar el mejor
momento para aclarar con caridad y verdad.
No dejarse confundir por las tempestades. En la lectura del breviario
había un buen fragmento sobre el discernimiento espiritual, y decía esto: “Cuando el mar está agitado no se ven los peces, pero
cuando el mar está tranquilo, se pueden ver”. Nunca podremos hacer un
buen discernimiento, ver la verdad, si nuestro corazón está agitado, está
impaciente. Nunca.
En nuestras comunidades necesitamos esta paciencia mutua: soportar, es
decir, llevar sobre nuestros hombros la vida del hermano o de la hermana,
incluso sus debilidades y defectos. Todos. Recordemos esto: el Señor no nos llama a ser solistas, hay muchos en la
Iglesia, lo sabemos. No, no nos llama a ser solistas, sino a formar
parte de un coro, que a veces desafina, pero que siempre debe intentar cantar
unido.
Por último, el tercer “lugar”, la paciencia ante el mundo. Simeón y Ana cultivaron en sus corazones la
esperanza anunciada por los profetas, aunque tarde en hacerse realidad y crezca
lentamente en medio de las infidelidades y las ruinas del mundo. No se
lamentaron de todo aquello que no funcionaba, sino que con paciencia esperaron
la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la
historia. Esperar la luz en la oscuridad de la propia comunidad.
Necesitamos esta paciencia para no quedarnos prisioneros de la queja.
Algunos son maestros de la queja, son doctores de la queja, son muy buenos en
quejarse. No. El lamento aprisiona: “el mundo ya no
nos escucha”, tantas veces escuchamos esto, “no
tenemos más vocaciones”, “vivimos tiempos difíciles...”. Y así comienza
ese dueto de las quejas. A veces sucede que oponemos a la paciencia con la que
Dios trabaja el terreno de la historia y de nuestros corazones la impaciencia
de quienes juzgan todo de modo inmediato. Ahora o nunca. Y así perdemos esa
virtud: la esperanza. Tantos consagrados y
consagradas he visto que pierden la esperanza. Simplemente por impaciencia.
La paciencia nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos, a nuestras
comunidades y al mundo con misericordia. Podemos preguntarnos: ¿acogemos la
paciencia del Espíritu en nuestra vida? En nuestras comunidades, ¿nos cargamos
los unos a los otros sobre los hombros y mostramos la alegría de la vida
fraterna?
Y hacia el mundo, ¿realizamos nuestro
servicio con paciencia o juzgamos con dureza? Son retos para nuestra
vida consagrada: no podemos quedarnos en la nostalgia del pasado ni limitarnos
a repetir lo mismo de siempre, y en los lamentos de cada día. Necesitamos la
paciencia valiente de caminar, de explorar nuevos caminos, de buscar lo que el
Espíritu Santo nos sugiere. Esto se hace con humildad, con sencillez, sin gran
propaganda, sin gran publicidad.
Contemplemos la paciencia de Dios e imploremos la paciencia confiada de
Simeón, para que también nuestros ojos vean la luz de la salvación y la lleven
al mundo entero, como la han llevado en la alabanza estos dos ancianos.
Redacción ACI Prensa
No hay comentarios:
Publicar un comentario