martes, 29 de marzo de 2022

LOS TEMPLARIOS

 LOS TEMPLARIOS: ¿DUENDES O GIGANTES DE LA EDAD MEDIA? (PARTE 1)

Marchad, pues, soldados, seguros al combate (…). ¡Con cuánta gloria vuelven los que han vencido en una batalla! ¡Qué felices mueren los mártires en el combate!

(San Bernardo de Claraval)

Desde que el mundo es mundo, pero especialmente en los últimos tiempos, el hombre ha amado la literatura fantástica: la imaginación, utilizada noble y francamente, ha dado origen, no sólo a las novelas de Edgar A. Poe, Verne o Tolkien, sino a un sinfín de autores que han sabido entretenernos sana y sabiamente en los ratos de ocio que permite nuestra existencia. Sin embargo, como los actos humanos pueden tener más de un fin, no pocas veces se ha utilizado este género para imponer las ideas de la época o bien para hacer pasar por verdad una simple mentira.

Hace apenas algunos años, con bombos, platillos y un enorme esfuerzo de la propaganda, la novela (y posterior película) El Código Da Vinci, tuvo récord de audiencia. El film, por cierto, no hubiese tenido mayor acogida a no ser que, como se dio, se volcase a repetir las falacias políticamente correctas contra la Iglesia. En la obra, «sin pretensiones históricas», aunque siempre argumentando el «género fantástico», todo gira en torno a un supuesto secreto guardado en La última cena de Da Vinci y custodiado por los Templarios desde la época de las Cruzadas; el «Santo Grial», del cual se ha escrito tanto, no sería el cáliz usado por Cristo en la primera Misa de la historia, sino su secreta relación con la Magdalena… En fin, todo mezclado como en un licuado de frutas, se repiten allí las falsedades —por cierto, para nada originales— que ya existían en los albores del cristianismo y fueron refutadas (y hasta previstas) con el correr de los años.

Los templarios emergían una vez más del silencio de la historia y esta vez al público en general, siendo no sólo los antecesores del Opus Dei, sino —palabras más, palabras menos— los antepasados de los masones, fundadores de la magia negra, descubridores de América, alquimistas, pederastas, etc. Faltaba nomás que fuesen los asesinos de John Lennon y los fundadores del rock and roll

La literatura que los menciona, en realidad, no nació con la película citada, sino que abunda desde hace rato en las librerías de best-sellers y de pasatiempo. O más aún, sin levantarse del asiento podemos hacer la prueba en internet, donde aparecerán millones y millones de títulos que los mencionan. Pero, ¿quiénes eran estos «templarios»? Y en su caso, ¿a qué tanta historia? ¿Por qué tanto enigma? Anticipemos antes de resumir los acontecimientos, nuestra opinión: creemos que la historia moderna ha reducido a los templarios a los duendes de la Edad Media, por dos razones: la primera corresponde al modo de vida y de santificación de la Orden, es decir, su vida religiosa era la vida militar («Son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los leones, tanto que yo no sé cómo habría que llamarlos, si monjes o soldados», diría el gran San Bernardo) y la segunda en cuanto al fin: la defensa de la Fe y de la independencia de la Iglesia frente al poder estatal —cosa que les costará la vida, como veremos.

Pero veamos primero los orígenes del Temple y la vida del todo singular que llevaban sus miembros.

LOS ORÍGENES DEL TEMPLE

La historia se remonta hacia el año 1099, época gloriosa para la Cristiandad en que los cruzados habían recuperado Tierra Santa caída en manos de los musulmanes cuatrocientos años antes. Durante los cuatro siglos de ocupación, la convivencia entre cristianos y moros había sido, con sus más y sus menos, tolerable, permitiéndose la afluencia de peregrinos llegados desde Europa, para visitar la tierra de Cristo; sin embargo, la invasión de los turcos selyúcidas convertidos hacía poco a la fe de Mahoma y fervorosos como todo neoconverso, había cambiado el panorama, haciendo que la convivencia pacífica desapareciese.

La no tolerancia de los «infieles» y la persecución contra los cristianos, fue el detonante de lo que se dio en llamar las Cruzadas, con la consiguiente reconquista y reinado cristiano de los Santos Lugares, que durará hasta 1291, fecha trágica si las hubo.

Este marco histórico no sólo hará que nazcan nuevas órdenes religiosas como los templarios y hospitalarios (1113), sino que hasta una nueva espiritualidad laical en el seno de la sociedad: una espiritualidad de lucha y de conquista por el reinado de Cristo.

