Durante la Cuaresma se hace especial el llamado a la conversión, llamado que no es solo de este tiempo, sino de toda la vida del hombre.
Es algo así como la
preparación para la carrera de la cual nos habla san Pablo en 1 corintios 9,
24-27, una carrera para obtener la corona que no se marchita: la salvación.
San Ambrosio en su carta a
Oronciano, decía: «La tierra es la preparación para el hombre,
el cielo es la corona».
Haciendo alusión al constante
llamado que tenemos de luchar contra el pecado y emprender caminos de
conversión que nos lleven verdaderamente al cielo, al encuentro con Dios, a lo
que santo Tomás de Aquino llama: «la visión
beatífica».
1. «CONVERTÍOS Y CREED EN EL EVANGELIO» MC 1, 15
La primera conversión consiste
en volver a creer, pero creer de verdad. Una fe que se arraiga y se hace cada
vez más firme, una fe que sabe comprender todo, aún lo difícil, como parte de
la historia de salvación de cada hombre.
Creer en el Evangelio,
comprendiendo que esto es creer en Jesús, en su Palabra. Pero también en su
obra y en su persona, y con ello, creer en su constante llamada a rechazar el
mal y hacer siempre el bien, amando a Dios y al prójimo.
Esta conversión implica volver
a mirar lo más profundo de cada uno, ¿qué hay allí
que no cree?, ¿qué tengo en mi corazón que no se ha abierto al Evangelio?
Es
necesario cambiar la ruta, entrar en nosotros mismos y descubrir aquello que no
nos permite encaminarnos hacia el Reino de Dios.
Reino que ya ha llegado con
Jesucristo, que se hace siempre nuevo con su llamado y que no es otra cosa que
la experiencia de Dios que se ha hecho uno con nosotros hasta el punto de
asumir nuestra condición y desde ella, darnos la salvación.
2. «QUIEN SE HAGA PEQUEÑO COMO ESTE NIÑO, ESE ES EL
MÁS GRANDE EN EL REINO DE LOS CIELOS» MT 18, 1-5
La manera de convertirnos es
la de volver a ser niños, ¡qué interesante! Volver a ser como niños en medio de
una sociedad que lucha para que los más pequeños se conviertan cada vez más
rápido en adultos y dejen la inocencia de su incipiente edad.
Los apóstoles se han acercado
a Jesús con una pregunta un poco atrevida, pero que no se aleja de nuestra
propia manera de pensar y actuar: «¿Señor quién es el más
importante en el Reino?».
No sería descabellado pensar
que esperaban que Jesús dijera que uno de ellos. Algo así como cuando pensamos:
«Es que yo sí hago oración todas las noches», «hago
ayuno de vez en cuando, en cambio tal persona no lo hace, o no sabe orar…».
E irónicamente nos sentimos «importantes». Pero entonces Jesús llega, nos mira
como solo Él sabe mirar, con absoluto amor, y nos dice: «Quien es como un
niño, es el más importante».
Creo que los apóstoles, así
como nosotros, quedaron con la boca abierta, pensando ¡wow!
de verdad Jesús está loco, fuera de sí (cf. Marcos 3,21). Pero en
realidad somos nosotros los que no entendemos.
Jesús
nos está recordando que para alcanzar el cielo hay que ser como niños inocentes
para los cuales poco o nada importan los primeros puestos.
Hay que volver a vivir la vida
como una aventura, ¡como una apasionante búsqueda de Jesús! Volver a ser como
niños es volver al momento preciso en el que nos encontramos cara a cara con
Jesús y le escuchamos decir: «Sígueme» (Mateo
9, 9).
Esta es la conversión que
implica el abandonar la idea de que soy el centro, y recordar que el centro es
Jesús. Consiste en un re-centrarnos en Cristo, volviendo la mirada, la
atención, la vida en Jesús.
3. «SÉ TODO LO QUE HACES. NO ERES NI FRÍO NI
CALIENTE…»
«Sé todo lo que
haces. No eres ni frío ni caliente. ¡Sería bueno que fueras lo uno o lo otro!
Como eres tibio, no frío ni caliente, te voy a escupir de mi boca. […] Yo
corrijo y castigo a los que amo. Así que, esfuérzate y cambia» Ap 3, 14-22.
¡Qué fuertes
suenan estas palabras! La tercera manera de conversión es la conversión de la mediocridad, de
la tibieza de fe. Esta es la conversión que nace del sentirme insatisfecho por
mi no firmeza.
De mi falta de constancia en
el proceso de fe y de conversión, pero también es el combate para
dejar la pereza, el conformismo, la falta de compromiso y
seriedad.
Para
esta conversión, es necesario abrirse a la unción del Espíritu, dejarse llenar
absolutamente por Él.
Volviendo a la carrera de la
cual nos habla san Pablo, es ser constantes en la preparación y marchar a paso
firme para obtener la corona, la vida, la salvación.
Pensemos en que el deportista
que es inconstante en su entrenamiento, que no toma la seriedad debida en su
preparación, es aquel que en la carrera ocupará los últimos lugares.
Así mismo es la vida de la fe, la carrera del cristiano requiere
de esfuerzo. El conformismo, la tibieza, la pereza, nos llevan a quedarnos
relegados en el camino de conversión y en repetidas ocasiones, a perder la
corona anhelada.
Por tanto, es necesario tener
coraje y valentía, pero esto solo se logra con la apertura al Espíritu de Dios.
Este proceso implica morir a sí mismo y vivir para el Reino de Dios, es decir,
morir al mundo y resucitar para Cristo.
No olvidemos que en este
camino contamos con el auxilio de Dios, que con su misericordia nos mueve a la
conversión verdadera, como apoyo en la construcción de una vida virtuosa y
piadosa.
Así como decía Teodoro de
Mopsuestia, «el diablo es golpeado por medio del
éxito de la virtud, la piedad y la templanza».
Escrito por Mauricio Montoya
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