–Perdone, pero yo no entiendo por qué…
–Ya. Preguntémosle a
Dios, porque Él es la causa única de todas sus obras, y sólo Él conoce sus
designios, que en buena parte nos los comunica en la Revelación. Aunque los
misterios de la fe semper erunt mysteria.
Dios
quiso la cruz de Cristo. Ya lo vimos en el artículo anterior (634).
¿Pero por qué quiso Dios elegir en su providencia
ese plan de salvación, al parecer tan cruel y absurdo, prefiriéndolo
a otros modos posibles? Esta cuestión máxima es un gran mysterium
fidei. Dios no se mueve a una
acción movido o atraído por unas u otras causas. Dios es causa sui: causa eficiente y única de
sí mismo. (STh I, 2, 39). Y por tanto, «el Señor todo lo que quiere lo hace» (Sal
134,6). Ahora bien, Dios mismo contesta a esa pregunta –¿por
qué quiso Dios?–, dando en la Escritura sagrada respuestas luminosas
para que conozcamos mejor sus designios, y éstos no nos escandalicen, sino que
acrecienten en nosotros la confianza y gratitud hacia Él.
** *
—LA CRUZ REVELA QUE DIOS ES AMOR
–La
Trinidad divina quiso la Cruz porque en ella expresa que Dios es Amor, amorintratrinitario, y que
su amor, por su bondad difusiva, se extiende a la Creación y especialmente a la
humanidad: Bonus est diffusivum sui. «Dios es caridad» (1Jn 4,8). La primera
declaración de Su amor la realiza en la creación, y sobre
todo en la creación del hombre. No crea por necesidad, sino por bondad
gratuitamente difusiva, que crea el mundo para comunicar a sus criaturas una
participación de su ser y bondad.
Pero oscurecida la mente del
hombre por el pecado, esa revelación natural de la bondad y del amor de Dios no
basta. Amplía, pues, Dios la revelación de su amor en la Antigua
Alianza de Israel, pueblo
elegido y especialmente amado y enseñado por Él mismo. Siglos más tarde, en la
plenitud de los tiempos, el amor de Dios se revela sumamente en la encarnación del Verbo, y en toda la vida y el ministerio
público de Cristo. Pero sobre todo en la
Cruz, donde el Hijo divino encarnado «nos
amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Por eso quiso Dios la cruz de Cristo,
para revelar que es Amor.
*La Cruz
revela en modo pleno el amor que el Padre tiene por nosotros, pecadores. «Tanto
amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3,16): lo entregó primero
en Belén, por la encarnación, y acabó de entregarlo en la Cena y en la Cruz:
«éste es mi cuerpo, que se entrega… mi sangre, que se derrama». Como dice San
Pablo, «Dios acreditó (sinistesin,
demostró, probó, garantizó) su amor hacia nosotros
en que, siendo todavía pecadores [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm
5,8; +Ef 2,4-5).
*La Cruz
revela en forma insuperable el amor que nos tiene Cristo. Cuando uno
ama a alguien, da pruebas de ese amor comunicándole su atención, su ayuda, su
tiempo, su compañía, su dinero, su casa. Pero es evidente que «no hay amor más grande que dar uno la vida por sus
amigos» (Jn 15,13). Él es «el buen Pastor,
que entrega su vida por sus ovejas» (10,11).
«Él murió por el
pueblo, para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (11,51-52). Después de eso, ahora ya nadie, mirando a la cruz, podrá dudar del amor de Cristo.
Él ha entregado su vida en la cruz por nosotros, pudiendo sin duda guardarla, y
la ha entregado para salvarnos, para expiar ante Dios nuestros pecados con el
sacrificio de su propia vida. Y cada uno de nosotros ha de decir como San
Pablo: «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).
–Sólo en la
Cruz el amor de Cristo al Padre llega a su plena epifanía. El mismo
Jesús quiso en la última Cena que ésa fuera la interpretación principal de su
muerte: «es necesario que el mundo conozca que yo amo al
Padre y que obro [que le obedezco] como él me ha mandado» (Jn
14,31). En la Biblia, amor y obediencia a Dios van siempre juntos, pues el amor
exige y produce la obediencia: los hombres verdaderamente humanos son «los que aman a Dios y cumplen sus mandatos» (Ex
20,6; Dt 10,12-13). Y en la cruz nos enseña Jesús que Él ama al Padre
infinitamente, y que por eso le obedece infinitamente, «hasta
la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8).
