sábado, 13 de marzo de 2021

(635) ESPIRITUALIDAD –13. POR QUÉ DIOS QUISO LA CRUZ

–Perdone, pero yo no entiendo por qué…

–Ya. Preguntémosle a Dios, porque Él es la causa única de todas sus obras, y sólo Él conoce sus designios, que en buena parte nos los comunica en la Revelación. Aunque los misterios de la fe semper erunt mysteria.

Dios quiso la cruz de Cristo. Ya lo vimos en el artículo anterior (634).

¿Pero por qué quiso Dios elegir en su providencia ese plan de salvación, al parecer tan cruel y absurdo, prefiriéndolo a otros modos posibles? Esta cuestión máxima es un gran mysterium fidei. Dios no se mueve a una acción movido o atraído por unas u otras causas. Dios es causa sui: causa eficiente y única de sí mismo. (STh I, 2, 39). Y por tanto, «el Señor todo lo que quiere lo hace» (Sal 134,6). Ahora bien, Dios mismo contesta a esa pregunta –¿por qué quiso Dios?–, dando en la Escritura sagrada respuestas luminosas para que conozcamos mejor sus designios, y éstos no nos escandalicen, sino que acrecienten en nosotros la confianza y gratitud hacia Él.

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—LA CRUZ REVELA QUE DIOS ES AMOR

La Trinidad divina quiso la Cruz porque en ella expresa que Dios es Amor, amorintratrinitario, y que su amor, por su bondad difusiva, se extiende a la Creación y especialmente a la humanidad: Bonus est diffusivum sui. «Dios es caridad» (1Jn 4,8). La primera declaración de Su amor la realiza en la creación, y sobre todo en la creación del hombre. No crea por necesidad, sino por bondad gratuitamente difusiva, que crea el mundo para comunicar a sus criaturas una participación de su ser y bondad.

Pero oscurecida la mente del hombre por el pecado, esa revelación natural de la bondad y del amor de Dios no basta. Amplía, pues, Dios la revelación de su amor en la Antigua Alianza de Israel, pueblo elegido y especialmente amado y enseñado por Él mismo. Siglos más tarde, en la plenitud de los tiempos, el amor de Dios se revela sumamente en la encarnación del Verbo, y en toda la vida y el ministerio público de Cristo. Pero sobre todo en la Cruz, donde el Hijo divino encarnado «nos amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Por eso quiso Dios la cruz de Cristo, para revelar que es Amor.

*La Cruz revela en modo pleno el amor que el Padre tiene por nosotros, pecadores. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3,16): lo entregó primero en Belén, por la encarnación, y acabó de entregarlo en la Cena y en la Cruz: «éste es mi cuerpo, que se entrega… mi sangre, que se derrama». Como dice San Pablo, «Dios acreditó (sinistesin, demostró, probó, garantizó) su amor hacia nosotros en que, siendo todavía pecadores [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; +Ef 2,4-5).

*La Cruz revela en forma insuperable el amor que nos tiene Cristo. Cuando uno ama a alguien, da pruebas de ese amor comunicándole su atención, su ayuda, su tiempo, su compañía, su dinero, su casa. Pero es evidente que «no hay amor más grande que dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Él es «el buen Pastor, que entrega su vida por sus ovejas» (10,11).

«Él murió por el pueblo, para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (11,51-52). Después de eso, ahora ya nadie, mirando a la cruz, podrá dudar del amor de Cristo. Él ha entregado su vida en la cruz por nosotros, pudiendo sin duda guardarla, y la ha entregado para salvarnos, para expiar ante Dios nuestros pecados con el sacrificio de su propia vida. Y cada uno de nosotros ha de decir como San Pablo: «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).

