sábado, 28 de marzo de 2020

LA ASAMBLEA: LOS FIELES, MIS HERMANOS (SIN DIVIDIR TANTO) Y ALGO DE ACTUALIDAD


“Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Hay, así pues, una presencia real de Cristo resucitado en medio de la Iglesia cuando es convocada para la santa liturgia:
“Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz", sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt., 18,20)” (SC 48).
    El Señor está realmente presente en medio de su Iglesia, Cabeza del Cuerpo convocado. La asamblea es santa por su Cabeza, Cristo, y por su alma, el Espíritu Santo. El otro no es un estorbo que me distraiga, que me prive de mi recogimiento: el otro es un miembro de Cristo; juntos formamos la Iglesia y el Señor está en medio de esa reunión santa de fieles en su nombre:
    “… El mismo Señor, el Amo del mundo, se coloca en medio de nosotros, Jesús. Lo dice él mismo: ‘Donde están dos o tres reunidos para orar en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’. Si es verdad que, dondequiera que dos o tres personas están reunidas, Jesús se halla en medio de ellas, con mucha mayor razón se encuentra donde están reunidos tantos hombres, tantas mujeres, tantos Padres…” (S. Juan Crisóstomo, Sobre el Genes., 6,1).
    “Si Pentecostés ha pasado, la fiesta no ha pasado: toda asamblea es una fiesta. ¿Qué lo prueba? Las palabras de Jesús: ‘Donde están dos o tres, etc.’ Cuando Cristo está en medio de los fieles reunidos, ¿qué prueba más fuerte queréis de que es una fiesta?” (S. Juan Crisóstomo, 5ª Hom. sobre Ana, 1).
     Mirar a la asamblea santa es descubrir el Cuerpo de Cristo, variado en sus miembros, cohesionado y unido por el Espíritu Santo para los santos misterios. Se trata, claro está, de una mirada de fe y no meramente sociológica. No es una suma de individuos, aislados entre sí, para cumplir cada uno su piedad particular. Es la Iglesia convocada, toda ella, Cuerpo místico del Señor. Es el gozo de vivir el misterio de la Iglesia –celeste, peregrina y purgante- y ser miembro vivo de ella:
    “Abandonémonos sin temor alguno a la alegría de la asamblea festiva… ¡Vayamos a la Iglesia! Encontraremos allí no a tal o cual amigo, sino a unos hermanos y a unos padres tan numerosos y tan excelentes que toda tristeza quedará olvidada. A la tristeza sucederá la plena alegría, porque Cristo mismo, los santos apóstoles y los profetas estarán de medio de nosotros” (S. Juan Crisóstomo, In Genes., Serm. 6,1).
     Como las olas del mar, bellas al romper en la playa, con musicalidad incluso, así san Ambrosio compara a la Iglesia reunida en oración:
     “¿Con qué medios cuento para describir toda la belleza del mar que contempló el Creador? Y ¿para qué añadir más palabras? ¿Qué otra cosa es ese canto de las olas, sino una especie de canto del pueblo?
            Por eso está bien comparar a menudo el mar con la Iglesia. Ésta, al ingresar al principio el pueblo en tromba, vomita olas por todas las entradas; después, durante la oración de toda la comunidad, suena como el reflujo de la marea, mientras con las respuestas a los salmos el canto unísono de los hombres, las mujeres, las vírgenes, los niños, hace el efecto del romper de las olas” (Hexameron, III, 5, 23).
      ¡Qué belleza sin duda! Todos cantando las respuestas a los salmos, no callados y dejando que sea un coro quien responda; no pasivamente, recogidos rezando sus piadosas devociones, sino cantando juntos. Es la fuerza orante de la Iglesia reunida, una sola voz con multitud de almas: “No me digáis: ‘¿Es que no puedo orar en mi casa?’ Sin duda, podéis orar allí: pero vuestra oración tiene más poder cuando estáis unidos con los demás miembros, cuando el Cuerpo entero de la Iglesia eleva al cielo su oración con un solo corazón, estando los sacerdotes presentes para ofrecer los deseos de la multitud reunida” (S. Juan Crisóstomo, Sobre la oscuridad de los profetas, Hom. 2,4).
