sábado, 5 de junio de 2021

UNA INDAGACIÓN FILOSÓFICA (Y FÍSICA) A LA MUERTE

Si algo ha marcado nuestras vidas durante el último año y medio es la presencia de la muerte, una muerte inesperada, amenazante y omnipresente. En ocasiones esa muerte de la que hablaban las noticias golpeaba cerca de nosotros: es el caso del añorado Javier Hernández-Pacheco. Es ya un tópico aquello de afirmar que el fallecido nos fue arrebatado demasiado pronto, pero en este caso cualquier momento hubiera sido prematuro, tan vital y buen conversador era Javier que resulta casi imposible imaginárselo declinante. Si yo, que le conocí algo, puedo afirmar esto, Francisco José Soler Gil, que le conoció profundamente, se ha visto impelido a escribir un libro, Al fin y al cabo, subtitulado precisamente «Reflexiones en la muerte de un amigo».

Estamos ante un libro de filosofía que reflexiona desapasionadamente (con sobriedad, como proclama Soler Gil) sobre la muerte: de modo ordenado, lógico, siguiendo un plan trazado que el propio autor nos desvela ya desde sus primeras páginas. Un libro que bien podría haber tomado uno de aquellos títulos que se ponían hace varios siglos y que constituían un resumen significativo de aquello que íbamos a encontrar, algo así como, por ejemplo, «Reflexiones e indagaciones sobre el asunto ineludible de la muerte, con un estudio sobre el hecho biológico, biográfico, social e individual, los modos en que ha sido explicado y su distinta verosimilitud, seguidas de un análisis acerca de la razonabilidad de la existencia de Dios y concluidas con unas aportaciones personales a cargo del filósofo Francisco José Soler Gil». Soy consciente de que este estilo ya no se lleva, pero permítanme dejar constancia de que si en un libro de hoy en día encaja un título así es éste.

Decíamos que estamos ante un libro de un filósofo que es también físico, y se nota. Es también un libro que te reconcilia con la filosofía: una indagación ordenada y honesta, capaz de exponer las diferentes alternativas y valorarlas ecuánimemente, concediendo lo que de verdadero tienen o la intuición que encierran posiciones que el autor descarta, confiando en la razón y exponiendo también los límites de la que nos presenta como la postura más sólida y razonable. Y es que en esto de la muerte hay pocas certezas más allá de su inevitabilidad y tendremos que conformarnos en muchas ocasiones con indicios, fundados y razonables, pero indicios. Para algunos puede parecer poco (olvídense de este libro quienes buscan revelaciones inéditas y seguridades absolutas), pero sinceramente creo que el libro gana así en credibilidad. Además, en tiempos de «filosofías de la sospecha» e ideologías camufladas bajo un manto de filosofía o ciencia, seguir los razonamientos de un filósofo de la naturaleza serio, riguroso y sobrio resulta tan anómalo como gratificante (por cierto, el epígrafe dedicado a mostrar la falacia de la filosofía de la sospecha es magistral).

Soler empieza por lo más obvio, el hecho biológico de la muerte y su impacto en nuestra biografía: la quiebra de nuestros planes personales y la ruptura de las relaciones con quienes amamos, sentando así las bases del objeto de su estudio. Sigue analizando la reacción social al hecho de la muerte a través de los rituales funerarios (lo que de paso nos servirá para comprender el fiasco de los «funerales laicos» organizados en nuestro país con motivo de la pandemia) y los relatos sobre el sentido de la muerte. Así llega a uno de los puntos clave de su reflexión: el de la relación entre cuerpo y alma, que es precisamente lo que se rompe con la muerte y cuya comprensión es determinante para definir la visión de la muerte de cada quien. No reproduciré aquí las argumentaciones de Soler Gil, pero señalaré un par de aspectos, que considero muy reveladores. Por una parte la constatación de que el alma se resiste a vivir separada del cuerpo, intuye que ésa sería una vida degradada, por otra la razonabilidad de que «si la realidad primera es un ser máximamente pleno, y por tanto también inteligente, entonces lo esperable es que el mundo obedezca a un plan… Un plan que incluirá también un proyecto sobre cómo debería ser la vida de cada uno de nosotros».

La indagación filosófica toma entonces el siguiente derrotero: para saber cuál será la actitud más razonable ante la muerte habrá que considerar cuál es el escenario posterior a la muerte más verosímil… y esto nos lleva a considerar el elemento clave, el punto sobre el que pivota finalmente todo: la existencia de Dios, que Soler Gil aborda de manera sintética (tenemos a nuestra disposición otros libros del mismo autor donde aborda esta cuestión de modo extenso) y priorizando su campo de especialización, el de la física, que para sorpresa de algunos cientifistas de corto recorrido, cada vez es más consistente con la hipótesis de la existencia de Dios. Se puede decir mucho más sobre la cuestión, pero en estos «indicios de la existencia de Dios a partir de la física» nos deja el autor unas páginas fascinantes.

Son numerosas las ocasiones en que, leyendo estas indagaciones sobre la muerte, uno siente un enorme deseo de sumarse a ellas, de señalar su acuerdo o matizar alguna afirmación, de preguntar para comprender mejor o aportar un detalle que uno cree que completa lo expuesto. Y es que estas reflexiones son también una conversación en la que, primordialmente, Francisco José invita a su amigo Javier, de quien adivina ya algunas objeciones, y en la que generosamente nos permite colarnos.

Concluye Soler Gil con unas reflexiones personales que desbordan el marco puramente filosófico (pero no lo contradicen) y que me parecen pertinentes y entrañables. Porque en última instancia, todo se resume en saber en quién ponemos nuestra confianza (por caminos inusitados, el autor llega allí donde san Claudio de Colombière en su obrita «El abandono confiado a la divina Providencia»). Hay que confiar y dejarse sorprender, sostiene el autor, y mientras tanto rezar por los muertos, rezar por Javier, en la confianza de que podremos de nuevo retomar con él esas conversaciones que tanto, y muy en especial Soler, echamos de menos.

Jorge Soley

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