martes, 17 de julio de 2018

EL PODER DE LA CONFIANZA: SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER Y LAS MUJERES



Josemaría Escrivá se empeñó en sacar a las mujeres del papel secundario que se les asignaba, para contribuir así, de un modo positivo, a un mundo más justo y agradable. 
La teóloga Jutta Burggraf (+2010) pronunció en 2002 una conferencia sobre las aportaciones de san Josemaría al reconocimiento de la misión que las mujeres desempeñan en la sociedad.

A partir de textos del sacerdote, la profesora Burggraf expuso ante 300 personas algunas consideraciones sobre el valor idéntico de los sexos, la grandeza de cada persona, la promoción profesional de la mujer, el valor de las tareas del hogar, la cultura de la confianza, la liberación cristiana, etcétera.

Índice. Introducción − Valor idéntico de los sexos − Grandeza de cada persona − Promoción profesional de la mujer − El talento de la solidaridad − Las tareas del hogar − ¿Y los varones? − Más que justicia − Una cultura de la confianza − Liberación cristiana − Un desafío para nosotros.

INTRODUCCIÓN
¿Qué “imagen de la mujer” tuvo el fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer? Es una pregunta que me han hecho a veces, y sobre la que yo también he reflexionado con interés. Puedo decir, antes que nada, que estoy convencida de que este sacerdote sencillo y sonriente, que la mayoría de nosotros sólo conoce por las fotografías, fue uno de los grandes pioneros de la promoción de la dignidad y emancipación de las mujeres en todo el mundo[1].

Recuerdo una pequeña anécdota que me contaron una vez; ocurrió en 1960, en una casa en Roma. Varias chicas estaban viendo unas diapositivas con el Padre, como los miembros de la Obra llaman a su fundador. Eran diapositivas de Kenya; mostraron paisajes exóticos, puestas del sol impresionantes, fauna selvática… De pronto, sobre la pantalla se proyectó una imagen extraña, un bulto oscuro y plegado. ¿Qué era? ¿Un vegetal? ¿Un animal? ¿Un monstruo? En todo caso, parecía muy feo, hasta repulsivo. La que manejaba el proyector, graduó el artilugio del enfoque, para obtener más nitidez, y poco a poco, se pudo distinguir una figura humana, de piel negra y muy rugosa. Pero, ¿era hombre o mujer? Unas expresaron sus dudas, otras su sorpresa. En ese momento, en la penumbra de la sala, se pudo oír la voz de Escrivá, con fuerza y sentimiento: “Sea una mujer o sea un hombre, ¡es un alma!… Sólo por ella, valdría la pena ir a Kenya” [2].

VALOR IDÉNTICO DE LOS SEXOS
No fue la revolución feminista la que convenció a ese sacerdote español del valor idéntico de los sexos. Como Josemaría tenía una mente abierta y una fe viva y profunda, comprendía desde su juventud que el hombre y la mujer tienen exactamente la misma dignidad[3]. Ambos son inteligentes y libres; a ambos les fue confiado el cultivo de la tierra como tarea común, y ambos poseen una última y exclusiva relación inmediata con Dios. “Nadie es más que otro, ¡ninguno! −solía decir−. Cada uno de nosotros valemos lo mismo, valemos la sangre de Cristo”[4]. Y, como para subrayar esa verdad, exclamó en otra ocasión: “No quiero sino ayudar, por los caminos del espíritu, a la libertad y a la dignidad de cada persona. Ese es mi sueño” [5].

La posición de la mujer, por tanto, está al lado del varón, no es superior ni inferior a él. Perdonen que repita esa evidencia. Pero merece la atención considerar que Escrivá tuviera esto claro en un tiempo en el que las sociedades europeas apenas se habían despertado de otros sueños, un tanto distintos, románticos o pesados −¡según la perspectiva!−, en los que se esperaba de las mujeres poco más que sonreír a los varones, tocar el piano, hacer puntillas y aprender el Catecismo. Cuando el joven Josemaría estudiaba derecho en la Universidad de Zaragoza (1923-27), probablemente no había ninguna chica entre sus compañeros de curso; y cuando Dios le hizo ver que convendría admitir también a mujeres en el Opus Dei, en 1930, no existía todavía el sufragio femenino en España, ni en Francia, Italia, Suiza y muchos otros países[6]. A las mujeres de las clases medias y altas se les recomendaba vivamente atenerse a las “reglas de oro” que fray Luis de León había expuesto, en el siglo XVI, en su célebre libro “La perfecta casada” −obra que, todavía en la primera mitad del siglo XX, no pocas mujeres recibieron como regalo el día de su boda. Allí uno puede aprender cosas importantes sobre la condición femenina: “A la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios difíciles, sino para un solo oficio simple y doméstico; por tanto, les limitó el entender y por consiguiente las tasó las palabras y las razones” [7]. Una de las primeras mujeres que entró en contacto con la Obra, resume con sencillez: éramos todavía “hijas de familia” [8].