     ¡Esplendor y belleza de la liturgia! Y esta santa asamblea la componen todos los miembros del pueblo cristiano: hombres, mujeres, vírgenes, niños… ¡todos!
    Esto se reflejaba en la distribución ordenada a la hora de la liturgia en el templo cristiano que los diáconos cuidaban.
Valga el testimonio de las Constituciones Apostólicas, del siglo IV:
 “Cuando reúnas a la Iglesia de Dios [se le dice al obispo], como piloto de un gran navío ordena que las asambleas se realicen con sensatez, instruyendo a los diáconos, como si fueran marineros, para que asignen los lugares a los hermanos con todo cuidado y dignidad, como si fueran pasajeros.
En primer lugar, la casa sea alargada, situada hacia oriente, con dos pastoforios hacia oriente a cada uno de los lados, de modo que se asemeje a una nave. En medio esté situado el trono del obispo, siéntese a cada uno de los lados del presbiterio, y los diáconos estén atentos, vestidos con una túnica más amplia, pues son semejantes a los marineros y jefes de remeros. Bajo la vigilancia de éstos, los laicos siéntense en la otra parte con todo orden y silencio, las mujeres aparte, y éstas siéntense en silencio.
El lector, en medio, de pie sobre un lugar elevado lea los libros de Moisés y de Josué… Una vez que se hayan hecho las lecturas de dos en dos, otro cantará los Salmos de David, y el pueblo responderá cantando los estribillos. Después de esto, sean leídos nuestros Hechos y las Cartas de nuestro colaborador Pablo, las cuales envió a las Iglesias por consejo del Espíritu Santo.
Después un presbítero o un diácono lea los Evangelios, los que yo, Mateo, y Juan os hemos transmitido, y los que Lucas y Marcos, colaboradores de Pablo, recogieron y os entregaron.
Y cuando sea leído el Evangelio, todos los presbíteros, los diáconos y todo el pueblo permanezcan de pie con gran silencio, pues está escrito: ‘Calla y escucha, Israel’; y de nuevo: ‘Tú mantente en pie y escucha’.
A continuación, los presbíteros, uno tras otro, pero no todos, exhorten al pueblo, y, finalmente, el obispo de todos, que se asemeja a un piloto.
Los porteros permanezcan en las puertas de los hombres para guardarlas; las diaconisas, en las de las mujeres, a la manera de los marineros que se ocupan de los pasajeros, pues en la Tienda del Testimonio se seguía el mismo modelo.
Si uno se encuentra sentado fuera de su lugar, sea advertido por el diácono en cuanto timonel, y conducido al lugar que le corresponde.
En efecto, la Iglesia no sólo se asemeja a una nave, sino también a un redil, pues los pastores colocan a cada uno de los animales, me refiero a las cabras y a las ovejas, según su especie y edad, y cada uno de ellos se encuentra con los suyos. Así también, en la Iglesia, los jóvenes siéntense aparte si el lugar lo permite; si no, permanecerán de pie. Las personas de edad avanzada siéntense en el lugar correspondiente, y los padres y las madres mantendrán junto a sí a los niños que están de pie. Las jóvenes también se sentarán aparte si el lugar lo permite; si no, se colocarán detrás de las mujeres. Las mujeres casadas y con hijos permanecerán en su propio lugar. Las vírgenes, las viudas y las ancianas estén de pie o sentadas por delante de las demás.
Sea el diácono quien se ocupe de los puestos, para que cada uno de los que entran ocupe su lugar propio y no se sienten junto a la entrada. El diácono vigile asimismo al pueblo, para que ninguno cuchichee ni dé cabezadas ni se ría ni gesticule, porque es necesario permanecer en la Iglesia con atención, sobriedad y vigilancia, con el oído pegado a la Palabra del Señor” (Const. Apost., II, 57, 2-13).
     ASÍ ES LA IGLESIA CONVOCADA.