Con la toma de Jerusalén, los peregrinos europeos —seguros de caminar ahora por tierras locales— retomarían sus viajes más allá del Mediterráneo para satisfacer un voto o cumplir una promesa. Los cruzados eran la garantía de su seguridad; pero eso no duraría mucho tiempo. Sucedía que también los cruzados eran una especie de peregrinos guerreros; muchos de ellos habían hecho voto de ir a la Cruzada y, una vez terminadas las batallas, volvían a sus hogares dejando los Santos Lugares reconquistados. Esto llevaba a que, sin seguridad visible, los caminos de peregrinación se convirtiesen en verdaderas «zonas liberadas» para el pillaje y el vandalismo; el ojo del amo siempre engorda el ganado…

La seguridad entonces, era nuevamente necesaria; fue así como, conscientes de esta situación, algunos nobles caballeros decidieron conformarse mediante un voto solemne, para defender a los peregrinos que visitasen aquellas tierras. Entre ellos, los franceses Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Audemar fueron los primeros en tomar la resolución (en 1119); no se trataría simplemente de una guardia o milicia cristiana, sino que se le agregaría una característica que cambiaría por completo la sustancia: serían religiosos. No se trataba, en efecto, de militares que se santificaban con las prácticas religiosas, sino de religiosos que lo hacían por medio de la milicia armada. A los votos de castidad, pobreza y obediencia, se le añadiría entonces, uno más: el de la defensa armada de los peregrinos.

Tal fue la decisión y el ansia de defender a los más débiles que, cinco o seis años después, ya eran nueve los miembros de la más alta alcurnia dispuestos a emprender la aventura; uno de ellos era, ni más ni menos, Andrés de Montbard, tío del gran San Bernardo, abad de Claraval.

Ya en Jerusalén, los primeros «Pobres Caballeros de Cristo» (ese fue el nombre que se impusieron) luego de hacer sus votos ante el patriarca, recibieron del rey Balduino II, la posesión de la explanada del Templo (1119-1120) y, posteriormente, de la Torre de David, primera residencia real que se identificaba con el antiguo Templo de Salomón y que los musulmanes habían convertido en la mezquita Al-Aksa. Fue por este enorme templo que, con el correr de los años recibirían el nombre de «templarios» adoptando su propia cruz que se haría famosa (X).

Quienes elegían esta vocación, se encontraban jerárquicamente distribuidos según el origen: en primer lugar los nobles caballeros, encargados de ir al frente en la batalla como era costumbre en la Edad Media; en segundo lugar los sargentos y escuderos que se incorporaban como ayudantes; luego los sacerdotes y clérigos como responsables del servicio religioso y, por último, los artesanos, criados y ayudantes que obraban como hermanos legos de la orden. Tal era el fervor por «cruzarse», que en pocos años el Temple vio engrosadas sus filas como un reguero de pólvora. Basta con visitar alguna vez el Santo Sepulcro de Jerusalén para ver grabadas infinidad de cruces templarias o cruzadas en su interior, grabadas por los guerreros que allí llegaban.

Pero la incipiente orden contaría además con una ayuda «extra» pues, como dijimos más arriba, el famosísimo San Bernardo, predicador de cruzadas y fundador de monasterios, por su parentesco con uno de los primeros caballeros, se ocuparía en persona de reunirse en audiencia con el Papa Honorio II, convocando ni más ni menos que un Concilio en Troyes (Francia, 1128) donde se regularían los detalles de la Nova Militia.

El furor causado por los caballeros y la protección prestada a los peregrinos, haría que se convirtiesen rápidamente en los religiosos à la mode de las Cruzadas; en efecto, la ayuda que prestaban a la Cristiandad no era menor, al garantizar las peregrinaciones sin contratiempos, por lo que, en 1139 el papa Inocencio II les concedió una bula (Omne datum optimum) concediéndoles la independencia y la exención del diezmo para las diócesis en que se encontrasen, cosa que no agradó demasiado a ciertos prelados apegados a las cosas de este mundo. No olvidemos ambos detalles.

Pero veamos ahora las virtudes de estos monjes-caballeros y su vida cotidiana.

LAS VIRTUDES DEL TEMPLARIO

Quien hubiese ingresado en la Orden del Temple, ya sea en Europa, en Chipre o en Tierra Santa, sabía que había dejado el mundo para siempre, como hacen los religiosos. Desde ese momento, debían santificarse por medio de la Regla de la orden y de los votos, cosa que no era algo sencillo para nobles venidos del mundo. Se entiende entonces, que uno de los más difíciles para cumplir fuese el de obediencia, por medio del cual, el religioso somete su voluntad al superior en todo lo que no sea pecado y por amor de Dios.

La obediencia del templario, amén de ser una virtud y un voto, era una necesidad imperiosa en un lugar donde el medio de santificación principal estaba constituido por la vida militar, de allí que, para despertar a los incautos o amedrentar a los vanidosos, el maestre (título que se le daba al superior de la orden) alertase frente a todo el Capítulo, al aspirante que deseaba abrazar este género de vida:

Noble hermano, gran cosa pedís, pues de nuestra religión no veis más que la corteza que está fuera, mas esa corteza es que nos veis poseer hermosos caballos y bellos arneses, nos veis bien beber y bien comer, y bellamente ataviados, y os parece que aquí estaréis muy a placer. Más no conocéis los fuertes mandamientos que contiene, pues es cosa extraña que vos, que sois señor, os hagáis siervo de otros, pues con gran dificultad haréis cosa que vos queráis. Si queréis estar en la tierra de este lado del mar [en Occidente] seréis mandado al otro lado. Si queréis estar en Acre, seréis mandado a la tierra de Trípoli, o de Antioquía, o de Armenia… o a otras tierras en las que tenemos casas y posesiones. Y si queréis dormir, se os hará velar, y si queréis por ventura velar, se os mandará que vayáis a reposar en vuestro lecho.