¡Y Josemaría Escrivá se dirigió justamente a estas hijas de familia! No las consideraba frágiles y de porcelana. No rehusó la labor con ellas. Con la energía y el optimismo que le caracterizaban, les enseñó a trabajar, y las chicas trabajaban duramente. Lo hicieron con alegría y eficacia, para gran sorpresa de muchos contemporáneos. Con este logro, por supuesto, no se agotó el afán de Josemaría. El joven sacerdote apenas había empezado a realizar su tarea. No se limitó a un grupo de “mujeres nobles”. Traspasó las fronteras que marcaban las clases sociales en aquellos tiempos; rompió esquemas y etiquetas. Sin miedo ni prejuicios de ningún tipo, entró en contacto con mujeres de todas las condiciones y edades. Fue a los barrios más pobres de Madrid, a los pueblos más desconocidos del Alto Aragón, a los centros de encuentro de las grandes ciudades. “De cien nos interesan cien,” solía decir, expresando sus ideales nobles. No quería restringir su labor pastoral a un grupo seleccionado, sino servir a todos los hombres y mujeres para que encontrasen los caminos hacia la felicidad: caminos nuevos, ciertamente, más allá de los antiguos moldes. En los años cincuenta, Escrivá tenía cierto “orgullo de padre” al comprobar que unas chicas del Opus Dei atravesaron Roma en una motocicleta.

GRANDEZA DE CADA PERSONA
A la altura de los tiempos en los que nos movemos, parece obvio (al menos en Occidente) que el varón y la mujer tienen el mismo rango, idéntica dignidad. Sin embargo, hasta hoy en día, no han desaparecido ni la prostitución ni la pornografía, ni otros intentos, más disimulados, que reducen el sexo femenino a su apariencia física. También hoy, la mujer es presentada, en ciertas propagandas y revistas, carteles, películas y novelas, y hasta en las organizaciones turísticas, como un ser que no es muy capaz intelectualmente, como elemento decorativo o de exhibición, como objeto del deseo masculino. La reacción a este esnobismo consiste, a veces, en que algunas mujeres se niegan a arreglarse y pintarse, y se liberan hasta tal punto del dictamen de la moda que prefieren ponerse los pantalones más viejos y raídos, antes que un vestido bonito. Quieren demostrar que son inteligentes y libres; quieren atraer por su espíritu, no por un cuerpo que es considerado como una mercancía. ¡Y nadie que tenga un mínimo de sensibilidad y entendimiento, podrá reprocharles eso! Es de agradecer que varias grandes compañías de aviación contraten como azafatas, desde algún tiempo, también a mujeres un poco mayores: francamente, ellas pueden servir la limonada con igual delicadeza y amabilidad que las chicas jóvenes, guapas y espabiladas.

Es cierto que se pueden observar algunos progresos; pero sigue siendo inquietante que, en grandes ámbitos de nuestras sociedades, no se respete a la mujer, incluso al comienzo del tercer milenio. De ahí se derivan humillaciones mucho mayores que aquellas otras causadas por injusticias políticas y sociales. Por una parte, se proclaman a voces los derechos fundamentales, pero por otra, se hiere a las mujeres en su ser más íntimo y profundo, poniéndolas al nivel de las cosas o de los animales brutos.

Josemaría Escrivá, en cambio, como cualquier auténtico cristiano, nunca actuaba así. No consideraba a las mujeres como objetos o muñecas, sino como seres humanos dotados de razón. Veía bullir la sangre de Cristo en cada una de ellas[9]. Con esta actitud de fondo no podía juzgar por las apariencias. Tenía plena conciencia de que se ofende y desprecia profundamente a una persona cuando se centra el interés exclusivamente en sus cualidades externas. En la Obra caben todos, solía decir: los altos y bajos, los gordos y flacos, “todos los que tienen un corazón grande”.

La primera mujer que se hizo miembro del Opus Dei era una persona enferma, moribunda[10]. El joven fundador la conoció a principios de los años treinta, cuando atendía a los pacientes de algunos grandes hospitales de Madrid. María Ignacia sufría una tuberculosis avanzada e incurable, y sumamente infecciosa. Todo esto no le importaba a Josemaría. No se fijó ni en el cuerpo gastado, ni en la piel marcada por los efectos de la luz ultravioleta de la lámpara de cuarzo, uno de los “remedios” antiguos contra la tuberculosis. Descubrió la belleza interior de una persona generosa, que maduraba por la aceptación serena del dolor. Y cuando aceptó a María Ignacia en la Obra, no tomó esta decisión, ciertamente, “a pesar” de su enfermedad. La aceptó tal como era, completamente, con su enfermedad, sus limitaciones y debilidades, y con su gran capacidad para amar. Escrivá comprendió que el sufrimiento de aquella mujer era mucho más eficaz que todas las organizaciones y actividades, que todo el brillo exterior. “Fue la fuerza para ir adelante”, explicó años después[11]. ¿Se puede demostrar mejor la dignidad de la persona humana, el valor de cada hombre, sea varón o mujer?

PROMOCIÓN PROFESIONAL DE LA MUJER
El fundador del Opus Dei era, para la sociedad y el mundo, “una voz crítica y a la vez amable, una voz correctora y, sin embargo estimulante” [12]. Su misión no consistía tanto en denunciar las estrecheces mentales de su época y todos los tiempos. Se empeñó más bien en sacar a las mujeres del papel secundario que se les asignaba, y contribuir así, de un modo positivo, a un mundo más justo y agradable.

“Emancipación” significaba para Escrivá abandono de las tradiciones represivas, de clichés y de prejuicios, y también de formas de vida que se habían vuelto estrangulantes. Se preocupaba por que las mujeres tuvieran acceso al mismo tipo de información que los hombres, a las mismas lecturas; que alcanzasen las mismas oportunidades y recibieran una sólida formación cultural y cristiana. Y esto, independientemente de que la profesión fuera una u otra, o la dedicación a ella mayor o menor. En 1951, cuando las mujeres universitarias todavía eran minorías bastante reducidas en España, proyectó el primer Plan de Estudios filosófico-teológicos para todos los miembros de la Obra, y quiso establecer los programas con la amplitud e intensidad de cualquier Universidad exigente.