San
Agustín: «El Hijo
unigénito murió por nosotros para no ser el único hijo. No quiso ser único
quien, único, murió por nosotros. El Hijo único de Dios ha hecho muchos hijos
de Dios. Compró a sus hermanos con su sangre, quiso ser reprobado para acoger a
los réprobos, vendido para redimirnos, deshonrado para honrarnos, muerto para
vivificarnos» (Sermón 171).
El P. Luis de la
Palma, S. J.
(1560-1641), en su Historia de la Sagrada Pasión,
contemplando a Jesús en Getsemaní, escribe: «Quiso
el Salvador participar como nosotros de los dolores del cuerpo y también de las
tristezas del alma porque cuanto más participase de nuestros males, más
partícipes nos haría de sus bienes. “Tomó tristeza, dice San Ambrosio, para darme su
alegría. Con mis pasos bajó a la muerte, para que con sus pasos yo subiese a la
vida”. Tomó el Señor nuestras enfermedades para que nosotros nos curásemos de
ellas; se castigó a sí mismo por nuestros pecados, para que se nos perdonaran a
nosotros. Curó nuestra soberbia con sus humillaciones; nuestra gula, tomando
hiel y vinagre; nuestra sensualidad, con su dolor y tristeza».
En el signo santísimo de la Cruz nuestro
Maestro proclama plenamente el doble precepto de la caridad: por el
palo vertical, el amor hacia Dios, y por el horizontal,
hacia los hombres.
–El
Crucificado nos enseña cómo ha de ser nuestro amor a Dios: «con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; Dt 6,5). Pero ¿cómo el hombre podrá entender y aplicar un mandato tan
inmenso? Por la Cruz de Cristo. La infinita obediencia
de Cristo al Padre expresa en la Cruz su infinito amor filial a Dios. Sin la cruz de Cristo
nunca hubiéramos llegado a conocer plenamente hasta dónde puede y debe llegar
la exigencia formidable del Primer Mandamiento.
–Y en la
Cruz sagrada nos muestra cómo ha de ser nuestro amor a los hombres. Para entender y cumplir del todo el mandamiento nuevo que
nos da Cristo tenemos que mirar al Crucificado, que nos dice: «habéis de amaros los unos a los otros como
yo os he amado» (Jn 13,34). «Yo
os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (13,15).
¿Y cómo nos ha amado Cristo? Muriendo en la
Cruz para salvarnos. Por tanto, si Cristo «dio su
vida por nosotros, nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1Jn
3,16).
–Cristo
expía el pecado de los hombres en la Cruz, entregando su vida en sacrificio de
expiación. Él es «el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo» (Jn 1,29) mediante el sacrificio pascual de la Nueva
Alianza, que sella con su sangre. Esta grandiosa verdad queda revelada desde el
inicio mismo de la vida pública de Jesús. El primer tratado de Cristología es la Carta
a los Hebreos, y en ella nos muestra al Hijo divino encarnado, que «entrando en este mundo», dice al Padre: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has
preparado un cuerpo… Y yo dije: “He aquí que vengo para hacer tu voluntad”… En
virtud de esta voluntad somos nosotros santificados [en la Cruz] por la
oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez» (Heb 5-10). Mysterium fidei…
«Por la desobediencia de un solo hombre [Adán], todos fueron constituidos
pecadores; y así también por la obediencia de uno solo [Jesucristo, en el
sacrificio de la Cruz] todos serán constituidos justos» (Rm 5,11-19).
El Catecismo de la
Iglesia, en efecto, nos enseña que «desde
el primer instante de la Encarnación el Hijo acepta el designio divino de
salvación en su misión redentora» (606). «Este
deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de
Jesús, porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación» (607).
«Al aceptar en su voluntad humana que se haga la
voluntad del Padre [Mt 26,42], acepta su muerte como redentora para “llevar
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1Pe 2,24)» (612). Ese «amor
hasta el extremo» (Jn 13,1) confiere al sacrificio de Cristo su valor de
redención y de reparación, de expiación y de satisfacción» (616). «“Por su
sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”,
enseña el Concilio de Trento» (617).