El fin inicial de la orden, la defensa de los peregrinos, comenzó a verse desbordado desde el momento en que las tropas musulmanas continuaban acechando los territorios reconquistados para la Cristiandad; fue así como estos monjes-guerreros comenzaron a ser verdaderas tropas de élite indispensables. Era tal la bravura de sus hombres, tal la honradez en el combate y fuera de él, que hasta sus mismos enemigos los alababan: «Los caballeros eran hombres piadosos, que aprobaban la lealtad a la palabra dada», declaraba Ibn-al-Athir. Eran, al decir de un cronista árabe: «los guerreros más prudentes del mundo».

Eran hombres realmente disciplinados pues el incumplimiento de los votos en materia grave y escandalosa, podía ser motivo de expulsión de la orden y de graves castigos; todos los templarios estaban obligados por la Regla a obedecer incluso en el campo de batalla sin poder rendirse jamás: «el caballero debía aceptar el combate, aunque fuese uno contra tres», se mandaba; y los reglamentos eran tan severos que sólo a regañadientes autorizaban a acudir en ayuda de algún caballero que, «alocadamente», se hubiese apartado de la compañía y sólo si «su conciencia se lo ordenara» para «volver a su fila noblemente y en paz» Es decir, a pesar de la obediencia, siempre se salvaguardaba el ámbito de la conciencia recta.

En cuanto a los bienes del Temple y el voto de pobreza, mucho se ha dicho. Veamos qué prescribían sus reglamentos: comían carne tres veces por semana y lo que sobrase debía ser entregado rigurosamente a los pobres. Las vestimentas debían ser similares y del mismo color para no hacer diferencia ni fomentar la vanidad en estos antiguos nobles: ropa blanca o negra, o de buriel (parda) con el manto blanco, significando la castidad que es «seguridad de ánimo y salud de cuerpo»; los ropajes «no deben tener superficialidad alguna ni soberbia», estándoles prohibido llevar pieles, salvo de cordero o de carnero. El equipo completo del caballero incluía la cota de malla, el yelmo y los demás elementos de la armadura: cota de armas, espaldarcete y calzado de hierro. Sus armas eran la espada, la lanza, el mazo y el escudo. También llevaban tres cuchillos: uno de armas, otro para el pan y una navaja. Los caballeros podían tener una manta para el caballo, dos camisas, dos calzones y dos pares de zapatos. Dos mantos: uno para el verano y otro, forrado, para el invierno. Llevaban una túnica, una cota y un cinturón de cuero. Se especificaba en la Regla que se debía evitar cualquier concesión a la moda. Su cama se componía de un jergón, de una sábana y de una manta. Además, un grueso cobertor blanco o negro, o a rayas. Se preveían asimismo las bolsas necesarias en período de expedición, para guardar su equipo de armas o sus ropas de noche. Disponían de una servilleta de mesa y de una toalla para el aseo.

Estos caballeros que ahora parecían mansos corderos en la paz y tremendos leones en la guerra, no habían nacido como se los conocía. El mismo abad de Citeaux se ocuparía de recordarles su origen para evitar todo tipo de vanagloria ante los aplausos que recibían del mundo: «Lo más consolador y extraordinario —decía— es que, entre tantísimos (…) son muy pocos los que antes no hayan sido unos malvados e impíos: ladrones y sacrílegos, homicidas, perjuros y adúlteros. Por eso, su marcha acarrea de hecho dos grandes bienes y es doble también la satisfacción que provocan: a los suyos, por su partida; a los de aquellas regiones, por su llegada para socorrerlos (…). Pues Cristo puede vengarse también de sus enemigos de dos maneras a su vez: primero vence a sus mismos soldados con su conversión, y después se sirve de ellos habitualmente para conseguir otra victoria mayor y más gloriosa»

García-Villoslada comenta que, en lo personal «vivían pobremente, con tanta escasez, que Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Audemar no disponían más que de un caballo para los dos»; esta misma imagen, tomada de aquí o de otro episodio, se representaría en el sello de la orden donde se muestran dos caballeros en una misma cabalgadura.