      Sin embargo, “lo pastoral” es siempre una etiqueta y excusa que se usa para todo y que también algunos aplicaron a la liturgia. Por “pastoral”, la asamblea santa, un pueblo tan diverso, se quiso homogeneizar y celebrar Misas según las distintas edades o los distintos grupos. Así surgieron –decían que era “más pastoral”- las Misas “de” niños, las Misas “de” jóvenes, etc. O, incomprensible, la “Misa de las familias”. Todo se vertebraba como si fuera una inmensa catequesis y la liturgia fuera el pretexto para una serie de moniciones, explicaciones, e incluso variaciones en la liturgia “adaptadas” a niños, a jóvenes, a familias. Éstos debían convertirse en protagonistas, teniendo cada cual un papel que leer, o una ofrenda que llevar, o haciendo algo delante de los demás. Sumemos a esto las “homilías dialogadas”, como si todo fuese una puesta en común, una ronda de opiniones y experiencias…
      El fracaso pastoral fue absoluto: ¿cuántas generaciones de esos niños siguieron viviendo la fe en la Misa de todos, la Misa de la Iglesia, cuando fueron creciendo? ¿Cuántos de esos jóvenes que tenían sus Misas juveniles en salones crecieron luego y se incorporaron a la gran Iglesia con todos sus hermanos? ¡Si bien sabemos el nulo resultado de esta “pastoral”! Porque no conducía a la liturgia, a la vida sacramental, sino que tomaba la liturgia como pretexto catequético y lúdico.
   Mil veces más prefiero, porque es más eclesial, la celebración de la Misa que engloba a todos los católicos, a todo el pueblo santo, sin grupúsculos en función de lo “pastoral”, sino integrador: niños con sus padres, los jóvenes, los ancianos, los matrimonios, los consagrados de vida activa, más los ministerios: lectores y acólitos, el coro, etc. Esa es la riqueza de la Iglesia santa y esa variedad de miembros sí forman el Cuerpo de Cristo, visibilizado, mejor que las Misas “de”.
  “Por esto en domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos pequeños: no se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales les falte el necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad eclesial” (Juan Pablo II, Dies Domini, 36).
 HAY QUE PROMOVER LA UNIDAD DE LA GRAN ASAMBLEA ECLESIAL (PARROQUIAL, DOMINICAL) Y NO SU DISPERSIÓN SISTEMÁTICA EN PEQUEÑOS GRUPOS:
   “Una situación muy distinta es la que se da en algunas circunstancias pastorales en las que, precisamente para lograr una participación más consciente, activa y fructuosa, se favorecen las celebraciones en pequeños grupos. Aun reconociendo el valor formativo que tienen estas iniciativas, conviene precisar que han de estar en armonía con el conjunto del proyecto pastoral de la diócesis. En efecto, dichas experiencias perderían su carácter pedagógico si se las considerara como antagonistas o paralelas con respecto a la vida de la Iglesia particular. A este propósito, el Sínodo ha subrayado algunos criterios a los que es preciso atenerse: los grupos pequeños han de servir para unificar la comunidad parroquial, no para fragmentarla; esto se debe evaluar en la praxis concreta; estos grupos tienen que favorecer la participación fructuosa de toda la asamblea y preservar en lo posible la unidad de la vida litúrgica de cada familia” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 63).
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Y algo de actualidad que ratifica lo dicho.
Ahora, con la epidemia del coronavirus, todos en casa participando de la Misa dominical (o diaria incluso) por video, Internet, facebook, youtube, etc. Y participan todos en el salón de casa: los padres y sus hijos, y éstos viven la Misa, y si algo no entienden o se aburren ya se lo explicarán sus padres, pero no hay que hacer una Misa “para", sino enseñarlos desde pequeños -y en eso los padres son fundamentales- para ver normal celebrar la Misa dominical todos juntos, la Misa, sin más adjetivos ("de niños", “de jóvenes", “de familias"….).
Una sola Misa dominical, bien celebrada, solemne, siguiendo las rúbricas de la liturgia, donde todos están, del mayor al más pequeño, de anciano al niño…. miembros del mismo Cuerpo místico.
La buena voluntad de tanto “pastoralista” no se ve refrendada, desde hace años, con ningún fruto. Pues aprendamos la lección: una Misa dominical y todos unidos.
Javier Sánchez Martínez

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