Escrivá veía a la mujer en todos los caminos profesionales, en todas las encrucijadas del trabajo, y no sólo en las cuatro paredes de su propio hogar[13]. Tuvo esta mirada acertada antes que la filósofa francesa Simone de Beauvoir publicara su monografía clave El otro sexo (que suele considerarse como la “biblia” del feminismo)[14], y antes que la escritora americana Betty Friedan se hiciera famosa con su éxito mundial La mística femenina [15]. Es un consuelo comprobar que, también en la primera mitad del siglo XX, había personas sensatas que desenmascararon la tradicional imagen de la “mujer en casa” como un ideal burgués y nada cristiano. Según la visión cristiana del mundo, la mujer es llamada a rezar y trabajar, igual que el hombre. ¿Y dónde? Eso hay que verlo en cada caso concreto.

Hoy en día, las mujeres de la Obra se dedican a las más variadas profesiones y oficios: gerentes de empresa y asistentas de limpieza, policías y abogados, choferes de autobús, arquitectas, bailarinas y teólogas (esto, hasta el momento, es una novedad en algunos países). ¿Y cuál es el trabajo de más valor? Escrivá, realmente, no miró las apariencias. No se fijó tanto en lo que puede llamarse la “parte objetiva” del trabajo: la casa que se construye, el libro que se escribe, el pastel que se hace… Dio primacía a la dimensión subjetiva, a la actitud de fondo que mueve a una persona a moverse y esforzarse, apelando a la última razón escondida en lo más hondo de la conciencia. La pregunta clave, que enseñó a hacerse cada uno, es la siguiente: ¿a quién sirvo con mi trabajo?, ¿a mí o a los demás?, ¿a mí o a mi Dios? Se dirigía a lo más profundo del corazón humano, porque si queremos cambiar el mundo, hemos de partir precisamente desde ahí. Así repetía sin cansancio que el trabajo que tenía más valor era el que estaba realizado con más amor de Dios[16], sea el de una profesora de la Sorbona o el de una empleada que está fregando los platos en la cocina de un hotel perdido de una única estrella. Animó a todos a realizar el trabajo ordinario con alegría, haciendo de él un encuentro con Dios, cada día con un sentido nuevo, con una luz distinta, una vibración renovada. “Las obras del amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia”, solía afirmar[17]. Sobra decir que una persona que se empeña en trabajar por amor, cuidará de por sí el aspecto objetivo. Siendo cantante, se esforzará por cantar bien; siendo médico, empleará todos los medios que estén a su alcance para diagnosticar con acierto una enfermedad. Las catedrales medievales han sido construidas con mucho amor, y también con mucha geometría[18]. Es justamente el amor el que lleva a estudiar a fondo la geometría.

Con respecto a las mujeres, podemos hacer un primer resumen: el fundador de la Obra esperaba de ellas que tomasen su vida profesional realmente en serio, les animaba a aceptar responsabilidades de mayor envergadura y cargos de más difícil desempeño: no para “brillar” personalmente, sino para servir más y mejor, para amar con eficacia.

EL TALENTO DE LA SOLIDARIDAD
Ahora uno puede preguntarse: ¿Escrivá no veía ninguna diferencia entre el hombre y la mujer? ¿Trataba a todos por igual? La respuesta sólo puede ser un no redondo. Ese sacerdote experimentado, profundamente convencido del idéntico valor de todas las personas, se esforzaba por hacer justicia a cada una. Es justamente este afán por ser justo −y dar a cada uno lo que realmente necesita− el que nos lleva a descubrir las diferencias entre los seres humanos. Nos lleva también a aceptar que los varones y las mujeres, aunque compartan todo lo esencial en la común naturaleza humana, tienen, a veces, distintas sensibilidades y necesidades: experimentan el mundo de forma diferente, sienten, planean y reaccionan de manera desigual, lo que puede percibir cualquier persona realista[19]. Ignoro hasta qué punto esto sea algo innato o adquirido, si depende más de la naturaleza o de la cultura. En todo caso, aunque se deben las diferencias, sin duda, en buena parte a la educación y al entorno social, queda siempre un “resto” que no se puede negar sin hacer daño a las personas. Josemaría tomó en cuenta este “resto”; se preocupaba por una formación integral, por una emancipación equilibrada. “No te quitaba tus naturales tendencias”, decían sus amigos[20].

Entonces, ¿cuál es ese “resto” que señalará la diferencia fundamental entre los sexos? Es, sencillamente, la capacidad de ser padre o madre, con las cualidades que derivan de ella. Escrivá se refería, a veces, con cierto entusiasmo a la maternidad física, echando piropos a las guapas madres de familia, lo que puede extrañar a una mentalidad moderna occidental. Estoy segura de que no lo hacía por ingenuidad, como si desconociera los problemas graves que tienen que afrontar casi todas las familias, en todos los países; tampoco lo hacía por cortesía superficial. Ese modo de hablar y actuar brotó de una profunda fe cristiana. Josemaría creía firmemente que la paternidad humana es una colaboración directa con la creación divina: los padres actúan con Dios, de una manera misteriosa, al concebir un nuevo ser. Por eso, el amor matrimonial tiene tanta grandeza e importancia. Muestra la especial confianza y cercanía de Dios. Más aún, la mujer como madre es llamada a ser “lugar” de una intervención divina directísima. El nuevo ser es creado en ella, y le es confiado, en un comienzo, para que ella −primero dentro de sí− lo reciba, lo albergue y lo alimente. Sin duda, el embarazo está marcado, con frecuencia, por el esfuerzo y la fatiga; pero, ¿no es una distinción especial para la mujer poder sentir el amor creador divino hasta en la propia corporalidad?