En cuanto a los bienes de la orden, gracias a las donaciones recibidas y las haciendas entregadas a título de encomiendas, los templarios podían vivir su vida religiosa y militar con total independencia. Tal era la confianza en su administración que, según los economistas, fueron ellos mismos los fundadores —sin saberlo— de las letras de cambio, como veremos más adelante. Una de las haciendas de los templarios, intervenida en 1307 al momento de la supresión de la orden y en la misma ciudad donde se fundó (Troyes) permitiría ver cómo se manejaban. Allí, en un inventario realizado, se leen los siguientes bienes:

Para uso de las personas, hay ochenta mantas y cojines, veinte pares de sábanas de cama (viejas, según especifica el inventario), seis sargas (lo que llamamos colchas) y un cobertor (malo). En la cocina se encuentran cuatro ollas de metal y una grande, además de dos ollas agujereadas. También hay «una jofaina para lavarse las manos y una bacía de barbero». La batería de cocina incluye asimismo tres sartenes de mango y otras dos también de mango, y una paila de hierro, dos morteros, dos majas y «cinco viejas copas de madera», seis pintas, dos cuartillos de estaño y diez escudillas de estaño «grandes y pequeñas». Sólo se mencionan los utensilios de metal, como ocurre en numerosos inventarios, lo que sugiere que no se tomaban la molestia de tener en cuenta los utensilios comunes de barro. También los objetos de la capilla se ven enumerados: dos cruces de «Limoges» (es decir de cobre esmaltado), dos aguamaniles, uno de cobre y otro de estaño, un misal, un antifonario, un salterio, un breviario y un ordinario. El mobiliario de la capilla incluye dos candelabros de hierro y dos de cobre, y un cáliz de plata dorada. Además, «tres receptáculos que contienen reliquias». Finalmente, hay ropa de altar: tres manteles y tres pares de ornamentos «suministrados todos ellos para celebrar en el altar», es decir la vestimenta litúrgica del celebrante. Además, una pila de agua bendita y un incensario, ambos de cobre….

Como vemos, no se trataba de gran cosa. Pero pasemos ahora qué idea tenía de ellos un santo doctor de la Iglesia, aquél que fue —al decir de un autor— la rueda que hizo girar la Europa medieval.

P. Javier Olivera Ravasi

LOS TEMPLARIOS: ¿DUENDES O GIGANTES DE LA EDAD MEDIA? (Y 2)

El sermón de San Bernardo sobre la Milicia Templaria.

Hablar de los templarios es hablar de aquél que, tomándose la vida religiosa como una milicia, no cejó en la defensa y expansión de la Cristiandad. San Bernardo era tan popular por su estilo de vida y sus sermones que por todos era buscado para predicar, exhortar, amonestar y corregir las costumbres. Tanto predicaba contra los cátaros como entusiasmaba para las Cruzadas, atrayendo a multitudes a una vida de mayor intimidad con Cristo; de allí que las mujeres, temerosas de que sus esposos o hijos se les fueran a Tierra Santa o al claustro, pedían a llantos que no fuesen a escuchar sus sermones.

Fue a pedido de su tío y del maestre Hugo de Payns, que compondría esta pieza de homilética para los del Temple. En ella si se la lee a la luz de la historia, se encuentra la postura de la Iglesia en una época floreciente para: «una, y dos, y hasta tres veces, si mal no recuerdo, me has pedido, Hugo amadísimo, que escriba para ti y para tus compañeros un sermón exhortatorio. Como no puedo enristrar mi lanza contra la soberbia del enemigo, deseas que al menos haga blandir mi pluma».

No podía tomar la lanza, en efecto, porque su Orden —la benedictina— se lo impedía (aunque lo había hecho en otra época, viniendo de familia noble); pero veamos con sus palabras el elogio que hace del nuevo género de vida:

Digamos ya brevemente algo sobre la vida y costumbres de los caballeros de Cristo, para que los imiten o al menos se queden confundidos los de la milicia que no luchan exclusivamente para Dios, sino para el diablo; cómo viven cuando están en guerra o cuando permanecen en sus residencias. Así se verá claramente la gran diferencia que hay entre la milicia de Dios y la del mundo.

Tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, observan una gran disciplina y nunca falla la obediencia, porque, como dice la Escritura, el hijo indisciplinado perecerá. Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación, van y vienen a voluntad del que lo dispone, se visten con lo que les dan y no buscan comida ni vestido por otros medios. Se abstienen de todo lo superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible. Viven en común, llevan un tenor de vida siempre sobrio y alegre, sin mujeres y sin hijos. Y para aspirar a toda la perfección evangélica, habitan juntos en un mismo lugar sin poseer nada personal, esforzándose por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Diríase que es una multitud de personas en la que todos piensan y sienten lo mismo, de modo que nadie se deja llevar por la voluntad de su propio corazón, acogiendo lo que les mandan con toda sumisión.

Nunca permanecen ociosos ni andan merodeando cu­riosamente. Cuando no van en marchas —lo cual es raro—, para no comer su pan ociosamente se ocupan en reparar sus armas o coser sus ropas, arreglan los utensilios viejos, ordenan sus cosas y se dedican a lo que les mande su maestre inmediato o trabajan para el bien común. No hay entre ellos favoritismos; las deferencias son para el mejor, no para el más noble por su alcurnia. Se anticipan unos a otros en las señales de honor. Todos arriman el hombro a las cargas de los otros y con eso cumplen la ley de Cristo. Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más leve murmuración, ni el ruido más remiso queda sin reprensión en cuanto es descubierto.