San
Juan Pablo II, en la Carta apostólica Salvifici doloris (1984), confirma la fe de la Iglesia en el
misterio de la cruz de Cristo. «El Padre “cargó
sobre él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53,6), según aquello que
dirá San Pablo: “a quien no conoció el pecado, le
hizo pecado por nosotros” (2Cor 5,21)… Puede decirse, pues, que se ha
cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas realidad las
palabras del Poema del Siervo doliente: “quiso Yahvé quebrantarlo con padecimientos” (Is
53,10). El sufrimiento humano ha alcanzado su
culmen en la pasión de Cristo» (18)… Y sigue:
«En la cruz de
Cristo no solo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el
mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Cristo, sin culpa alguna propia,
cargó sobre sí “el mal total del pecado”. La experiencia de este mal determinó
la medida incomparable del sufrimiento de Cristo, que se convirtió en el precio
de la redención… “Se entregó por nuestros pecados para liberarnos de este siglo
malo” (Gál 1,4)… “Habéis sido comprados a precio” (1Cor 6,20)… El Redentor ha
sufrido en vez del hombre y por el hombre» (19).
Benedicto
XVI, igualmente,
en la exhortación apostólica Sacramentum
caritatis (2007), confiesa la fe
de la Iglesia, que en la Cruz «el pecado del hombre
ha sido expiado por el Hijo de Dios de una vez por todas (cf. Hb 7,27;
1Jn 2,2; 4,10)… En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la
“nueva y eterna Alianza” establecida en su sangre derramada… En efecto, “éste
es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”… Jesús es el verdadero
cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por
nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza» (9)… «Al instituir el sacramento de
la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria
de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero
cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la creación del mundo,
como se lee en la primera Carta de San Pedro (1Pe 1,18-20)» (10).
–En el sacrificio de la Cruz ofrece Cristo por nuestros pecados una reparación sobreabundante. Muchos se han preguntado: ¿por qué ese exceso de tormentos ignominiosos en la Pasión de Cristo? Cur Christum tam doluit?¿No hubiera bastado «una sola gota de sangre» del Hijo divino encarnado para expiar por nuestros pecados? Ciertamente, hubiera bastado.
Santo
Tomás,
cuando
considera cómo Cristo sufrió toda clase de penalidades corporales y
espirituales en la Pasión, expresa finalmente la convicción de la Tradición
católica: «en cuanto a la suficiencia, una
minima passio de Cristo hubiera bastado para redimir al género humano de
todos sus pecados; pero en cuanto a la conveniencia, lo suficiente fue
que padeciera omnia genera passionum (todo género de penalidades)»
(STh III,46,5 ad3m; cf. 6 ad3m).
Si Cristo sufrió mucho más de
lo que era preciso en estricta justicia para expiar por nuestros pecados, fue
porque, previendo nuestra miserable colaboración a la obra
de la redención, quiso redimirnos de modo sobreabundante, por exigencia
de su amor compasivo. En efecto, el buen Pastor, que «dio
su vida» para salvar a su rebaño, quiso darle así «vida y vida en abundancia» (Jn 10,10-11).
–La
Cruz de Cristo nos enseña todas las virtudes. La Pasión del Señor es la revelación máxima de la caridad divina, y
también al mismo tiempo de todas las virtudes cristianas. Santo Tomás de Aquino,
en una de su Conferencias, al
preguntarse ¿por qué Cristo hubo de sufrir tanto?,
enseña que la muerte de Cristo en la cruz es la enseñanza total
del Evangelio.
«¿Era
necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos
razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo
hemos de obrar.
«Para
remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra
todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado. La segunda razón es
también importante, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda
nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita
hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo
que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo
de todas las virtudes.
«Si buscas un
ejemplo de amor: “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus
amigos” (Jn 15,13).
Esto es lo que hizo Cristo en la cruz. Y, por esto, si él entregó su vida por
nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir
por él.
«Si buscas un
ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos dan
la medida de la paciencia: sufrir pacientemente
grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podríamos evitar. Ahora
bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya
que “en su pasión no profería amenazas; como
cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca” (Is 53,7; Hch
8,32). Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: “corramos
en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y
completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la
cruz, despreciando la ignominia” (Heb 12,1-2).
«Si buscas un
ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso
ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.
«Si buscas un
ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al Padre
hasta la muerte, pues “si por la desobediencia de uno [Adán] todos se
convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno [Cristo] todos se convertirán
en justos” (Rm 5,19).