 

Sólo en la Cruz el amor de Cristo al Padre llega a su plena epifanía. El mismo Jesús quiso en la última Cena que ésa fuera la interpretación principal de su muerte: «es necesario que el mundo conozca que yo amo al Padre y que obro [que le obedezco] como él me ha mandado» (Jn 14,31). En la Biblia, amor y obediencia a Dios van siempre juntos, pues el amor exige y produce la obediencia: los hombres verdaderamente humanos son «los que aman a Dios y cumplen sus mandatos» (Ex 20,6; Dt 10,12-13). Y en la cruz nos enseña Jesús que Él ama al Padre infinitamente, y que por eso le obedece infinitamente, «hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8).

San Agustín: «El Hijo unigénito murió por nosotros para no ser el único hijo. No quiso ser único quien, único, murió por nosotros. El Hijo único de Dios ha hecho muchos hijos de Dios. Compró a sus hermanos con su sangre, quiso ser reprobado para acoger a los réprobos, vendido para redimirnos, deshonrado para honrarnos, muerto para vivificarnos» (Sermón 171).

El P. Luis de la Palma, S. J. (1560-1641), en su Historia de la Sagrada Pasión, contemplando a Jesús en Getsemaní, escribe: «Quiso el Salvador participar como nosotros de los dolores del cuerpo y también de las tristezas del alma porque cuanto más participase de nuestros males, más partícipes nos haría de sus bienes. “Tomó tristeza, dice San Ambrosio, para darme su alegría. Con mis pasos bajó a la muerte, para que con sus pasos yo subiese a la vida”. Tomó el Señor nuestras enfermedades para que nosotros nos curásemos de ellas; se castigó a sí mismo por nuestros pecados, para que se nos perdonaran a nosotros. Curó nuestra soberbia con sus humillaciones; nuestra gula, tomando hiel y vinagre; nuestra sensualidad, con su dolor y tristeza».

En el signo santísimo de la Cruz nuestro Maestro proclama plenamente el doble precepto de la caridad: por el palo vertical, el amor hacia Dios, y por el horizontal, hacia los hombres.

 

El Crucificado nos enseña cómo ha de ser nuestro amor a Dios: «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; Dt 6,5). Pero ¿cómo el hombre podrá entender y aplicar un mandato tan inmenso? Por la Cruz de Cristo. La infinita obediencia de Cristo al Padre expresa en la Cruz su infinito amor filial a Dios. Sin la cruz de Cristo nunca hubiéramos llegado a conocer plenamente hasta dónde puede y debe llegar la exigencia formidable del Primer Mandamiento.

Y en la Cruz sagrada nos muestra cómo ha de ser nuestro amor a los hombres. Para entender  y cumplir del todo el mandamiento nuevo que nos da Cristo tenemos que mirar al Crucificado, que nos dice: «habéis de amaros los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34). «Yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (13,15). ¿Y cómo nos ha amado Cristo? Muriendo en la Cruz para salvarnos. Por tanto, si Cristo «dio su vida por nosotros, nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16).

Cristo expía el pecado de los hombres en la Cruz, entregando su vida en sacrificio de expiación. Él es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) mediante el sacrificio pascual de la Nueva Alianza, que sella con su sangre. Esta grandiosa verdad queda revelada desde el inicio mismo de la vida pública de Jesús. El primer tratado de Cristología es la Carta a los Hebreos, y en ella nos muestra al Hijo divino encarnado, que «entrando en este mundo», dice al Padre: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo… Y yo dije: “He aquí que vengo para hacer tu voluntad”… En virtud de esta voluntad somos nosotros santificados [en la Cruz] por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez» (Heb 5-10). Mysterium fidei… «Por la desobediencia de un solo hombre [Adán], todos fueron constituidos pecadores; y así también por la obediencia de uno solo [Jesucristo, en el sacrificio de la Cruz] todos serán constituidos justos» (Rm 5,11-19).

El Catecismo de la Iglesia, en efecto, nos enseña que «desde el primer instante de la Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora» (606). «Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús, porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación» (607). «Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre [Mt 26,42], acepta su muerte como redentora para “llevar nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1Pe 2,24)» (612). Ese «amor hasta el extremo» (Jn 13,1) confiere al sacrificio de Cristo su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción» (616). «“Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”, enseña el Concilio de Trento» (617).