Están desterrados el juego de ajedrez o el de los dados. Detestan la caza y tampoco se entretienen —como en otras partes— con la captura de aves al vuelo. Desechan y abominan a bufones, magos y juglares, canciones picarescas y es­pectáculos de pasatiempo por considerarlos estúpidos y falsas locuras. Se tonsuran el cabello, porque saben por el Apóstol que al hombre le deshonra dejarse el pelo largo. Jamás se rizan la cabeza, se bañan muy rara vez, no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo, negros por el sol que los abrasa y la malla que los protege.

Cuando es inminente la guerra, se arman en su interior con la fe y en su exterior con el acero sin dorado alguno; y armados, no adornados, infunden el miedo a sus enemigos sin provocar su avaricia. Cuidan mucho de llevar caballos fuertes y ligeros, pero no les preocupa el color de su pelo ni sus ricos aparejos. Van pensando en el combate, no en el lujo; anhelan la victoria, no la gloria; desean más ser temidos que admirados; nunca van en tropel, alocada­mente, como precipitados por su ligereza, sino cada cual en su puesto, perfectamente organizados para la batalla, todo bien planeado previamente, con gran cautela y previsión, como se cuenta de los Padres.

Los verdaderos israelitas marchaban serenos a la gue­rra. Y cuando ya habían entrado en la batalla, posponiendo su habitual mansedumbre, se decían para sí mismos: ¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen; no me repugnarán los que se te rebelan? Y así se lanzan sobre el adversario como si fuesen ovejas los enemigos. Son poquísimos, pero no se acobardan ni por su bárbara crueldad ni por su multitud incontable. Es que aprendieron muy bien a no fiarse de sus fuerzas, porque esperan la victoria del poder del Dios de los Ejércitos.

Saben que a Él le es facilísimo, en expresión de los Macabeos, que unos pocos envuelvan a muchos, pues a Dios lo mismo le cuesta salvar con unos pocos que con un gran con­tingente; la victoria no depende del número de soldados, pues la fuerza llega del cielo. Muchas veces pudieron contem­plar cómo uno perseguía a mil, y dos pusieron en fuga a diez mil. Por esto, como milagrosamente, son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los leones. Tanto que yo no sé cómo habría que llamarlos, si monjes o soldados. Creo que para hablar con propiedad, sería me­jor decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre del monje con la intrepidez del soldado. Hemos de concluir que realmente es el Señor quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Dios se los escogió para sí y los reunió de todos los confines de la tierra; son sus siervos entre los valientes de Israel, que, fieles y vigi­lantes, hacen guardia sobre el lecho del verdadero Salo­món. Llevan al flanco la espada, veteranos de muchos combates.

No dudaba San Bernardo en proclamar las virtudes de los monjes-guerreros, ni siquiera de llamarlos mártires si morían en combate, testimoniando a Cristo con las armas. Las palabras que usaba quizás puedan resultar hirientes a los oídos actuales que están dispuestos a soportarlo todo en aras de lo políticamente correcto. No era ésta la actitud del santo doctor y luminaria de la Iglesia:

Marchad, pues, soldados, seguros al combate y cargad valientes contra los enemigos de la cruz de Cristo, ciertos de que ni la vida ni la muerte podrá privarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, quien os acompaña en todo momento de peligro diciéndoos: Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. ¡Con cuánta gloria vuelven los que han vencido en una batalla! ¡Qué felices mueren los mártires en el combate! Alégrate, valeroso atleta, si vives y vences en el Señor; pero salta de gozo y de gloria si mueres y te unes íntimamente con el Señor. Porque tu vida será fecunda y gloriosa tu victoria; pero una muerte santa es mucho más apetecible que todo eso. Si son dichosos los que mueren en el Señor, ¿no lo serán mucho más los que mueren por el Señor?

Y agregaba:

Los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Señor, sin temor alguno a pecar por ponerse en peligro de muerte y por matar al enemigo. Para ellos, morir o matar por Cristo no implica criminalidad alguna y reporta una gran gloria. Además, consiguen dos cosas: muriendo sirven a Cristo, y matando, Cristo mismo se les entrega como premio. Él acepta gustosamente como una venganza la muerte del enemigo y más gustosamente aún se da como consuelo al soldado que muere por su causa. Es decir, el soldado de Cristo mata con seguridad de conciencia y muere con mayor seguridad aún. Si sucumbe, él sale ganador; y si vence, Cristo [vence]. Por algo lleva la espada; es el agente de Dios, el ejecutor de su reprobación contra el delincuente. El que mata al pecador para defender a los buenos no peca como homicida, sino —diría yo— como «malicida», (…). Y podrá decir: Hay premio para el justo, hay un Dios que hace justicia sobre la tierra. No es que necesariamente debamos matar a los paganos si hay otros medios para detener sus ofensivas y reprimir su violenta opresión sobre los fieles. Pero en las actuales circunstancias es preferible su muerte, para que no pese el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, no sea que los justos extiendan su mano a la maldad. Que se dispersen las naciones belicosas; ojalá sean arrancados todos los que os exasperan, para excluir de la ciudad de Dios a todos los malhechores, que intentan llevarse las incalculables riquezas acumuladas en Jerusalén por el pueblo cristiano, profanando sus santuarios y tomando por heredad suya los territorios de Dios. Hay que desenvainar la espada material y espiritual de los fieles contra los enemigos soliviantados, para derribar todo torreón que se levante contra el conocimiento de Dios, que es la fe cristiana, no sea que digan las naciones: ¿Dónde está su Dios? Una vez expulsados los enemigos, volverá Él a su casa y a su parcela. A esto se refería el Evangelio cuando decía: Vuestra casa se os quedará desierta.