De ninguna manera significa esto que la madre deba estar condenada a realizar “un trabajo de esclavos”, pese a que, para amplios círculos de la población occidental, parece estar demostrado. Si bien muchas mujeres experimentan el nacimiento de un niño como una carga, ello se debe, en parte, a la incomprensión del medio y, en parte, a estructuras sociales injustas. No obstante, no se trata de circunstancias que necesariamente deban acompañar la maternidad, sino de consecuencias de la debilidad humana. Por eso, subraya Escrivá, no se puede privar de la vida a un nuevo ser humano sólo por esas dificultades, más bien son esas dificultades las que deben ser suprimidas. Este es un desafío apremiante para todos los que se preocupan por la justicia en el mundo.

Pero la circunstancia de que una mujer pueda llegar a ser madre no significa que todas las mujeres deban serlo, ni que todas encuentren en la maternidad su felicidad. Escrivá consideraba también la dimensión espiritual de la feminidad, lo que antes se llamaba a veces “maternidad espiritual”, y hoy podríamos denominar quizá “el don de la solidaridad”. Constituye una determinada actitud básica que corresponde a la estructura física de la mujer y se ve fomentada por ésta. Así como durante el embarazo la mujer experimenta una cercanía única hacia el nuevo ser, así también su naturaleza favorece los contactos espontáneos con otras personas de su alrededor. La “maternidad espiritual” se traduce en una delicada sensibilidad frente a las necesidades y requerimientos de los demás, en la capacidad de darse cuenta de sus posibles conflictos interiores y de comprenderlos. Se la puede identificar, cuidadosamente, con una especial capacidad de amar[21]. Josemaría afirmaba que “la mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición…” [22].

El “don de la solidaridad” puede considerarse como la riqueza interior de la mujer. Consiste en el talento de descubrir a cada uno dentro de la masa, en medio del ajetreo del trabajo profesional; de no olvidar que las personas son más importantes que las cosas. Significa romper el anonimato, escuchar a los demás, tomar en serio sus preocupaciones, buscar caminos con ellos. A una mujer sencilla no le cuesta nada, normalmente, transmitir seguridad y crear una atmósfera en la que quienes la rodean puedan sentirse a gusto.

Escrivá alentaba a las mujeres a afirmar consciente y decididamente su diversidad: a descubrir, aceptar y desarrollar los propios talentos. En este contexto, les animaba también a cuidar el aspecto exterior. Las invitaciones, un tanto divertidas, que hacía a innumerables mujeres, a presentarse de un modo agradable, estaban lejos de cualquier culto al cuerpo; lejos también de querer reducir el sexo femenino a una función decorativa. Eran nada más que una muestra de que cuidaba el desarrollo sano de toda la persona, lo físico como lo espiritual; eran consejos prácticos de un Padre para aumentar la alegría de la vida y vivir la caridad con los más próximos; expresaban su amor a la armonía y la belleza. Si la emancipación fuera tan sólo una asimilación de la mujer al hombre, sería algo demasiado insípido y constituiría un empobrecimiento para el mundo. La vida perdería luz y calor, la convivencia perdería su especial atractivo. Hay que intentar algo mucho más valioso, más provechoso; pero también más difícil: la aceptación de la mujer en su diferencia, el desafío de ser mujer.

LAS TAREAS DEL HOGAR
Según estas premisas, Escrivá no veía ningún inconveniente en que algunas mujeres, dentro del Opus Dei, llevaran su preparación y competencia a las tareas del hogar, sintiéndose solidarias con millones de mujeres en todo el mundo. Pienso que, a medida que avanza la técnica, nos damos cada vez más cuenta de la gran importancia social que tienen esos quehaceres domésticos: canalizan la felicidad y el bienestar de toda la familia y, al fin y al cabo, hacen habitable nuestro mundo.

Justamente hoy en día, en que la mayoría de las personas realizan trabajos bastante estresantes en fábricas, empresas, administraciones, oficinas, supermercados y tiendas, necesitan un hogar que les espere a la vuelta. Y debe haber alguien que sepa crear ese hogar −ese espacio de convivencia humana−, tanto material como espiritualmente. Nuestra vida no consiste exclusivamente en el planteamiento de magníficos proyectos, sino en miles de pequeñeces sucesivas. Sin la superación de éstas tampoco se puede realizar nada  “grande” [23]. Algunas personas se encontrarían perdidas en el mundo, si no tuviesen a su lado a alguien que les ayudara a orientarse en la vida real. Además, para la serenidad de muchas personas −y no sólo de los niños− es importante que haya alguien que tenga tiempo, que no esté siempre agobiado y con cosas en la cabeza más importantes que el simple saber escuchar, tranquilizar, consolar o animar; hay que deshacer tensiones, amortiguar las desilusiones, compartir uno con otro los éxitos y discutir los problemas. ¡Qué bien, cuando existe para todo esto un punto de apoyo!

Josemaría era consciente de que cualquier tarea requiere una capacitación adecuada para realizarse de modo cabal. Por eso dio solidez a las profesiones del hogar. Puso en marcha muchas iniciativas culturales de reconocido prestigio, tanto en África como en Europa, en Australia como en América, para que se dote a estas profesionales de un acervo científico y técnico de alto nivel. Dispersos por los cinco continentes existen hoy centros de formación y escuelas de todas clases y condiciones, que se han creado para responder a las exigencias locales.

