Leo
Moulin, un ateo
declarado, les
dirigía a los católicos estas advertencias: «Haced
caso a este viejo incrédulo que sabe lo que dice: la obra maestra de la
propaganda anticristiana es haber logrado crear en los cristianos, sobre todo
en los católicos, una mala conciencia, infundiéndoles la inquietud, cuando
no la vergüenza, por su propia historia. No ha habido problema, error o
sufrimiento histórico que no se os haya imputado. En cambio, yo, agnóstico,
pero también un historiador que trata de ser objetivo, os digo que debéis
reaccionar en nombre de la verdad.» (cf. Vittorio Messori, Leyendas negras de la Iglesia, 17-18)
¿Oscurantismo
medieval?
Uno de esos
blancos preferidos, acribillado por los disparos de una crítica corrosiva ha
sido y es Santo Tomás de Aquino. Su pensamiento ha sido asociado al mal llamado
«oscurantismo medieval» por obra del
anticlericalismo creciente, originado en el mundo protestante, primero (siglos
XVI), y en el seno de la Ilustración, después (siglo XVIII). En el Syllabus de
1864 Pío IX condenó una afirmación que decía que los
métodos y principios de los antiguos doctores escolásticos no se adaptaban a
las necesidades de nuestro tiempo y al progreso científico (Denzinger-Bannwart, 1713). Siguiendo el llamado
del agnóstico Leo Moulin, es necesario hoy más que nunca restablecer la verdad en torno a este grandísimo doctor de la Iglesia,
cuanto más porque el Magisterio de los últimos seis siglos viene proponiéndolo
con insistencia como el único remedio a los
graves problemas de la inteligencia que
afectan a la Iglesia y al mundo en estos últimos tiempos de la historia.
Luz
de la Iglesia. Habiendo
llevado a cabo su gran edificio arquitectónico en el mundo del pensamiento
con un rigor, una pureza, una honradez intelectual y un sentido de lo real
verdaderamente excepcionales, Santo Tomás
iluminó y situó armónicamente todos los aspectos decisivos de las realidades
humanas y cristianas. Con ello
constituía una especie de reserva o de tesoro para los siglos: siempre se puede
recurrir a él para ver claro y estructurar el propio pensamiento de acuerdo a lo que las cosas son en realidad.
Con razón se le ha comparado a un mar inmenso y
tranquilo adonde afluyen las aguas de todos los continentes.
Deja irse al fondo todas las impurezas arrastradas, y en sus aguas sosegadas se
transparenta como en un espejo límpido el azul de los cielos y el rumbo de los
astros.
Jacques
Maritain
pone de
relieve que: «el mal que sufren los tiempos
modernos es ante todo un mal de la inteligencia» (Conferencia del
20-10-1923). Se trata aquí de la enfermedad anunciada por San Pablo para los
tiempos futuros. Se lee, en efecto, en la Epístola
segunda a Timoteo: «Vendrá un tiempo en
que no sufrirán la sana doctrina; antes, por el prurito de oír, se amontonarán
maestros conforme a sus pasiones y apartarán los oídos de la verdad para
volverlos a las fábulas» (II Tim, 4, 3). Es fácil constatar que en los
tiempos presentes deambulamos en una tenebrosa oscuridad que nosotros mismos
hemos conquistado durante un proceso de siglos. La pérdida de la luz de la fe y
los errores mentales que envuelven por entero el mundo de hoy han conducido a
nuestro mundo post-cristiano a la apostasía sociológica y cultural en que
estamos. Frente a esto, los Papas no se han cansado de repetir que la doctrina ordenada por Santo Tomás reúne todas las
propiedades para hacer frente a esta oleada avasalladora de la apostasía de la
verdad y del error. Ésta tiene el
mérito de no ser la doctrina de un solo hombre, sino una majestuosa síntesis
del trabajo de los Padres de la Iglesia, especialmente del genio superior de
San Agustín, de los grandes pensadores griegos y árabes y de los inspirados de
Israel.
Amor
a la verdad. Convencido profundamente de
que «omne verum a quocumque dicatur a Spiritu
Sancto est», santo Tomás amó de manera
desinteresada la verdad. Y puesto que la verdad es el bien de la
inteligencia, nadie como él puede salvar al
hombre moderno de las tinieblas que cubren su entendimiento. El
Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su
pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad, alcanzó «cosas que la inteligencia humana jamás podría haber
pensado». Con razón, pues, se le puede llamar «apóstol
de la verdad». Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo
reconocer en su realismo el primado de la verdad. Por su absoluta apertura, el
pensamiento tomista está intrínsecamente orientado hacia la entidad o realidad,
la unidad, la verdad y el bien. A este respecto afirmaba Gilson una frase digna
de ser meditada y asumida: «la felicidad del tomismo es la
alegría de la libertad, que se siente al
acoger toda verdad venga de donde venga».
En
su lecho de su muerte, cuando le traían el viático, Santo Tomás dijo estas palabras que dejan
entrever algo de aquella grandeza de espíritu que animó su vida, en el amor
obediente a la verdad y la santa Iglesia de Cristo: «Te
recibo, precio de la redención de mi alma, te recibo, viático de mi
peregrinación, por cuyo amor he estudiado, velado y trabajado; te he predicado
y enseñado. Jamás he dicho nada contra ti, pero si acaso lo hubiera dicho, ha
sido de buena fe y no sigo obstinado en mi opinión. Si algo menos recto he
dicho sobre éste y los demás sacramentos, lo confío completamente a la corrección
de la Santa Iglesia romana, en cuya obediencia salgo ahora de esta vida».
Pidámosle a la Virgen María, Madre de la Verdad, que infunda en nuestras
mentes tal amor por la verdad que nos hace libres. Amén.
Schola Veritatis
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