miércoles, 28 de febrero de 2024

MANUEL BILLI COOK EL NOVIO DEL PARQUE KENNEDY MIRAFLORES.

 La historia es real y tuvo como protagonista a un caballero enamorado, como gran ausente a su novia y como escenario el Parque Kennedy de Miraflores.

Algunos de nosotros lo hemos visto muchas veces, caminando en la misma esquina del parque frente al Haití, con su clavel en el ojal, elegantemente vestido esperando a la novia que nunca llegaría. Lo llamaban irrespetuosamente “el Loco del Parque”, aunque otros más comprensivos le decían “el Novio del Parque”.

A esta historia real se le agregaron algunos detalles imaginativos, para hacerle un homenaje a uno de los tantos personajes anónimos que han adornado la historia de Lima.

Manuel retornó a la misma hora en la que lo hacía cada tarde. Le dio un beso a su madre, colgó su saco en la percha y procedió a separar la ropa que se iba a poner para su cita diaria de las 6 de la tarde. Buen hijo y soltero empedernido, vestía siempre un impecable terno, un sombrero algo pasado de moda y unos zapatos impecablemente lustrados que el mismo se preocupaba de dejar sin mácula cada mañana y de no ensuciar innecesariamente durante el transcurso del día.

En una época en la que la ciudad entera se despanzurraba al ritmo del mambo y el pueblo perdía la cabeza por tener una foto de Mara la Salvaje, Anacaona y Betty di Roma, él permanecía inmutable a las costumbres en boga y evitaba las fiestas estridentes, los trajes chirriantes y cualquier manifestación mundana de modernidad o mal gusto.

Había heredado de su padre la tenida clásica en el vestir, la pulcritud de gestos y ademanes, la formalidad como un estilo de vida sereno e imperturbable. De su madre tenía el gesto afable, la palabra justa y un romanticismo rayano con lo espiritual que lo llevaba a perder la mirada cuando evocaba a la dulce Milagros, enamorada de años, novia reciente y futura esposa con quien estaba a punto de formar una nueva familia. Todos los días se veían a la misma hora, en el mismo parque, en la misma banca.

Luego de recibir la rosa especialmente escogida por Manuel en la florería de la calle Berlín daban paseos interminables por el Malecón en busca de la mejor vista del atardecer cuando la niebla invernal lo permitía, charlas animadas que mezclaban recuentos del día transcurrido con impacientes planes para la etapa venidera.

Tomados de la mano caminaban y soñaban, siendo mirados con cierta curiosidad y envidia por los habituales parroquianos de la zona quienes ya sabían del impostergable encuentro vespertino que se celebraba a diario: El muchacho del terno y la flor con la chica de vestido plisado.

Aquella tarde Manuel quería darle una sorpresa a Milagros. Por fin había conseguido una fecha en la iglesia que coincidía con la disponibilidad del sacerdote, con la hora deseada y con el periodo de vacaciones que le darían en el trabajo. Había planeado llevar a pasear a Milagros y luego invitarla a comer a fin de comunicarle en medio de la velada la buena noticia.

Para esto sacó su mejor traje, un terno de lanilla inglesa, que solo usaba en ocasiones especiales como intuía que iba a ser esta. Lo escobilló con dedicación y esmero, le aliso algunos flecos, saco una camisa de lino y se engomino el cabello como cada tarde, pasando el peine una y cien veces por cada hebra que estaba siendo alisada, verificando que todo estuviese en su sitio, perfecto, impecable, como Dios manda, es decir, como siempre.

Se despidió con el mismo beso en la frente de su madre y enrumbó hacia la florería. Escogió dos claveles color tornasol, le pareció que la ocasión ameritaba una flor especial y de inusual belleza. Recorrió los mismos pasos que lo llevarían al encuentro habitual, hasta podía responder, en caso de ser preguntado, cuantos pasos lo separaban de la florería hasta la banca del parque y el tiempo que demoraba en recorrerlos sin prisa pero sin pausa.

Llegó a la hora acostumbrada, cuando una tenue neblina se desparramaba por todo el lugar confirmando la plenitud de un invierno que prometía ser bastante crudo. Sintió un poco de frío y se sentó a esperar a Milagros, al final, eso no le importaba a Manuel, su amor estaba a prueba de estacionalidades, climas, malos tiempos y eventuales retrasos. Poco a poco la niebla fría de la tarde dio lugar a una pertinaz llovizna y a la oscuridad absoluta de la noche.