Con esto estaba lejos de aconsejar a que todas las mujeres vuelvan al “dulce hogar”. Pero quería que todas las personas tengan posibilidad de hacer libremente, y con cierta soltura, lo que creen que es bueno. Pienso que hemos discutido demasiado sobre el tema de si las mujeres son distintas de los hombres y hasta qué punto lo son. En primer lugar, cada persona es diferente del resto. A cada una se le debe dar la posibilidad de realizarse sin violencias, de ser feliz y de hacer felices a los demás, indistintamente de su modo de vida, posición o trabajo. En la actualidad, ya nadie pone en duda que también las mujeres son capaces de dedicarse a la técnica electrónica. Pero esto no quiere decir que a todas les guste el internet. “La mujer emancipada es empresaria, quizá también arquitecto u oficinista, pero siempre fuera de casa”, así reza el nuevo dogma. ¿Pero, por qué la mujer emancipada no ha de ser madre de una familia numerosa, siempre que la emancipación se entienda como un proceso de madurez conseguido? Cuando una mujer prefiere hacer pasteles, chaquetas de punto, jugar con sus hijos y procura hacer de su casa un hogar agradable, esto no quiere decir que se haya quedado resignada a las expectativas que tenían en el siglo XIX. Simplemente significa que lo que para ella es importante no lo es para las que la critican. En primer lugar, no es importante lo que la persona hace sino cómo lo hace. Ni el trabajo ni la familia son soluciones en sí mismas para los problemas individuales o sociales, y ambos conllevan ventajas y riesgos.

No quiero glorificar los trabajos del hogar; ciertamente, cualquier profesión es un reto para hacer el bien. Pero puedo decir que he descubierto, en mi familia natural y en el Opus Dei, el gran valor escondido de esas tareas. Como se realizan casi siempre en oculto −sin compensaciones especiales ni comprobaciones públicas−, pueden llevar a las personas que se dedican a ellas hasta una madurez extraordinaria. “Tenéis un lugar especial… en el corazón de Dios”, les decía a veces el fundador de la Obra[24]. Los trabajos domésticos pueden ayudar a desarrollar, de modo especial, la capacidad de estar ahí, libremente, para los demás. Como constituyen una ocasión para hacer innumerables sacrificios (sean grandes o pequeños), pueden aumentar enormemente la capacidad de amar de quienes los realizan; pueden fomentar la disposición de darse a los demás, sin esperar nada a cambio. Así, esos trabajos, aparentemente tan monótonos, son la fuente secreta de la felicidad y eficacia de toda una familia.

¿Y LOS VARONES?
Parece que ahora se ha despertado en nosotros un sano feminismo, que hemos cultivado casi todos, en las últimas décadas. Ante esa situación nos podemos preguntar: ¿y qué pasa con los varones? ¿No conviene que ellos también se entreguen a los trabajos del hogar? ¿Que aprovechen esa ocasión estupenda para aprender a amar? Creo que Escrivá no tenía nada en contra de esto, al revés. Animó constantemente a todas las personas a pensar en los demás, a ayudarse mutuamente. A los chicos que estaban viviendo en su casa en Roma, para recibir una formación más intensa, les dijo en una ocasión: “Aquí no formamos superhombres. ¡No os vais por ahí a mandar!… Vais a servir. Vais a ser los últimos. Vais a poner el corazón en el suelo, para que los demás pisen blando” 25]. Además, cuando en los años cincuenta, unos de estos chicos consiguieron por fin un piano largamente ansiado, Josemaría les animó a regalar este objeto tan precioso a las chicas que les ayudaban en la administración doméstica[26]. Y no faltaron los momentos en los que él mismo, siendo un venerado monseñor, acercó las fuentes de la comida a una de aquellas buenas cocineras, mientras decía con una sonrisa: “¡Hoy me toca servir a mí!” [27]

El amor auténtico se expresa en innumerables gestos pequeños y rara vez en grandes actos. Considerando que la mujer tiene una relación especial con la vida en su comienzo, se suele deducir que por eso, en cierta medida, parece ser más fácil para ella expresar el amor de forma concreta. El hombre, en cambio, guarda por naturaleza una distancia mayor hacia la vida; por esta razón se dice que puede (y debe) aprender mucho de la mujer.

Me parece que ese planteamiento tradicional también hoy en día tiene cierta validez; pero tenemos que hacer dos precisiones. Por un lado, las mujeres, evidentemente, no son siempre suaves y abnegadas. No todas ellas han desarrollado su talento hacia la solidaridad, ni mucho menos. Aquí hay grandes retos para la formación, de ambos sexos.

Por otro lado, en el caso concreto, un varón puede tener mucha más sensibilidad para captar lo que va bien a una persona que la mayoría de las mujeres. El mismo Josemaría Escrivá era uno de estos hombres, muy atento a las pequeñas y prosaicas necesidades de los demás. Cuando, por ejemplo, las primeras japonesas del Opus Dei llegaron a Roma, encarecía a que se las tratase con delicadeza exquisita: que se les facilitase la adaptación al clima, a las comidas, al idioma, a las costumbres del nuevo país…[28]. Recuerdo otra anécdota que relató un señor, miembro de la Obra, que vivía en la casa del fundador. Un buen día, ese señor amaneció con un grano en plena punta de la nariz. Durante toda la mañana −contaba−, si se encontró con dieciocho personas por la casa, los dieciocho, uno a uno, indefectiblemente, le informaron de que… ¡tenía un grano en la nariz! En algún momento pasó el Padre por donde él estaba trabajando. No le dijo nada. Al poco rato vino alguien con un tubo de pomada, comentando con pocas palabras: “de parte del Padre, para que te la pongas en ese grano” [29]. Ese es amor eficaz.