El mundo de hoy podría decir como antaño le dijeron a Cristo: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién podrá escucharlas?». En verdad que son duras y hasta podrían escandalizar a más de uno, más aún viniendo de aquél a quien se conoce en la Iglesia como «el doctor melifluo», es decir, cuyas palabras saben a miel. La doctrina de San Bernardo no es ni más ni menos que la doctrina que enseña la Iglesia acerca de la guerra justa en vigencia a partir de la enseñanza bimilenaria y el mismo Catecismo. Son quizás nuestros oídos los que no soportan aquellas espadas cruzadas y mandobles guerreros; hoy estamos acostumbrados a lo sutil: a las eutanásicas o a los bisturíes aborteros.

Pero cambiemos de tema para ver aquello que fue el ocaso de la Orden Templaria, a raíz de la cual se han forjado toda serie de leyendas y mitos, que es lo que nos ocupa en el plano de la historia.

EL PROCESO CONTRA LOS TEMPLARIOS: UNA FARSA DE LA HISTORIA

Como decíamos más arriba, la independencia de los caballeros templarios y las donaciones recibidas, no caían bien al poder temporal: España, Italia, Francia, Chipre, Jerusalén, Portugal…, no había lugar donde no poseyesen tierras, encomiendas y fortalezas, pues en todos ellos prestaban un verdadero servicio a la Cristiandad; con decir que sólo al momento de la supresión de la Orden había casi nueve mil encomiendas por todo el orbe. ¿Por qué tantos bienes? Porque como dijo Cristo, no sólo de pan vive el hombre; los templarios también necesitaban el pan de aquí abajo para mantener una milicia en permanente combate más allá del Mediterráneo; además, las peregrinaciones que comenzaban (o se daban) también en Europa, necesitaban de fortalezas para defensa de los caminantes.

Testamentos, donaciones de particulares y hasta una colecta anual mandada por el mismo Papa para todas las diócesis de Europa, eran los modos de sustentar esa nueva milicia religiosa que, más de una vez, encontraba oposición en el mismo seno de la Iglesia (fueron necesarias dos bulas pontificias para condenar los celos y la oposición hacia el Temple. El trigo siempre estuvo mezclado con la cizaña.

Como si con los bienes donados tuviesen para poco, también el Temple comenzó a recibir depósitos de particulares, convirtiéndose así en una de las primeras organizaciones bancarias de occidente; en efecto, era corriente en aquella época, que el pueblo confiase sus bienes a las iglesias o abadías para beneficiarse de la «Paz de Dios» (los territorios sagrados de garantías, análogamente a lo que sucede hoy con nuestras embajadas). El Temple, era el lugar ideal: religiosos, guerreros, y esparcidos por todo el orbe cristiano, permitía tanto a los cruzados como a quienes quisiesen utilizar sus prestaciones, el depósito en Francia para retirarlo en Tierra Santa o Portugal a cambio de un certificado: era una verdadera tarjeta de crédito medieval.

Ahora bien, el lector podrá preguntarse: «¿cómo pudo ser que una orden tan floreciente, tan popular y constituida por la flor de la nobleza cristiana, haya podido sucumbir y hasta ser denigrada al punto de transformarse en una verdadera leyenda negra?».

Veámoslo resumidamente, pues como bien señala Régine Pernoud, «paradójicamente, esta fase terminal de la historia del a orden del Temple ha sido mucho mejor estudiada que sus doscientos años de existencia».

La impericia de los príncipes católicos que no supieron mantenerse unidos en una política pro Tierra Santa, hizo que las victorias musulmanas comenzasen a minar la presencia cristiana en medio oriente. El último bastión en perderse sería la hermosa fortaleza de San Juan de Acre, situada al noroeste de Nazaret (1291); con ella la epopeya de los cruzados moriría para siempre. Fueron los templarios, entre otros, los que resistieron a más no poder en aquella triste derrota. Y fue ella misma la que marcaría su ocaso.

Mientras tanto en Francia, el rey Felipe el Hermoso (a quien los templarios habían apoyado frente a una disputa con el papa Bonifacio VIII por cuestiones políticas) y especialmente su canciller, el turbio Guillermo de Nogaret[, veían con codicia los bienes del Temple y pergeñaban una jugada traicionera. Poco tiempo atrás, para beneficio propio, habían decretado, por seguridad, el traslado de los tesoros del Temple a las dependencias reales del Louvre.

