La Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen es un día de alegría: nuestra Madre es elevada a los cielos. Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha hecho patente que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios posee la verdadera fuerza, y su poder es bondad y amor.
Después de estar en la tierra,
primero cuidando de Jesús y luego velando por su Iglesia, María es recibida en
el cielo. Un santo muy mariano se imagina la escena así:
«Se
ha dormido la Madre de Dios. —Están alrededor de su lecho los doce Apóstoles. —Matías
sustituyó a Judas. Y nosotros, por gracia que todos respetan, estamos a su lado
también. Pero Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y alma, en la Gloria. —Y
la Corte celestial despliega todo su aparato, para agasajar a la Señora. —Tú y
yo —niños, al fin— tomamos la cola del espléndido manto azul de la Virgen, y
así podemos contemplar aquella maravilla.
La
Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la Hija, Madre y Esposa de Dios…
—Y es tanta la majestad de la Señora, que hace preguntar a los Ángeles: ¿Quién
es ésta?» (Santo Rosario, San Josemaría)
LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN Y UN POCO DE
HISTORIA
Se trata de una fiesta muy
antigua en la Iglesia, la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen
María fue fijada en el 15 de agosto en el siglo V, con el sentido de «Nacimiento al Cielo» o, en la más conocida en la
tradición bizantina, como la «Dormición» de Nuestra Señora.
Hay registros de que en Roma,
la fiesta se celebra desde muy pronto, ya a mediados del siglo VII, pero tuvo
que esperar hasta Pio XII que el 1 de noviembre de 1950 proclamó el dogma
dedicado a María asunta al cielo en cuerpo y alma.
Nos hacía reflexionar san Juan
Pablo II que el hecho de que María esté ya en el cielo en cuerpo y alma es para
nosotros un motivo de alegría, de felicidad, de esperanza. Una criatura de
Dios, María, ya está en el cielo: con ella y como ella estaremos también
nosotros, criaturas de Dios, un día.
Son bien bonitas las
palabras en que Pío XII definió el dogma:
«Después de
elevar a Dios repetidas súplicas y de haber invocado la luz del Espíritu de
Verdad, para la gloria de Dios Todopoderoso que otorgó a la Virgen María su
especial benevolencia en honor de Su Hijo, Rey Inmortal de los siglos y
vencedor del pecado y de la muerte, para mayor gloria de su augusta madre y
para alegría y regocijo de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor
Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra,
pronunciamos, declaramos y definimos como dogma revelado por Dios que: la
Inmaculada Madre de Dios, la siempre virgen María, habiendo completado el curso
de la vida terrena, fue asumida en cuerpo y alma a la gloria
celestial» (Munificentissimus Deu, Pío XII)
PARTIENDO DE LA LITURGIA
Ya que no tenemos un pasaje en
las Sagradas Escrituras del momento de la Asunción de la Santísima Virgen, la
liturgia nos presenta en la primera lectura el Apocalipsis la resplandeciente
imagen de nuestra Señora elevada al Cielo en la integridad del alma y del
cuerpo.
En el esplendor de la gloria
celestial brilla la Mujer que, en virtud de su humildad, se hizo grande ante el
Altísimo hasta el punto de que todas las generaciones la llamarán
bienaventurada. Cómo explica esta meditación.
El Salmo proclama el papel de
Reina de nuestra Madre: ¡De pie a tu
derecha está la Reina, Señor!, repetimos como respuesta al
Salmo 44. De hecho, después de 7 días de la Asunción, celebramos a María Reina.
Ahora se halla como Reina al lado de su Hijo, en la
felicidad eterna del paraíso y
desde las alturas contempla a sus hijos.
Con esta consoladora certeza,
nos dirigimos a Ella y la invocamos pidiéndole por sus hijos: por toda la Iglesia y por la humanidad entera. Para
que todos, imitándola en el fiel seguimiento de Cristo, lleguen a la patria
definitiva del cielo.
El Evangelio de esta
solemnidad nos sugiere que leamos el misterio de María a la luz del Magnificat:
el amor gratuito que se extiende de generación en generación y la predilección
por los últimos y los pobres encuentran en María su mejor fruto, su obra
maestra, un espejo en el que todo el pueblo de Dios puede mirar sus propios
rasgos.
SEGUIR A MARÍA
María es primicia de los
redimidos, es imagen de la Iglesia: por eso la Asunción es una gozosa
afirmación de esperanza. Por nuestra fe nosotros creemos que también nosotros y
el mundo en que vivimos caminamos hacia una transformación y glorificación como
la que ya ha sucedido primero en María.
Ella ha recibido ya el fruto
de su fe: dichosa tú, porque has creído. El Magnificat, su canto de fe en la
acción transformadora de Dios, alumbra nuestra fe y aumenta nuestra esperanza.
Ahora se sienta como Reina junto a su Hijo en la eterna beatitud del Paraíso, y
desde lo alto mira a sus hijos. Brilla hoy como Reina de todos nosotros
peregrinos hacia la gloria inmortal.
En Ella, llevada al Cielo, se
nos manifiesta el eterno destino que nos espera más allá del
misterio de la muerte: destino de felicidad plena en la gloria divina. Esta perspectiva sobrenatural
sostiene nuestro peregrinar cotidiano. María es nuestra maestra de vida. Mirándola comprendemos mejor el
valor relativo de las grandezas terrenas y el sentido pleno de nuestra vocación
cristiana.
María, desde su nacimiento
hasta su gloriosa Asunción a los Cielos, ha recorrido el largo itinerario de la
fe, de la esperanza y de la caridad. Virtudes que florecieron en un corazón
humilde y abandonado a la voluntad de Dios. Estas son las virtudes que el Señor
pide a todo creyente.
En esta lucha espiritual la
ayuda de María es a la Iglesia determinante para llegar a la victoria
definitiva sobre el mal. María es una madre solícita que apoya el esfuerzo de
los creyentes y los estimula a perseverar en su empeño.
Santa María siempre estuvo
ayudando a la Iglesia naciente, a cada uno de los apóstoles, pero sin hacer
ruido, sin llamar la atención. Así
llegó el día en que fue Asunta al Cielo y todos, incluidos tú y yo, fuimos a
despedirnos. No la hemos perdido, ahora la tenemos presente en cada
momento de nuestra vida. ¡Acude a Ella! Esta meditación será la guinda que termine este día.
Escrito por: Padre Juan Carlos Vásconez
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