El fundador del Opus Dei servía y enseñaba a servir, tanto a varones como a mujeres, cada uno desde el sitio que le correspondía. Junto a esto, me parece importante hacer otra aclaración. Hay que tener en cuenta que el contexto socio-cultural en el que se desarrollaba la vida de Josemaría Escrivá, era muy distinto a la situación en la que nos encontramos hoy. Hace unas décadas, por ejemplo, un “amo de casa” era un fenómeno prácticamente desconocido. No podemos esperar del fundador que nos solucione todos los problemas concretos, con los que nos encontramos a lo largo de la historia. Nos compete a nosotros sacar las consecuencias prácticas de sus enseñanzas, tan ricas y, me parece, apenas comprendidas y menos aún realizadas en todo el mundo. Es lo que el actual prelado del Opus Dei está haciendo, con claridad y firmeza. Referente al tema que nos interesa, invita a los varones a “entrar” en el hogar, a compaginar la tensión entre familia y profesión como las mujeres; y apela a todos los que tienen buena voluntad a replantear ciertas formas de organización social y laboral, en favor de las mujeres casadas[30].

MÁS QUE JUSTICIA
Sin embargo, Josemaría Escrivá veía claramente que el empeño por hacer justicia es de vital importancia, pero no basta. Las reivindicaciones pueden crear un clima frío, de mutua desconfianza, rencores y venganza; pueden llevar hasta el odio. Una vida feliz sólo se logra, cuando se aprende a pedir perdón por los fallos propios, y se pide a Dios la gracia de perdonar los ajenos: cuando, en definitiva, se purifica la memoria y se vive en paz con el pasado. Lo más interesante siempre es lo que está delante de nosotros, en el futuro.

Realmente, cuando se concede a las mujeres nada más que la garantía de que se apliquen los derechos humanos también a ellas, se les da muy poco. Además, sabemos todos de sobra que hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es prácticamente imposible. Hace falta algo más. Muchas personas cuentan sus penas no sólo para que se busquen soluciones en el mundo exterior. Las comunican también porque buscan comprensión y cariño, orientación, aliento y consuelo. “Convenceos que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad”, afirmaba Escrivá. “Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo” [31]. Y Santo Tomás resumía escuetamente: “La justicia sin la misericordia es crueldad” [32]. Pienso que esa actitud, que antes se llamaba misericordia (y que hoy apenas mencionamos) es el núcleo de la “maternidad espiritual” o, si se quiere, es la moderna “solidaridad”, vista con cierta hondura. Implica darse cuenta de que cada persona necesita más amor que “merece”, es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. En cuanto tal es una disposición deseable para cualquier persona, de ambos sexos.

Josemaría Escrivá era una persona justa y, a la vez, profundamente misericordiosa. Se esforzaba por conceder a hombres y mujeres no solamente su derecho, sino mucho más. Les inculcó la confianza de ser muy queridos, de tener un inmenso valor, de tener grandes talentos y posibilidades. A las mujeres las llevaba a metas más altas que el mero “oponerse” a un mundo hostil. Les transmitía la convicción de que pueden transformar ese mundo que es suyo, pueden ser creativas y poner en marcha los proyectos más inauditos. El mundo será, en última instancia, lo que sean ellas. Escrivá sabía despertar grandes esperanzas e ilusiones en los demás. “Valencia nos parecía pequeña”, confiesa una de las primeras mujeres del Opus Dei del sur-este de España[33].

UNA CULTURA DE LA CONFIANZA
Josemaría difundió un clima de libertad y cariño en torno suyo, en el que la gente se sentía a gusto. “Siempre se interesaba por mi quehacer… Siempre positivo”, afirma la conocida periodista Covadonga O’Shea, contando un encuentro que tuvo con el Padre: “En un momento de entusiasmo, al escucharle, le pregunté cómo pensaba él que podría hacer mejor la revista en la que trabajaba. La respuesta fue inmediata y tajante; no me dejó lugar a dudas: ‘¡Con libertad!’, y siguió: ‘Yo no puedo, ni quiero, meterme en tu trabajo ni en la forma de hacerlo’. Además, no te daría un buen consejo, porque no entiendo de estos temas” [34].

Escrivá dejó ser a cada uno, relativizó las dificultades que nunca faltaban, y amó a los hombres y mujeres incluso con sus defectos. “Hay que aprender a reírse de sí mismo”, solía decir[35]. Descubrió lo que en cada persona hay de original, interesante y amable, y lo sacaba, gracias a su optimismo, su talento pedagógico y, quizá en primer lugar, su inmensa fe en la bondad de todas las criaturas.

Confiaba plenamente en las mujeres que se acercaron a su labor. No tenía siquiera reparo en transmitirles sus pensamientos más íntimos y personales[36]. Y las mujeres se lo agradecieron depositando una enorme confianza en él[37]. Muchas de ellas cruzaron el mundo para extender con su labor profesional la semilla de la fe. Desarrollaron todas sus capacidades humanas en las nuevas tierras. Llevaron a buen término los más diversos quehaceres, que no se pueden programar ni medir. Pusieron en marcha y en pleno funcionamiento innumerables residencias universitarias, centros culturales, escuelas de secretariado e idiomas, colegios, institutos de formación profesional, escuelas agrarias para campesinas. Se lanzaron a colaborar en Universidades y Magisterios. Escrivá no tuvo la menor duda de que trabajarían bien[38]. Pero lo impresionante es que logró transmitir esta seguridad al grupo que le siguió en los comienzos de la Obra: personas muy jóvenes, algunas antiguas hijas de familia, que apenas habían salido de su país. “Soñad y os quedaréis cortos”, les había dicho sencillamente[39]. Y les había orientado a poner su confianza no sólo en él, un “pobre hombre” [40], sino, en último término, en el mismo Dios[41], quien no deja solos a los que se esfuerzan por dar testimonio de su amor.

