Si orientamos la vida hacia el ideal de la unidad y solidaridad, instauramos paz.
Por: D. Alfonso López Quintás, Universidad
Complutense. Madrid |
Ante la hecatombe provocada por la primera guerra mundial (1914-1918) se
planteó dramáticamente la pregunta de quién
fue el culpable de tal horror. Afanosos de buscar las últimas
causas, diversos pensadores sentenciaron que la culpa radical no debe ser
atribuida a uno u otro de los contendientes sino a la condición espiritual del
hombre. De ella surge el poder de pensar y proyectar. El animal mata lo
necesario para subsistir, pero no monta guerras. No hemos visto nunca a una
horda de guepardos planear una guerra contra una horda de leones. El hombre no
recibe la vida planificada: debe él programarla, y
para ello dispone de las condiciones necesarias.
Esta es la gran cuestión que debemos aclarar si queremos plantear debidamente
el tema de la paz. El espíritu puede planificar conflictos de todo orden, pero ¿lo hace necesariamente?¿No puede, asimismo realizar
proyectos de paz? ¿En qué casos lleva a cabo lo uno o lo otro? Quiero
manifestar desde el principio mi posición al respecto: Si consagramos las
fuerzas del espíritu a realizar el ideal
del dominio y la posesión, provocamos conflictos. Si orientamos la
vida hacia el ideal de la unidad y
solidaridad, instauramos paz.
Durante los cuatro siglos de la Edad Moderna -sumamente fecunda en muchos
aspectos-, el hombre occidental vivió y trabajó a impulsos del ideal que
implica el llamado mito del eterno progreso. El conocimiento científico da
lugar al conocimiento técnico; éste permite dominar la realidad en torno,
producir artefactos, lograr bienestar y felicidad. Elevando esta progresión a
la enésima potencia, se concluye que un saber científico muy elevado dará lugar
a una medida correlativa de poder técnico, de dominio de la realidad, de
creación de artefactos y de logro de felicidad. En el año 1914, una ciencia y
una técnica asombrosas dieron lugar al mayor conflicto de la historia, no a
situaciones de felicidad altísima. Millones de jóvenes inocentes pagaron al
precio de sus vidas un error de sus mayores: suponer que es automática la
vinculación entre el dominio de cosas y personas y el sentimiento de felicidad.
No repararon en que el cultivo de la ciencia y la técnica, si se realiza con
una actitud egoísta, no une a los hombres y los pueblos; los escinde y
enfrenta. Con profunda razón pudo decir el gran humanista y científico Albert
Einstein: La fuerza desencadenada del átomo lo ha
cambiado todo, menos nuestra forma de pensar. Por eso nos encaminamos hacia una
catástrofe sin igual".
¿En qué consiste cambiar la "forma de
pensar"? En cambiar el ideal. La sociedad occidental se encontró en
1918 sin razón de ser, sin el impulso que la había llevado a conseguir
increíbles éxitos en muchos órdenes. Una sociedad sin ideal es un velero sin
timón en medio de una tormenta. No puede
Vd. Figurarse -me dijo en
una ocasión Romano Guardini, el gran guía de la juventud alemana- cómo encontré a los jóvenes alemanes cuando me hice cargo
del Movimiento de Juventud. Su ideal consistía en encerrarse en las
cervecerías, espesar el aire con el humo del tabaco y jugar a las cartas.
La falta de ideal conduce al desconcierto. El desconcierto anula en buena
medida la capacidad creadora, la capacidad sobre todo de fundar auténticos
vínculos personales y darle así sentido pleno a la vida. Esta falta de sentido
se traduce en tedio y vacío existencial, la conciencia difusa y amarga de no
tener razón de ser. A esta conciencia se debe, según el psicólogo vienés Viktor
Frankl, la mayoría de los desarreglos psíquicos que padece el hombre actual(1).
Nada extraño que los espíritus más lúcidos hayan pedido clamorosamente un
cambio de ideal. Ya sabemos que el ideal no es una mera idea. Es una idea
motriz, una idea que implica un valor tan alto que constituye la clave de
bóveda de todo el edificio personal. Del ideal pende todo en la vida del
hombre, porque decide nuestro sistema de valoraciones. Lamentablemente, el
desfondamiento espiritual típico de la post-guerra no permitió realizar el cambio
de ideal que se solicitaba, el paso del ideal
de la posesión y el dominio al ideal de la unidad y la solidaridad. Y sobrevino la segunda gran guerra
(1939-1945). Tras ella, Europa se encontró en el desierto, imagen que significa el grado cero
de creatividad y de esperanza.
LA PAZ, COMO ACTITUD CREATIVA
Para levantar el ánimo de sus derrotados compatriotas franceses, ese hombre
lúcido que fue Antoine de Saint-Exupéry escribió El principito, y su mensaje se cifra en un
sencillo ruego: ¡Por favor, dibújame un
cordero!, es decir: elévate al plano de la vida creativa (2). Te
hallas en el desierto; tu avión -lo único que te queda de cuanto poseías- ha
fallado y se halla reducido a la condición de cacharro inútil. Pero todavía es
posible darle sentido a la vida. Ese sentido brota en el encuentro, la relación
interpersonal que no fue posible ni con el vanidoso, ni con el bebedor, ni con
el hombre de negocios obsesionado por poseer y tener; pero puede surgir
en el desierto de la humillación absoluta.