Se sabe con certeza que, el viernes 13 de octubre de 1307 al alba, todos los Templarios de Francia fueron mandados arrestar por orden del rey. ¿Qué había pasado? ¿Quién lo hubiera imaginado apenas la víspera del día anterior, cuando el maestre de la orden, Jacobo de Molay, había acompañado al mismo rey a los funerales de su cuñada? El arresto masivo y super-secreto, el mismo día y a la misma hora en más de tres mil encomiendas de Francia, representó para la historia judicial, como observa Lévis- Mirepoix, «una de las operaciones policiales más extraordinarias de todos los tiempos». Para lograr el cometido sin recibir la rebelión de los monjes-caballeros, fue minuciosamente preparada desde un mes antes (el 14 de septiembre de 1307) por medio de varias cartas selladas dirigidas a los jueces y senescales, con recomendación de no abrirlas hasta un día determinado, donde se mandaba detener «a todos los hermanos de dicha orden, sin excepción alguna; tenerlos prisioneros en espera del juicio de la Iglesia, y confiscar sus bienes muebles e inmuebles».

Fue el nombrado canciller, Guillermo de Nogaret, hijo de cátaros y muy cercano a esta herejía, quien dispuso la detención con innegables fines económicos y políticos. No quería «un estado dentro de otro estado» y deseaba los bienes de la orden. Además, se había encargado de diseminar la calumnia acerca de la «cobardía» de los templarios en las últimas batallas de Tierra Santa. La estrategia, que tenía Francia como la principal beneficiaria (en España, Inglaterra, Portugal, etc., casi que ni tocaron los bienes del Temple, había sido realmente bien pensada, pues la debilidad del Papado de Clemente V, el primer «Papa de Aviñón», hacía que las quejas de Roma ante este fraude judicial, no se escuchasen demasiado.

No es éste el lugar donde relatar el complejo y apasionante proceso al que fueron sometidos los templarios; sólo digamos los puntos principales. Las órdenes de arresto en contra de los religiosos se basaron en una certeza tan incierta como la siguiente: un nativo de Béziers (Francia) había entregado al confesor del rey, ciertas «presunciones y violentas sospechas» contra la orden, luego de haber oído la declaración de un templario prisionero… así comenzaría todo. Luego, a raíz de las detenciones y declaraciones recogidas bajo tortura (cosa completamente ilícita en los procesos judiciales y, como lo ha probado la ciencia experimental, innecesaria, pues hasta puede mentirse involuntariamente para terminar con el tormento) se acusaría a los templarios de: ritos obscenos, blasfemias, sodomía, secretos en el Capítulo, idolatría, ceremonias de admisión ocultistas, escupir sobre el crucifijo, adorar una estatuilla a la que llaman Bafomet, etc., etc., etc.

Tampoco es aquí donde podríamos analizar y refutar las acusaciones, pero veamos al menos sólo dos de ellas: en primer lugar, aquella famosa y que ha traído tanta cola del «secreto de los Capítulos templarios». En toda orden o congregación religiosa, el Capítulo es la reunión semanal o mensual donde, además de tratarse de asuntos internos de la comunidad, se realizan normalmente los «capítulos de faltas», es decir, la confesión pública y voluntaria de los pecados de parte de los religiosos; de allí que, todo lo conversado en él, goce de un sigilo cuasi sacramental. Ahora bien, se acusaba a los templarios de callar lo oído en ellos, creándose toda suerte de fantasías y bagatelas.

En segundo lugar, la gravísima acusación de sodomía (ya vimos cómo estaba condenada por las reglas internas); se los acusaba de este pecado (y delito, en la Edad Media) pues, como se leía en sus reglamentos para la admisión de un nuevo miembro, «tras una oración dicha por el capellán, y el salmo de admisión habitual (salmo 132), el maestre, o su representante, hace levantar al hermano y lo besa en los labios, así como el capellán». Este beso de admisión, común hoy en algunas culturas como la rusa, era completamente normal en las ceremonias de la época feudal; basta con leer el Cantar de Mío Cid, contemporáneo de la época, para no escandalizarse al leer que el héroe español besa en los labios al rey Don Alfonso.  Nada tenía pues de impudicia o sodomía.

Los procesos hicieron que, entre el 19 de octubre y el 24 de noviembre de 1307, ciento treinta y ocho templarios fueran torturados «en caso de necesidad» por los oficiales del rey y conforme a las instrucciones de las cartas selladas (treinta y seis de ellos morirían en las sesiones por no reconocer los crímenes que se les imputaban). Luego de ello, pasaron al interrogatorio en manos del inquisidor Guillermo de París, íntimo del rey y traidor del verdadero espíritu de la Inquisición. Todo esto llevó a que, en el entretanto, el papa Clemente V dirigiese una carta de protesta a Felipe el Hermoso: «habéis extendido la mano sobre las personas y los bienes de los Templarios, habéis llegado a encarcelarlos… Habéis añadido a la aflicción del cautiverio otra aflicción que, por pudor por la Iglesia y por nos, consideramos a propósito silenciar», es decir, la tortura; sin embargo, no se impuso para que el inicuo juicio se suspendiera.