LIBERACIÓN CRISTIANA
Josemaría Escrivá era un contemporáneo inquieto en su afán de llevar la Buena Nueva del cristianismo a todos los hombres, un sacerdote al que los caminos usuales le parecían insuficientes. No se cansaba de proclamar que la emancipación auténtica se consigue por la fe cristiana. Es Cristo quien nos trae la liberación de todas las estrecheces y rigideces que pueden pesarnos. Pero sobre todo nos libera del pecado y de la culpa que en definitiva nos pueden llegar a corroer y a destruir mucho más profundamente que los hechos externos. Cualquier carga que nos apesadumbre interiormente, nos desmoralice o nos hiera, Dios nos la quita si pedimos perdón. Entonces, cada persona puede experimentar que es un ser muy amado, y es aceptado también con sus debilidades, con sus errores y limitaciones.

En este marco, profundamente religioso, se sitúa lo que Josemaría Escrivá hacía a favor de las mujeres. Realmente, las promocionaba sin cesar, pero buscaba mucho más que una simple mejora de su vida social. Tenía la esperanza de que la gracia divina tocase el corazón de cada persona que trataba, que cada una de ellas pudiese experimentar el efecto liberador del mensaje cristiano, desarrollar sus capacidades y emplearlas para salir, ella misma, de la oscuridad a la luz, llevando la Buena Nueva a los demás. De este modo, el fundador del Opus Dei impulsaba caminos de justicia y de paz entre las naciones, sin disputar excesivamente sobre las grandes cuestiones feministas que revolucionaron nuestras sociedades. La mujer en cuanto tal no era un problema para él. La razón para ello puede encontrarse, quizá, en el hecho de que estaba rodeado, desde su más tierna infancia, de algunas mujeres fuertes (su madre y su hermana Carmen) que, según yo sepa, no tenían dificultades para aceptarse como personas humanas, y además femeninas. Pero esto me parece ser un tema para otro estudio.

UN DESAFÍO PARA NOSOTROS
Me gustaría terminar aclarando una cosa. Escrivá fue llamado “un hombre nuevo para los nuevos tiempos” [42]. Esta expresión del filósofo Cornelio Fabro es un tanto compleja. El fundador de la Obra era, ciertamente, un hombre nuevo en cuanto que era un hombre de Dios. La gracia divina es siempre original: da juventud, ilusión y vitalidad. Y este sacerdote sonriente nos ha mostrado un camino para los nuevos tiempos, en cuanto que ha recordado, con fuerza, la Buena Nueva de Cristo, que es un mensaje siempre actual. Aunque todos los hombres se conviertan un día en astronautas, siempre habrá necesidad de sentirse amado y amar, de pedir perdón y perdonar, de encontrar el sentido completo de la existencia, que da la mayor seguridad que se puede encontrar en nuestro planeta.

El Padre nos ha abierto el horizonte de un mar sin orillas. Sin embargo, no quiso ni pudo darnos soluciones hechas para los problemas concretos de los nuevos tiempos. Nunca quería ser “modelo de nada” [43]. Por esto, compete a nosotros, sus hijas e hijos, encontrar esas soluciones, para cada época por las que estamos atravesando. Compete a nosotros, hoy, empeñarnos en que se reconozca la plena dignidad de la persona en todo el mundo, y que la mujer, por fin, deje de ser un “tema”, un tema espinoso[44]. Para lograr eso, nos conviene profundizar en el espíritu de ese soñador realista, tener en cuenta sus visiones amplias, inspirarnos en su entusiasmo y su audacia. Tenemos que seguir caminando; tenemos que avanzar, y optar, como él, también hoy, por los pobres y por los ricos, por los sanos y enfermos, por los hombres y mujeres que encontremos en nuestro camino: con alegría, con la divina capacidad de realizar lo costoso con toda sencillez, sin darle mayor importancia.

Poco antes de su muerte, Escrivá dijo a un grupo de mujeres: “Si seguís correspondiendo, haréis una gran labor… (yendo por todo el mundo): tantos millones y millones que no conocen todavía a Nuestro Señor…, y son hijos de Dios como nosotros, y si conocieran a Dios, serían cien veces mejores que nosotros” [45]. Sólo para ayudar a una única persona humana, valdría la pena ir a Kenya.