San Juan Pablo II, en la Carta apostólica Salvifici doloris (1984), confirma la fe de la Iglesia en el misterio de la cruz de Cristo. «El Padre “cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53,6), según aquello que dirá San Pablo: “a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros” (2Cor 5,21)… Puede decirse, pues, que se ha cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas realidad las palabras del Poema del Siervo doliente: “quiso Yahvé quebrantarlo con padecimientos” (Is 53,10). El sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo» (18)… Y sigue:

«En la cruz de Cristo no solo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Cristo, sin culpa alguna propia, cargó sobre sí “el mal total del pecado”. La experiencia de este mal determinó la medida incomparable del sufrimiento de Cristo, que se convirtió en el precio de la redención… “Se entregó por nuestros pecados para liberarnos de este siglo malo” (Gál 1,4)… “Habéis sido comprados a precio” (1Cor 6,20)… El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre» (19).

Benedicto XVI, igualmente, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis (2007), confiesa la fe de la Iglesia, que en la Cruz «el pecado del hombre ha sido expiado por el Hijo de Dios de una vez por todas (cf. Hb 7,27; 1Jn 2,2; 4,10)… En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la “nueva y eterna Alianza” establecida en su sangre derramada… En efecto, “éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”… Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza» (9)… «Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la creación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (1Pe 1,18-20)» (10).

–En el sacrificio de la Cruz ofrece Cristo  por nuestros pecados una reparación sobreabundante. Muchos se han preguntado: ¿por qué ese exceso de tormentos ignominiosos en la Pasión de Cristo? Cur Christum tam doluit?¿No hubiera bastado «una sola gota de sangre» del Hijo divino encarnado para expiar por nuestros pecados? Ciertamente, hubiera bastado.

Santo Tomás, cuando considera cómo Cristo sufrió toda clase de penalidades corporales y espirituales en la Pasión, expresa finalmente la convicción de la Tradición católica: «en cuanto a la suficiencia, una minima passio de Cristo hubiera bastado para redimir al género humano de todos sus pecados; pero en cuanto a la conveniencia, lo suficiente fue que padeciera omnia genera passionum (todo género de penalidades)» (STh III,46,5 ad3m; cf. 6 ad3m).

Si Cristo sufrió mucho más de lo que era preciso en estricta justicia para expiar por nuestros pecados, fue porque, previendo nuestra miserable colaboración a la obra de la redención, quiso redimirnos de modo sobreabundante, por exigencia de su amor compasivo. En efecto, el buen Pastor, que «dio su vida» para salvar a su rebaño, quiso darle así «vida y vida en abundancia» (Jn 10,10-11).

 

–La Cruz de Cristo nos enseña todas las virtudes. La Pasión del Señor es la revelación máxima de la caridad divina, y también al mismo tiempo de todas las virtudes cristianas. Santo Tomás de Aquino, en una de su Conferencias, al preguntarse ¿por qué Cristo hubo de sufrir tanto?, enseña que la muerte de Cristo en la cruz es la enseñanza total del Evangelio.

«¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.

«Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado. La segunda razón es también importante, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.

«Si buscas un ejemplo de amor: “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Esto es lo que hizo Cristo en la cruz. Y, por esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por él.

«Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podríamos evitar. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que “en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca” (Is 53,7; Hch 8,32). Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: “corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia” (Heb 12,1-2).

«Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.

«Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte, pues “si por la desobediencia de uno [Adán] todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno [Cristo] todos se convertirán en justos” (Rm 5,19).