«Si buscas un ejemplo de menosprecio de las cosas
terrenales, imita a Aquel que es “Rey de reyes y Señor de los señores” (Ap
17,14), “en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia” (Col 2,4), que está desnudo en la cruz, ridiculizado, escupido,
flagelado, coronado de espinas, y a quien finalmente, dieron a beber hiel y
vinagre. No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que “se repartieron mis
ropas” (Sal 21,19); ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y
azotes; ni a las dignidades, ya que “le pusieron una corona de espinas, que
habían trenzado” (Mt 27,29); ni a los placeres, ya que “para mi sed me dieron
vinagre” (Sal 68,22)».
–Cristo nos
enseña por su Cruz que la salvación del mundo se fundamenta en el testimonio de
la verdad. Nada hay en el mundo tan
peligroso como dar testimonio público de la verdad. Bien sabe Dios que el
hombre, cautivo del Padre de la Mentira, cae en el pecado por la mentira, y que
solamente podrá ser liberado de la mentira y del pecado si recibe la luz de la
verdad. Y por eso nos envía a Cristo «para
dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), para «santificarnos
en la verdad» (17,17).
Por eso, si el testimonio de
la verdad es la clave de la salvación del mundo, es preciso que Cristo dé ese testimonio en la Cruz, pues es en ella donde con más fuerza persuasiva,
la enseñanza de la verdad queda sellada con la sangre de quien la enseña. No
hay manera más fide-digna de afirmar la verdad. Aquél que para confirmar la veracidad
de su testimonio acerca de una verdad o de un hecho está dispuesto a perder su
trabajo, sus bienes, su casa, su salud, su prestigio, su familia, es
indudablemente un testigo fidedigno de esa verdad. Pero nadie es tan fidedigno
como aquél que entrega su vida a la muerte para afirmar la verdad que enseña.
El testimonio de los mártires es el más persuasivo, conmovedor y convincente.
Pues bien, Cristo en la cruz
es «el Testigo (mártir) fidedigno y veraz»
(Apoc 1,5; 3,14). Por
eso lo matan, por decir la verdad. No mataron a Jesús tanto por lo que hizo, sino por lo que dijo: «soy anterior a
Abraham», «el Padre y yo somos una sola cosa», «nadie llega al Padre si no es
por mí», «el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados», «vosotros
tenéis por padre al diablo», «ni entráis en el Reino ni dejáis entrar a otros»,
etc.
Quien así habla, pone su vida
en grave peligro. Pero Cristo testifica públicamente esas verdades, «sin guardar su vida», porque desde el principio
la da por perdida. Sabe que afirmar la verdad en medio de un mundo sujeto al
Padre de la Mentira (Jn 8,43-59) le llevará derechamente a la muerte. Pero
también sabe que sólo «la verdad nos hará libres» (8,32).
Sin la proclamación de la verdad no hay salvación; sólo perdición. Jesús
Crucificado enseña que Per Crucem ad lucem,
y que sus discípulos no podremos cumplir nuestra vocación salvadora de testigos
de la verdad, si no es perdiendo la propia vida. Para que conociéramos estas
verdades quiso Dios disponer en su providencia la Cruz de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo.
–Sin
la Cruz de Cristo no podríamos llegar a conocer el horror indecible del pecado
y la posibilidad real del infierno. ¿Cómo es posible que Dios providente decida salvar
al mundo por la muerte sacrificial de Cristo en la cruz? Porque quiso Dios que el horror
espantoso del pecado se pusiera de manifiesto en la muerte terrible de su Hijo, el Santo de
Dios, el Inocente. «El pecado del mundo» exige
la muerte del Justo y la consigue, y esta muerte tan criminal manifiesta a los
hombres todo el horror de sus culpas.
Si piensan los hombres que sus pecados son cosa trivial, actos fallidos, perfectamente
contingentes, que no pueden tener mayor importancia en esta vida y que, por
supuesto, no tienen, no pueden tener una repercusión eterna de castigo, seguirán pecando. Sólo
mirando la Cruz de Cristo conocerán lo que es el pecado y lo que puede ser su
castigo eterno en el infierno. En la muerte ignominiosa del Inocente, conocerán
el horror del pecado, y por la muerte del Salvador podrán salvarse del pecado,
del demonio y de la muerte eterna.