[1] Ciertamente, había contemporáneos del fundador del Opus Dei que tenían ideas igualmente renovadoras acerca de la mujer; así, por ejemplo, el beato P. Poveda. Pero como queremos, aquí y ahora, conocer más a Escrivá, me limito a hablar de él.
[2] Cf. Testimonio de Helena SERRANO, Archivo General de la Prelatura (= AGP), Registro Histórico del Fundador (= RHF; ambos en Roma, Bruno Buozzi 73, y Madrid, Diego de León 14), T-04641; cit. en Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, Barcelona 1996, pp.131s.
[3] Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Conversaciones, n.87; entrevista con Pilar Salcedo, publicada en Telva, 1-II-1968.
[4] AGP, RHF 21159, p.936.
[5] Cf. Manuel AZNAR: Amigo de la libertad, en: Así le vieron. Testimonios sobre Mons. Escrivá de Balaguer, ed. por Rafael SERRANO, 2ª ed., Madrid 1992, p.26.
[6] Poco antes, las mujeres habían obtenido el derecho al voto en Inglaterra y Alemania (ambas en 1918), Suecia (1919), Estados Unidos (1920), Polonia (1923) y otros países. Lo obtuvieron más tarde en España (1931), Francia e Italia (ambas en 1945), Canadá (1948), Japón (1950), México (1953) y Suiza (1971). Cf. la tabla cronológica en Gloria SOLÉ ROMEO: Historia del feminismo. Siglos XIX y XX, Pamplona 1995, p.91.
[7] LUIS DE LEÓN: La perfecta casada (1561), en Obras completas castellanas, ed. por Félix GARCÍA, Madrid 1951, p.220. Cf. la interpretación crítica de Blanca CASTILLA Y CORTAZAR: Arquetipo de la feminidad en “La perfecta casada” de fray Luis de León, en “Revista agustiniana” 35 (1994), pp.135-170.
[8] Natividad GONZÁLEZ FORTÚN, cit. en Ana SASTRE: Tiempo de caminar, 2ª ed. Madrid 1990, p.103.
[9] Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n.80; AGP, RHF 21166, p.63.
[10] Cf. José Miguel CEJAS: María Ignacia García Escobar. Una mujer del Opus Dei, Madrid 1992.
[11] Cit. en José Miguel CEJAS: María Ignacia García Escobar. Una mujer del Opus Dei, cit., p.15.
[12] José MORALES: La práctica del cristianismo en “Surco”, en: La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona 1994, p.215.
[13] Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Carta, 29-VII-1965: “Desempeñáis… toda clase de cargos profesionales, sociales, políticos.” IDEM: Conversaciones, cit., n.90: “Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles”.
[14] Cf. Simone de BEAUVOIR: Le deuxième sexe. La obra apareció por primera vez en 1949, en Paris.
[15] Cf. Betty FRIEDAN: The Feminin Mystique. El original se publicó en 1963.
[16] Cf. el testimonio de Marlies KÜCKING, en: Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.251. Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit., p.308.
[17] Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, cit. por Alfredo LÓPEZ: Estuve cerca de Monseñor Escrivá, en: Así le vieron, cit., p.128.
[18] Cf. Albino LUCIANI: Buscando a Dios en el trabajo ordinario, en Así le vieron, cit., p.17.
[19] Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Conversaciones: “Lo específico no viene dado tanto por la tarea o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa función, por los matices que su condición de mujer encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas”. cit., n.90.
[20] Alvaro DOMECQ: Un hombre que sabía querer, en Así le vieron, cit., pp.62s. Cf. Pedro ALTABELLA: Una amistad de 43 años, ibid., p.22.
[21] Cf. JUAN PABLO II: Carta apostólica Mulieris dignitatem (15-VIII-1988), n. 30.
[22] Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Conversaciones, cit., n.87.
[23] Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Carta, 29-VII-1965.
[24] Testimonio de Mercedes MORADO, AGP, RHF T-07902; cit. en Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.251.
[25] Cf. el testimonio de César ORTIZ-ECHAGÜE, AGP, RHF T-04694, en: Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.253.
[26] Cf. Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.241.
[27] Cf. el testimonio de Helena SERRANO, AGP, RHF T-04641, en: Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.253.
[28] Cf. Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.238.
[29] Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.231.
[30] Cf. Javier ECHEVARRÍA: Entrevista con Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, realizada por Patricia Mayorga, en “El Mercurio” (Chile), 21-I-1996; y en “Mundo Cristiano” (1996/3), n.410.
[31] Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Amigos de Dios, n.172.
[32] TOMÁS DE AQUINO: In Matth., 5,2.
[33] Cf. Desde aquel 14 de febrero, en “Iniciativas” (1999/9), p.55.
[34] Covadonga O’SHEA: La enseñanza que tuve la suerte de recibir, en: Así le vieron, cit., pp.163s.
[35] José Luis SORIA: Maestro de buen humor. El beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 3ª ed., Madrid 1994, p.107.
[36] Cf., por ejemplo, Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere, cit., p.83s; y el testimonio de Lourdes BANDEIRA VÁZQUEZ, RHF 4885, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit., p.266. Cuenta Paul Ourliac, miembro del Instituto de Francia: “Se llegaba a él con la inquietud que se tiene al tratar a un ser excepcional y, sin embargo, inspiraba confianza. Escuchaba, preguntaba…” Paul OURLIAC: Monseñor Escrivá de Balaguer y la Universidad, en Así le vieron, cit., p.171.
[37] Cf. los testimonios de María Dolores FISAC SERNA, RHF 4956; Enrica BOTELLA RADUÁN, RHF 4894; Encarnación ORTEGA PARDO, RHF 5074, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit., p.274.
[38] Cf. el testimonio de Kathleen PURCELL, RHF 5650, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit. p.469.
[39] Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Carta, 24-X-1942.
[40] Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Via crucis, prólogo.
[41] Cf. el testimonio de Encarnación ORTEGA PARDO, RHF 4894, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit. p.279.
[42] Esta expresión de Cornelio FABRO está recogida en el texto de Antonio MILLÁN-PUELLES: Un hombre que amó la libertad, en: Así le vieron, cit., p.146.
[43] Cf. Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere: “Cuántas veces, comentando de sí mismo que no es ‘modelo de nada’ y que ‘el único modelo es Jesucristo’, ha hecho una salvedad: ‘yo, si en algo puedo ponerme de ejemplo, es… de hombre que sabe querer’”. cit., p.230.
[44] Javier ECHEVARRÍA: Entrevista con Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, realizada por Patricia Mayorga, en “El Mercurio” (Chile), 21-I-1996; y en “Mundo Cristiano” (1996/3), n.410.
[45] Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, RHF 21164, p.241, en: Ana SASTRE: Tiempo de caminar, cit., pp.500s.

Escrito por Jutta Burggraf
Fuente: opusdei.es.
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