El Papa intentará sustraer a los templarios de la jurisdicción real, redactando la bula Pastoralis praeeminentiae (22/11/1307) donde no sólo ordenará arrestar a los templarios sino llevar adelante un proceso eclesiástico en su contra. Si bien ello agradará a Felipe el Hermoso y a Nogaret, ante sus quejas, lograrán mantener la custodia de los detenidos bajo jurisdicción real y el proceso bajo la égida del inquisidor Guillermo de París; es decir, todo quedaba igual o peor, pues ahora todo se haría «en nombre de la Iglesia». Algo análogo pasaría cien años después con el proceso de Santa Juana de Arco.

Tal era la dureza de los interrogatorios y de las torturas que el mismo comendador de Payns en Champaña aseguraba en su proceso que «si fuera torturado una vez más, renegaría de todo lo dicho, y diría todo lo que le pidieran»

Toda defensa era en vano, pues se aplicaba el derecho del enemigo. Como sea, los Templarios intentaron organizarla redactando una declaración que aún se conserva y que constituye un alegato elocuente:

Si los hermanos del Temple han dicho, dicen o dijeren, mientras estén en prisión, alguna cosa a su cargo, o a cargo de la orden del Temple, ello no perjudica a dicha orden, pues es sabido que han hablado o que hablarán obligados o impelidos o corruptos por los ruegos, el dinero o el temor (…). (Y agregaban que muchos) como mártires de Cristo, murieron en la tortura por mantener la verdad.

Ninguno de los testigos que se ofrecían como defensa era escuchados; el aparato judicial comenzó a tener sus efectos, pues los que se arrepentían bajo tortura, eran liberados con una leve condena; pero con los «pertinaces» se era inflexible.

El 11 de mayo de 1310, un concilio provincial se reunió en Sens para condenar a muerte a cincuenta y cuatro templarios como herejes reincidentes en sus faltas (habían confesado sus «crímenes» bajo tortura, pero después de recuperarse, las habían negado nuevamente); la hoguera se preparó en las afueras de París donde todos murieron proclamando su inocencia, y con cristiana resignación.

Al ver que las condenas se sucedían sin demora, el Papa Clemente V, tomó una decisión definitiva y, ni bien abierto el Concilio de Viena (16/10/1311), suprimió la orden a perpetuidad por medio de la bula Vox in excelso sin pronunciar sentencia, como narra Frale. Quedaría aún el martirio de los más notables del Temple, tres años después y por orden del rey de Francia. Así lo relata Régine Pernoud:

El 18 de Marzo de 1314 (…) en la plaza de Notre-Dame de París se preparó un cadalso. Se mandó comparecer a los cuatro dignatarios: Jacobo de Molay, maestre de la orden, Hugo de Pairaud, visitador de Francia, Godofredo de Charnay, preceptor de Normandía, y Godofredo de Gonneville, preceptor de Poitou y Aquitania. Los tres cardenales, junto con el arzobispo de Sens, Felipe de Marigny, enunciaron la sentencia definitiva, que los condenaba a prisión perpetua. Faltaban dos personajes: Guillermo de Nógaret y Guillermo de Plaisians, muertos ambos el año anterior (…). Cuando se enunció la sentencia, Jacobo de Molay y Godofredo de Charnay se pusieron en pie. Solemnemente, ante la multitud reunida, protestaron, declarando que su único pecado había sido el de prestarse a falsas confesiones para salvar sus vidas. La orden era santa, la Regla del Temple era santa, justa y católica. No habían cometido las herejías y pecados que se les atribuía. El mismo día, se preparó una hoguera cerca del jardín de palacio, en las inmediaciones del Pont-Neuf, aproximadamente en el lugar en que hoy en día se encuentra la estatua del rey Enrique V. Ambos condenados subieron a ella esa noche. Pidieron mirar hacia Notre-Dame, clamaron una vez más su inocencia y, ante la multitud sobrecogida de estupor, murieron con la más serena entereza.

* * *

El caso de los templarios ha servido, como veíamos al inicio, para infinitos fines; con él se puede (y de hecho así se hizo) acusar a la Iglesia tanto de ocultismo mágico como de fundamentalismo religioso, de torturas calumniosas o de traiciones probadas. No se puede negar que hubo, en el caso de los procesos, una indigna participación de ciertos integrantes de la Iglesia jerárquica. Ello no invalida la santidad de la Iglesia en cuanto Esposa de Cristo, santidad que le viene por su Fundador y no por todos y cada uno de sus miembros. Pero en todo caso, esa indignidad queda ampliamente opacada cuando se estudia con seriedad la gallardía y nobleza de aquellos a los cuales San Bernardo no sabía si llamar monjes o caballeros; o más bien las dos cosas.

Ni ocultismos ni los pitufos, entonces…

Haciendo del Temple un mito, se ha perdido lo que realmente fue: una milicia armada al servicio de la verdad desarmada; un vivir y morir por Cristo y el prójimo bajo las leyes perennes de la Iglesia. No duendes, entonces: gigantes.

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi

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