Hoy podemos pensar un poco en los animales.
Por: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente: Catholic
net
Cuando el primer hombre apareció en la Tierra y
empezó a darse cuenta de las cosas, descubrió que junto a sí había hormigas y
ranas, alacranes y serpientes, corderos y caballos, elefantes y ratones.
Como él, nosotros también sabemos que existen millones de animales que
caminan a nuestro lado, que mueren bajo nuestros zapatos o que pueden
eliminarnos con un zarpazo en el cuello o un poco de veneno clavado por
sorpresa en un dedo de la mano...
No todos los animales nos resultan igualmente simpáticos. Un cachorro de perro
que nos lame la cara por las mañanas es más agradable que una babosa que
ensucia el suelo de la cocina. Un colibrí que se pasea entre las flores del
parque resulta más atractivo que un buitre que mete una y otra vez su cabeza en
el vientre de un caballo muerto. Un conejo blanco y caliente es más simpático
que el gato que a veces se deja acariciar y otras veces nos enseña sus uñas en
señal de pocos amigos. Los mosquitos no han perdido su mala fama, mientras que
las mariposas monarcas nos fascinan con su belleza y sus viajes desde las
lejanas tierras del Norte...
Por eso no es fácil pensar en los animales así, sin más. Son muy diferentes
unos de otros: domésticos y salvajes, herbívoros y
carnívoros, acuáticos y aéreos, escarabajos y jilgueros. Algunos viven
dentro de casa y otros en la lejana África. Hay animales que todavía no han
sido descubiertos, mientras que otros están en peligro de extinción.
Pero en todo lo que llevamos dicho hay un elemento común que es sumamente
importante a la hora de hablar de los animales: no podemos pensar en ellos sin
tocar nuestros sentimientos humanos. En otras palabras, hablar de los animales
es hacerlo desde nosotros mismos, desde nuestros gustos y temores, desde
nuestras esperanzas y tristezas, desde nuestro cariño o nuestro odio. No
podemos dejar de ser “antropocéntricos”: vemos a
los animales como si girasen a nuestro alrededor. Decimos algo de ellos
desde nuestra perspectiva. Por más que queramos, no podremos ver a los animales
como ellos se ven a sí mismos y como ellos nos ven a nosotros: el “error” de perspectiva es inevitable. Somos
hombres y lo vemos y pensamos todo en cuanto hombres...
Este fenómeno no es una limitación sino algo natural. El león valora a los
demás animales según su fuerza y su apetito: aquellos
que puede comer, aquellos que no le llenarán nunca el estómago y aquellos que
es mejor tener a distancia. Nosotros, para el león, somos a veces del
primer grupo y a veces del tercero... La hormiga no puede dejar de verlo todo
en función de su hormiguero, ni el jilguero se sentará un día para pensar en los
derechos de los demás pájaros ni para discutir quiénes son los que cantan mejor
que los demás.
Sin embargo, el hombre muchas veces quiere defender a los animales (al menos a
algunos), evitar que sufran, cuidarles en zoológicos o en casa, en el campo o en
la ciudad. En ocasiones, al caminar, evitamos aplastar a un gusano, o lanzamos
unos cacahuetes a una ardilla que nos mira llena de curiosidad y de hambre.
Junto a la orilla del lago nos gusta tirar comida a las carpas o a los charales
porque sabemos que son peces que recogen todo lo comestible que aparezca ante
sus ojos. Organizamos incluso sociedades en favor de los animales en peligro de
extinción, y no faltará quien nos grite con rabia si hemos arrojado piedras a
un perro sarnoso que se había acercado a nuestra casa.
La grandeza del hombre está en vivir como el rey de los animales y, a la vez,
en preocuparse por muchos de ellos. En el fondo, nos damos cuenta de que en
cada especie animal se encierra parte de un mosaico que no acabamos de
descifrar del todo. ¿Qué sería el mundo sin
changos, delfines y gaviotas? ¿Qué haríamos por las mañanas si no escuchásemos
el canto de los gallos y los ladridos de los perros? ¿Qué pasaría si un día las
lagartijas no tomasen el sol, las luciérnagas y los grillos no alegrasen la
noche y los tiburones no diesen un toque de emoción a nuestras costas?
El respeto y cariño que ofrecemos a muchos animales, en el fondo, depende del
amor que sentimos hacia nosotros mismos y hacia nuestros hijos. Amar a los
animales tiene sentido si sabemos amar y respetar al ser humano. Respetarme a
mí mismo y respetar a aquellos que viven a mi lado, a los que cuidan a los
caballos, a los que alimentan a los gorriones, a los niños que observan el
misterioso vuelo de un abejorro o el sistema de comunicación de las hormigas.
Tratar de modo cruel a un perro abandonado, despedazar a un lagarto o herir a
pedradas a una golondrina son señales de un corazón endurecido, incapaz de
descubrir la belleza y la armonía cósmica que vibra en cada animal que vive en
nuestro planeta, en cada forma de vida que comparte nuestro destino temporal.
Es cierto que nosotros somos “superiores” por
nuestra capacidad de pensar y de amar, de sacrificarnos y de servir a los
otros, también a los animales. Pero esta superioridad nunca debe convertirse en
motivo para el abuso o el embrutecimiento. Abusar de los animales puede ser la
señal de que antes se ha abusado de los hombres.
Por eso, el mejor camino para fomentar un sano respeto hacia los animales
consiste en promover el respeto al hombre, a cada hombre, desde su concepción
hasta su muerte.
Además, podríamos decir que es una forma de analfabetismo no descubrir la
función de cada animal ni respetar su papel en la Tierra, aunque parezca
miserable, como cuando los buitres limpian los bosques y desiertos de los
cadáveres que se descomponen. Se da un equilibrio maravilloso de vida y fuerza
entre los distintos tipos de animales, y hay que saberlo descubrir y respetar.
En ese equilibrio vivimos también nosotros, y dependemos de los animales mucho
más de lo que nos damos cuenta. A la vez, ellos también dependen mucho, mucho
de nosotros...
Hoy podemos pensar un poco en los animales. Vamos a tratarlos mejor, vamos a
respetar la riqueza de vida que nos rodea. Pero, sobre todo, vamos a respetar a
los demás seres humanos, hombres y mujeres que quieren nuestro cariño y nuestra
justicia. También ellos, los de hoy y los de mañana, querrán disfrutar de los
mil colores de esos animales que caminan a nuestro lado y hacen más bello y más
intenso nuestro recorrido terreno, mientras nos acercamos al encuentro de un
Dios que es, sobre todo, amante de la vida.
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