Milagros no aparecía, era bastante inusual su retraso. A veces se demoraba 5 minutos, una vez demoró diez por entretenerse comprando un presente para Manuel pero nunca habían transcurrido más de 45 minutos sin saber nada de ella. En su organizada y metódica rutina diaria ese lapso de tiempo era una eternidad, sobre todo si ella no aparecía sin razón aparente.

Al cabo de una hora decidió irla a buscar a su casa, una residencia solariega miraflorina que no estaba muy lejos del parque. Tocó la puerta y nadie atendió ni el timbre ni los golpes propinados a la vieja puerta de madera.

Completamente mojado a causa de la llovizna, con los claveles estrujados en un bolsillo del saco y presa de un nerviosismo que lo hacía mover nerviosamente la cabeza de un lado a otro sintió una mano firme que lo sujetó del brazo derecho y una voz gruesa que lo llamó por su nombre:

-“¡Manuel, debes acompañarme! Milagritos ha tenido un accidente y está en la clínica”.

Se dejó llevar por el familiar de Milagros, como si fuera un autómata, hacia una clínica cercana. Nada de esto podía ser cierto, debía tratarse de un error, pensaba dentro de sí. Fue conducido a una sala en donde estaban congregados los padres y demás familiares de ella. Todos lloraban, se abrazaban y el seguía sin entender nada.

Pudo escuchar, antes de nublar su vista y su mente, a alguien que le decía que tenía que ser fuerte, que todo había sido muy rápido, que Milagritos no había sufrido, que se entregó inconsciente en los brazos del señor.

Las tardes invernales discurrían apacibles en el parque miraflorino. Niños paseados por comedidas nanas, ancianos conversando con la mirada extraviada en épocas mejores, solo faltaba la pareja de novios que a fuerza de costumbre se habían convertido en una suerte de postal de las tardes de ese parque y que por un designio perverso habían desaparecido de un día para el otro.

Algunas semanas después, alguien notó que Manuel comenzó a llegar diariamente a la misma hora, a la misma banca, con la rosa en la mano y con la expresión expectante de alguien que espera ansiosamente la llegada de una persona muy querida. Se sentaba, impecablemente vestido, en la banca que había sabido ser albergue de sus cuitas con Milagros y durante 45 minutos exactos murmullaban palabras ininteligibles que nadie podía ni se atrevía a descifrar.

Su expresión era apacible, no dejaba de saludar a los que lo miraban con curiosidad ni de ser amable con las personas que lo reconocían y saludaban por su nombre. Cuando el tiempo se había cumplido, dejaba la rosa en la banca, se acomodaba el sombrero y desandaba sus pasos de regreso a casa, con la misma cadencia y sin ningún apuro especial por apresurar su retorno. Así lo hizo por 30 años más, según refieren los vecinos del lugar, en forma ininterrumpida.

Nadie se atrevía a tocar la rosa que dejaba aunque ninguno supo explicar porque la banca amanecía sin la flor a la mañana siguiente. En el último año se notaba que el deterioro físico de aquella persona anciana era evidente, pero el seguía en forma impertérrita fiel a la costumbre, al atuendo, a la hora y al ritual. Algunos muchachos se burlaban de él, Manuel solo les respondía con una comprensiva sonrisa, tan distante como lastimera.

Quedaban ya pocos testigos de lo sucedido décadas atrás y casi nadie parecía conocer a aquel anciano de sienes plateadas, mirada triste y ternos raídos que aparecía cada tarde llevando una rosa, farfullando frases inaudibles y cargando sobre sus hombros el peso de una nostalgia dolorosa e inacabable en la cual aquel hombre había encontrado una excusa para aferrarse a esta vida.

Una tarde Manuel faltó a la cita y los muchachos se preguntaron en forma displicente que habría pasado con el loco del parque. Al día siguiente tampoco apareció y nunca se supo nada más de él.

Nadie se llegó a enterar que había dejado de ir a la cita diaria del parque para acudir a ese llamado que lo reclamaba y que había estado esperando en forma casi silente y resignada durante más de tres décadas: La oportunidad de darle el encuentro finalmente – y para siempre - a Milagros.

Pepe Ladd, 18 de Julio del 2020.

Jorge Rivero

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