viernes, 29 de octubre de 2021

ESTE ES EL TEATRO DE LAODICEA

 El séptimo día de viaje llegamos a Hierápolis. Una gran ciudad con aguas termales, en la que el teatro era llamativamente grande. Subimos a la iglesia en la que la tradición dice que estuvo enterrado el apóstol Felipe. De la iglesia solo quedaban un metro o dos de los fundamentos de los muros. Pero su perímetro y partes eran perfectamente identificables.

Nos dirigimos después a Laodicea. Más pequeña que Hierápolis, pero, para mi gusto, mucho más impresionante. En Hierápolis los magnos edificios estaban lejos unos de otros. Las construcciones se veían rodeadas de grandes vacíos. Mientras que en Laodicea el entero centro de la ciudad, con sus calles y edificios, aparecía completamente identificable. Nunca he visto una ciudad griega de la Antigüedad en la que se evidenciara con más claridad cómo debía ser pasear por sus calles y entre sus edificios. He dicho “ciudad griega”. Por supuesto que el caso de Pompeya y Herculano es distinto. Pero paseando por Laodicea me di cuenta el carácter tan diverso que tenía el centro de una ciudad griega respecto a una ciudad romana. Laodicea tenía un uso masivo del mármol blanco y su centro urbano era realmente monumental en el sentido de que sus edificios institucionales y religiosos parecían ocupar todo ese centro. No parecía haber una mezcla de negocios y viviendas como en las ciudades romanas. Por lo menos, esa fue la impresión que tuve a simple vista. El centro de esa ciudad era como una pequeña acrópolis ateniense. Alrededor de ese “corazón” se extendía una población de unos 50 000 habitantes como mínimo. Pero cuyos edificios de madera y ladrillo sí que deben haber sucumbido a los embates del tiempo.

La iglesia de Laodicea era, sencillamente, impresionante por sus dimensiones y solemnidad: su baptisterio, sus gradas en el ábside para el clero, las naves laterales, su atrio. El templo con todas sus partes aparecía ante nuestros ojos con claridad. Hice propósito de leer con calma los cánones del concilio que tuvo lugar en esa ciudad.

Decidimos celebrar en el hotel pues la mañana se había alargado en exceso. No tenía sentido almorzar a las cinco de la tarde.

El hotel tenía un impresionante buffet. Cenamos durante dos días de un modo regio. Yo lo que más comí de primer plato fueron aceitunas. Sobre todo, unas negras, arrugadas, pequeñas y amargas, exactamente como las de Buera, el pueblo de mis abuelos. Aunque reconozco que las de Huesca eran más amargas.

Seguirá mañana.

P. FORTEA

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