«Si buscas un ejemplo de menosprecio de las cosas terrenales, imita a Aquel que es “Rey de reyes y Señor de los señores” (Ap 17,14), “en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,4), que está desnudo en la cruz, ridiculizado, escupido, flagelado, coronado de espinas, y a quien finalmente, dieron a beber hiel y vinagre. No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que “se repartieron mis ropas” (Sal 21,19); ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que “le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado” (Mt 27,29); ni a los placeres, ya que “para mi sed me dieron vinagre” (Sal 68,22)».

Cristo nos enseña por su Cruz que la salvación del mundo se fundamenta en el testimonio de la verdad. Nada hay en el mundo tan peligroso como dar testimonio público de la verdad. Bien sabe Dios que el hombre, cautivo del Padre de la Mentira, cae en el pecado por la mentira, y que solamente podrá ser liberado de la mentira y del pecado si recibe la luz de la verdad. Y   por eso nos envía a Cristo «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), para «santificarnos en la verdad» (17,17).

Por eso, si el testimonio de la verdad es la clave de la salvación del mundo, es preciso que Cristo dé ese testimonio en la Cruz, pues es en ella donde con más fuerza persuasiva, la enseñanza de la verdad queda sellada con la sangre de quien la enseña. No hay manera más fide-digna de afirmar la verdad. Aquél que para confirmar la veracidad de su testimonio acerca de una verdad o de un hecho está dispuesto a perder su trabajo, sus bienes, su casa, su salud, su prestigio, su familia, es indudablemente un testigo fidedigno de esa verdad. Pero nadie es tan fidedigno como aquél que entrega su vida a la muerte para afirmar la verdad que enseña. El testimonio de los mártires es el más persuasivo, conmovedor y convincente.

Pues bien, Cristo en la cruz es «el Testigo (mártir) fidedigno y veraz» (Apoc 1,5; 3,14). Por eso lo matan, por decir la verdad. No mataron a Jesús tanto por lo que hizo, sino por lo que dijo: «soy anterior a Abraham», «el Padre y yo somos una sola cosa», «nadie llega al Padre si no es por mí», «el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados», «vosotros tenéis por padre al diablo», «ni entráis en el Reino ni dejáis entrar a otros», etc.

Quien así habla, pone su vida en grave peligro. Pero Cristo testifica públicamente esas verdades, «sin guardar su vida», porque desde el principio la da por perdida. Sabe que afirmar la verdad en medio de un mundo sujeto al Padre de la Mentira (Jn 8,43-59) le llevará derechamente a la muerte. Pero también sabe que sólo «la verdad nos hará libres» (8,32). Sin la proclamación de la verdad no hay salvación; sólo perdición. Jesús Crucificado enseña que Per Crucem ad lucem, y que sus discípulos no podremos cumplir nuestra vocación salvadora de testigos de la verdad, si no es perdiendo la propia vida. Para que conociéramos estas verdades quiso Dios disponer en su providencia la Cruz de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

 

–Sin la Cruz de Cristo no podríamos llegar a conocer el horror indecible del pecado y la posibilidad real del infierno. ¿Cómo es posible que Dios providente decida salvar al mundo por la muerte sacrificial de Cristo en la cruz? Porque quiso Dios que el horror espantoso del pecado se pusiera de manifiesto en la muerte terrible de su Hijo, el Santo de Dios, el Inocente. «El pecado del mundo» exige la muerte del Justo y la consigue, y esta muerte tan criminal manifiesta a los hombres todo el horror de sus culpas.

Si piensan los hombres que sus pecados son cosa trivial, actos fallidos, perfectamente contingentes, que no pueden tener mayor importancia en esta vida y que, por supuesto, no tienen, no pueden tener una repercusión eterna de castigo, seguirán pecando. Sólo mirando la Cruz de Cristo conocerán lo que es el pecado y lo que puede ser su castigo eterno en el infierno. En la muerte ignominiosa del Inocente, conocerán el horror del pecado, y por la muerte del Salvador podrán salvarse del pecado, del demonio y de la muerte eterna.