La
cruz de Cristo revela a los pecadores la posibilidad real del infierno. Ellos persisten en sus pecados
porque no acaban de creer en la terrible posibilidad de ser eternamente
condenados. Pero la encarnación del Hijo de Dios y su muerte en la cruz
demuestran a los pecadores la gravedad de sus pecados, el amor que Dios les
tiene y el horror indecible a que se exponen en el infierno si persisten en su
rechazo de Dios. Por eso quiso Dios la Cruz del Salvador.
Charles
Arminjon
(1824-1885),
en su libro El fin del mundo y los misterios de
la vida futura (Ed. Gaudete,
S.Román 21, 31174 Larraya, Navarra 2010), argumenta: «Si
no hubiera Infierno ¿por qué habría descendido Jesucristo de los cielos? ¿por
qué su abajamiento hasta el pesebre? ¿por qué sus ignominias, sus sufrimientos y
su sacrificio de la cruz? El exceso de amor de un Dios que se
hace hombre para morir hubiera sido una acción desprovista de sabiduría y sin
proporción con el fin perseguido, si se tratara simplemente de salvarnos de una
pena temporal y pasajera como el Purgatorio. De otra manera, habría que decir
que Jesucristo solo nos libró de una pena finita, de la que hubiéramos podido
librarnos con nuestros propios méritos. Y en este caso ¿no
hubieran sido superfluos los tesoros de su sangre? No hubiera habido
redención en el sentido estricto y absoluto de esta palabra: Jesucristo no sería nuestro Salvador» (pg. 171).
Señalo de paso que para Santa Teresa del Niño Jesús la lectura de este libro, según
declara, «fue una de las mayores gracias de mi
vida» (Historia de un alma, manuscrito A, cp. V).
Pero al mismo tiempo, solo mirando la Cruz pueden conocer los pecadores hasta dónde llega el
amor que Dios les tiene, el valor inmenso que tienen sus vidas ante
el Amor divino. Allí, mirando al Crucificado, verán que hemos sido «rescatados no con oro y plata corruptibles, sino con la
sangre preciosa de Cristo» (1Pe 1,18; +1Cor 6,20), humana por su
naturaleza, y divina por su Persona.
–En
la Cruz enseña Cristo «a todos: el que quiera venir
detrás de mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Porque el que
quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la
salvará» (Lc 9,23-24).
Nuestro Maestro y Salvador enseña que «es necesario que
el Mesías padeciera esto y entrase en su gloria»
(Lc 24,26). Pero también enseña que es necesario que los
hombres tomen la cruz de cada día, para morir en ella al hombre
carnal y pecador, y para así resucitar con Cristo, renacer en Él y alcanzar la
vida eterna.
De este modo Cristo se abraza a la Cruz para que el hombre también se abrace a ella
cada día, para ir muriendo así al hombre viejo, y renacer en Cristo
al hombre nuevo. Él es el médico que toma primero la amarga medicina que
nosotros, los enfermos, necesitamos beber para llegar al cielo. Y nos lo enseña
no solo de palabra, sino de obra.
Se comprende, pues, que Cristo no hubiera podido enseñar a sus discípulos el valor y la necesidad
absoluta de la Cruz, si Él no la hubiera experimentado, evitándola
por el ejercicio de sus especiales poderes. Es evidente que quien calmaba
tempestades, daba vista a ciegos de nacimiento o resucitaba muertos, tenía
poder para evitar la Cruz, por muchos y fuertes que fueran sus enemigos. Pero
no quiso escapar a la Cruz, «voluntariamente aceptada», porque sabía que nosotros la necesitábamos
absolutamente para evitar la muerte eterna y renacer a la vida nueva. Por eso
desde el principio los cristianos se entendieron a sí mismos como discípulos del Crucificado.
San
Pedro,
por ejemplo,
enseña a los siervos que sufrían a veces bajo la autoridad abusiva de sus
señores: «agrada a Dios que por amor suyo soporte
uno las ofensas injustamente inferidas… Pues para esto fuisteis llamados, ya que
también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos»
(1Pe 2,19-21).
San
Ignacio
de Antioquía (+107): «Permitid que [mediante el martirio] imite la pasión de
mi Dios» (Romanos 6,3). Y San Fulgencio de Ruspe (+532): «Suplicamos
fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar
por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones,
con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y
nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo [cf. Gál 5,14]»
(Trat. contra Fabiano 28, 16-19).
José María Iraburu, sacerdote
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