Seguramente pocos tendrán los medios como para comprar una casa a un pobre vagabundo pero todos tenemos la oportunidad de ofrecer una cálida sonrisa, una palabra de aliento o un gesto de afecto a aquellos con quienes nos topamos diariamente.
Por: Jorge Enrique Mújica, LC | Fuente:
Gama-virtudes y valores
Para la mentalidad del pueblo judío, las viudas
y los huérfanos eran la imagen de la soledad y el desamparo. Tras la muerte del
marido las viudas no heredaban y, en caso de no haber tenido hijos, debían
regresar a la casa paterna: del sometimiento al
difunto marido retornaban a la obediencia hacia el padre o hacia el hermano
mayor. La legislación acentuaba el humanitarismo proveyendo que se les
asignasen los restos de las cosechas que quedaban en el campo tras la siega y
después de la recogida de la aceituna y la vendimia (Dt 16, 11 s.s.; 24, 19),
lo que nos deja entrever la situación de penuria y estrechez en que vivían la
mayoría de ellas.
Pero a la pobreza material, que podría justificar algún pequeño acto de
egoísmo, se le antepone la virtud. En el Nuevo Testamento hay una viuda que me ha
llamado la atención desde que escuché por vez primera el pasaje evangélico que
a ella se refiere. Su actitud, sencillamente conmovedora, conquista con
facilidad. El comentario que de ella hace Jesús la enaltece.
La escena no es difícil de imaginar: frente al
receptáculo de las limosnas en el templo, Jesús observa las actitudes de los
ricos que pasan a dejar sus monedas. Unos alardean las cantidades
depositadas mientras otros se retan soberbiamente a ver quién es capaz de dejar
más… De pronto, entre las finas telas de las túnicas de esas opulentas
personas, se va abriendo paso un cuerpecillo encorvado que roba inmediatamente
la mirada del Maestro.
Es una mujer adornada con la vejez de muchos años; una mujer envuelta en un
largo y gastado velo negro. Arrastra las sandalias y camina con dificultad pero
con paso seguro. No lleva algo en la mano, lo lleva todo. Los ricos la ven
despectivamente mientras ella baja la cabeza y sigue su paso. Al llegar a la
urna alza la mano con temblor, con un poco de pena ante los hombres que
continúan viéndola. Apenas abrir la palma de su mano y los oídos perciben casi
inmediatamente dos pequeños golpes nacidos del contacto del metal con el fondo…
Y el Señor Jesús, que seguía todo con fina atención, mueve la cabeza con ese gesto
tan conocido por los suyos, un gesto propio para cuando deseaba convocarlos sin
necesidad de pronunciar palabras.
Todavía no se congregan todos sus discípulos cuando, sin quitarle la mirada a
la ancianita, empieza a decir con firmeza: “Os digo
de verdad que esa viuda pobre ha echado más que todos los que han echado. Pues
todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que
necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,
43-44).
…No ha echado de lo que le sobraba sino de lo que
necesitaba, cuanto poseía y tenía para vivir… Es que únicamente las
almas grandes y virtuosas son capaces de darse enteramente y sin cláusulas.
Sólo las almas generosas son capaces de actos como ese porque han penetrado el
misterio de aquella máxima de la sabiduría popular que dice que hay más alegría
en dar que en recibir.
Pero no, la viuda del relato evangélico no era nada más una persona generosa.
Los generosos saben dar pero todavía arrastran el lastre de la sujeción al
devenir de los estados de ánimo: hoy dan si se
sienten bien pero mañana no saben si serán capaces; dependerá de cómo se
sientan. Y es que nuestra viuda es una persona que ha conducido su
generosidad al culmen, hasta la cima de la virtud, hasta la magnanimidad. Y no
se puede pensar en que aquel gesto hubiese sido un hecho puntual aislado sino
un acto más en esa cadena de buenos hábitos que dan esa áurea de virtud a su
obra. Tan es así que se ganó el laurel del reconocimiento de un Dios que conoce
los interiores de las personas.
Al recordar ese acto culmen de una mujer sencilla y en las condiciones propias
de su viudez, ¿no nos interpela algo dentro a
nosotros? La imitación, ciertamente, no consiste en reproducir el mismo
acto –si bien no estaría de más tenerlo en lista– sino en cultivar las mismas
actitudes, lo que está en el fondo. Nadie se vuelve magnánimo de la noche a la
mañana sino a través de pequeños actos de generosidad diarios que a la larga se
vuelven espontáneos y, poco a poco, magnánimos. Seguramente pocos tendrán los
medios como para comprar una casa a un pobre vagabundo pero todos tenemos la
oportunidad de ofrecer una cálida sonrisa, una palabra de aliento o un gesto de
afecto a aquellos con quienes nos topamos diariamente.
No podemos esperar grandes oportunidades para ser
generosos y, luego, poco a poco, magnánimos.
Bastan las pequeñas ocasiones del día a día.
Así, casi sin darnos cuenta, con el empeño constante, seremos capaces de dar
como esa viuda, las “moneditas” que de no
ser por ejercitarnos todos los días, jamás hubiésemos dado.
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