La cruz de Cristo revela a los pecadores la posibilidad real del infierno. Ellos persisten en sus pecados porque no acaban de creer en la terrible posibilidad de ser eternamente condenados. Pero la encarnación del Hijo de Dios y su muerte en la cruz demuestran a los pecadores la gravedad de sus pecados, el amor que Dios les tiene y el horror indecible a que se exponen en el infierno si persisten en su rechazo de Dios. Por eso quiso Dios la Cruz del Salvador.

Charles Arminjon (1824-1885), en su libro El fin del mundo y los misterios de la vida futura (Ed. Gaudete, S.Román 21, 31174 Larraya, Navarra 2010), argumenta: «Si no hubiera Infierno ¿por qué habría descendido Jesucristo de los cielos? ¿por qué su abajamiento hasta el pesebre? ¿por qué sus ignominias, sus sufrimientos y su sacrificio de la cruz? El exceso de amor de un Dios que se hace hombre para morir hubiera sido una acción desprovista de sabiduría y sin proporción con el fin perseguido, si se tratara simplemente de salvarnos de una pena temporal y pasajera como el Purgatorio. De otra manera, habría que decir que Jesucristo solo nos libró de una pena finita, de la que hubiéramos podido librarnos con nuestros propios méritos. Y en este caso ¿no hubieran sido superfluos los tesoros de su sangre? No hubiera habido redención en el sentido estricto y absoluto de esta palabra: Jesucristo no sería nuestro Salvador» (pg. 171). Señalo de paso que para Santa Teresa del Niño Jesús la lectura de este libro, según declara, «fue una de las mayores gracias de mi vida» (Historia de un alma, manuscrito A, cp. V).

Pero al mismo tiempo, solo mirando la Cruz pueden conocer los pecadores hasta dónde llega el amor que Dios les tiene, el valor inmenso que tienen sus vidas ante el Amor divino. Allí, mirando al Crucificado, verán que hemos sido «rescatados no con oro y plata corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo» (1Pe 1,18; +1Cor 6,20), humana por su naturaleza, y divina por su Persona.

–En la Cruz enseña Cristo «a todos: el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Porque el que quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24). Nuestro Maestro y Salvador enseña que «es necesario que el Mesías padeciera esto y entrase en su gloria» (Lc 24,26). Pero también enseña que es necesario que los hombres tomen la cruz de cada día, para morir en ella al hombre carnal y pecador, y para así resucitar con Cristo, renacer en Él y alcanzar la vida eterna.

De este modo Cristo se abraza a la Cruz para que el hombre también se abrace a ella cada día, para ir muriendo así al hombre viejo, y renacer en Cristo al hombre nuevo. Él es el médico que toma primero la amarga medicina que nosotros, los enfermos, necesitamos beber para llegar al cielo. Y nos lo enseña no solo de palabra, sino de obra.

Se comprende, pues, que Cristo no hubiera podido enseñar a sus discípulos el valor y la necesidad absoluta de la Cruz, si Él no la hubiera experimentado, evitándola por el ejercicio de sus especiales poderes. Es evidente que quien calmaba tempestades, daba vista a ciegos de nacimiento o resucitaba muertos, tenía poder para evitar la Cruz, por muchos y fuertes que fueran sus enemigos. Pero no quiso escapar a la Cruz, «voluntariamente aceptada», porque sabía que nosotros la necesitábamos absolutamente para evitar la muerte eterna y renacer a la vida nueva. Por eso desde el principio los cristianos se entendieron a sí mismos como discípulos del Crucificado.

San Pedro, por ejemplo, enseña a los siervos que sufrían a veces bajo la autoridad abusiva de sus señores: «agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas… Pues para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,19-21).

San Ignacio de Antioquía (+107): «Permitid que [mediante el martirio] imite la pasión de mi Dios» (Romanos 6,3). Y San Fulgencio de Ruspe (+532): «Suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo [cf. Gál 5,14]» (Trat. contra Fabiano 28, 16-19).

José María Iraburu, sacerdote

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