lunes, 20 de mayo de 2019

JESÚS NOS ENVIÓ ANTES DE ASCENDER AL CIELO


No pensaba hacerlo, pero os voy a compartir un episodio que he vivido esta semana. No voy a decir ni el día ni el lugar. Pero es un hecho que me ha impactado enormemente.

Fui a ver a un sacerdote. Aunque somos 150 sacerdotes en mi diócesis, para evitar especulaciones, diré que este es un sacerdote de fuera de Alcalá.

Sin embargo, a él lo conozco muy bien desde hace muchos años. Esta semana fui a verle. Le quería preguntar por su sacerdocio. O, mejor dicho, por la razón por la que se hizo sacerdote.

Estoy seguro de que él no tiene pecados contra el sexto mandamiento. Esto lo menciono porque, cuando hay problemas graves, casi siempre se piensa en faltas de este tipo. Pero no es este el caso.

Este caso es el de un individuo encerrado en su egoísmo. Tiene más fallos: siempre desencantado, siempre criticando, siempre pensando mal. Y después está el tema del dinero... Sin ninguna duda, no se queda ni con un solo euro que no sea suyo. Pero qué amor al dinero, impresionante.

Hoy, tras ciertas dudas, he ido a verlo. Movido solo por el deseo de hacerle pensar. Quería hacerle recapacitar. Pero nada. Desde el primer momento, hostilidad. También frialdad.

Yo había ido rezando y seguí rezando mientras hablaba con él. Hablando, a veces, se llega a alguna parte. En este caso, me daba cuenta de que prolongar la conversación solo iba a llevar a que se enfadara más y más.

En un momento dado, le he mirado, mientras él hablaba, yo estaba tranquilo, completamente sereno, pero sorprendido ante el espectáculo de su alma. No me he enfadado lo más mínimo, solo sentía yo tristeza.

Al final me ha dicho que si creía que todo era tan sencillo como que yo llegara a verle y que él iba a abrir su alma a mí, estaba muy equivocado. Lo cierto es que no había intentado tal cosa. Yo había llegado con la idea de recordarle el ideal que le llevó al seminario. pero no había ido con el propósito de que me abriera su alma.

Hay almas que son pozos profundos. Yo le miraba en silencio, dado que él hablaba. Bien sé lo aislado que se encuentra. No es nada fácil que algún otro sacerdote intente lo que intenté yo.

Cuando salí de su presencia, no sentía ningún enfado. Solo sentía que yo era una de las pocas personas que le podía ayudar y que había cerrado completamente las puertas a esa ayuda. Ya lo intenté hace años y reaccionó de la misma manera.

El libre albedrío. Todos piensan lo mismo de él. Él es el único que no se da cuenta. Lo tiene todo para ser feliz, pero seguirá bajo esa nube gris, nube de desencanto, que le lleva cubriendo desde hace años. Rezaré por él.

Cuando algún laico observa un defecto en un párroco y me preguntan si sería bueno decirle algo, siempre les contesto que sí: que, aunque al principio, se enfade, después la persona reflexiona. No os guardéis las cosas. Decídselas con cariño, con calma, con el solo deseo de ayudarle. He escrito estas líneas para que hagáis vosotros como he hecho yo. 

Y si no os atrevéis a decírselas de viva voz, hacedlo por carta. Y si no os atrevéis a firmar la carta, dejad una carta anónima. El párroco valorará una carta que le hable con cariño, aunque el que la escribió no se atreva a dar el nombre. Todos notamos cuándo alguien nos habla para herirnos y cuándo alguien habla con el único propósito de ayudarnos.

De la habitación donde estaba este presbítero me he marchado con tristeza, él se ha quedado rumiando sus malos sentimientos. No he visto su espíritu, pero he escuchado sus palabras. Y eran palabras... malas.

P. FORTEA

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