Este gran escritor, que iba a sucumbir muy pronto en la última de las misiones
de guerra que le habían permitido realizar, entendió muy bien cómo hay que
superar las consecuencias de los conflictos y las causas do los mismos: elevándose de nivel, del nivel del dominio
de artefactos al nivel de la creación de lazos personales. Su mensaje,
trasmitido en plena contienda mundial, no habló de rencor ni de revancha,
sentimientos propios de espíritus resentidos, sino de dar el salto a un plano
de creatividad en el que florece el encuentro personal, que es lo único que
puede transfigurar la vida del hombre y cuanto le rodea. Una vez que se
hicieron amigos el piloto y el principito, éste debía volver con los suyos, y
para ello tenía que soportar el trauma de la muerte, que le iba a provocar la
serpiente. Por eso le dice al piloto: Tú no vengas,
porque vas a creer que sufro, y no sufro, tengo la satisfacción de volver a
casa; va a parecerte que muero, y no muero, vivo un tránsito... El
encuentro transfigura el dolor y la muerte. Pero transfigura también el
desierto, que se convierte en el paisaje más bello de la tierra, porque en él
surgió una bella amistad, y transfigura los espacios siderales ya que, una vez
que se vaya el principito, en una de las estrellas habrá un amigo que sabe
reír...
De manera genialmente sencilla se nos sugiere aquí que la paz es una actitud
creativa; crea vínculos estables, fuertes, entrañables. No se reduce a mera
falta de conflictos. De ahí la necesidad ineludible de configurar un
auténtico Humanismo de la unidad si queremos cultivar la paz. Es una tarea de
gran empeño que supone un reto para las generaciones actuales.
Esta colosal tarea apenas ha sido abordada por la sociedad. De hecho, el
mensaje de Saint- Exupéry no fue escuchado, y hoy nos hallamos en la misma
situación de incertidumbre, apatía y desánimo de las dos últimas posguerras. ¿Por dónde hemos de empezar la labor? Se nos
dice actualmente que debemos formar a los niños y jóvenes para la paz. Es un
gran propósito, pero hemos de estudiar a fondo todo lo que implica para ir a lo
esencial y tener garantía de éxito. Si no ahondamos en los problemas y los
planteamos con todo rigor no lograremos resolverlos. En un plano de
superficialidad triunfan inevitablemente los manipuladores, los que halagan al
pueblo para someterlo luego a vasallaje.
Si queremos realizar una auténtica formación para la paz, hemos de estudiar
cuidadosamente cómo estamos constituidos los seres humanos, cuáles son las
leyes de nuestro verdadero desarrollo como personas y como seres comunitarios.
Si cumplimos esas leyes, tenemos seguridad de configurar un clima de encuentro
y, por tanto, de paz.
EL SER HUMANO Y EL ENCUENTRO
La ciencia biológica más cualificada nos enseña actualmente que los hombres
somos "seres de encuentro", vivimos
como personas, nos desarrollamos y perfeccionamos creando toda serie de
encuentros. Para encontrarnos, debemos cumplir ciertas exigencias: generosidad, apertura al otro, disponibilidad, veracidad,
fidelidad, sencillez, cordialidad, libertad interior... Soy libre de verdad cuando no estoy sometido
a mis apetencias inmediatas, sino cuando tomo distancia de éstas y elijo en
función del ideal de la unidad y solidaridad. Entonces puedo encontrarme de
verdad con otras personas. El concepto de encuentro ha de ser entendido,
rigurosamente, como el entreveramiento de dos realidades que son
centros de iniciativa y se ofrecen posibilidades con el fin de enriquecerse
mutuamente. Este enriquecimiento
tiene lugar cuando instauramos formas elevadas de unidad. Por eso no hay nada
que nos una tanto como compartir el deseo de hacer el bien en común(3).
Este deseo es suscitado por el ideal de la unidad. Es un ideal que debemos
descubrir y asumir como algo propio y profundo, lo más profundo y lo más propio
de nuestro ser. A veces, ese descubrimiento se realiza súbitamente, merced a un
testimonio elocuente. Tras la última guerra mundial se formaron en Centroeuropa
diversos campos de refugiados para albergar a quienes habían huido del Este y
se hallaban en una situación límite. Un buen día apareció en uno de esos campos
un hombre desconocido -el hoy legendario P. Werenfried van Straaten-, y en
nombre de un Dios que es amor les repartió alimentos y vestidos. Entre los
refugiados se hallaba una niña de seis años, que actualmente sirve en la India
como religiosa a los más pobres.
"Aquel día se decidió mi vocación -confesó-.
Hasta entonces nunca había oído la palabra amor, ni
había experimentado lo que era sentirse amada. Como por un relámpago, descubrí
que éste era el ideal de mi vida: servir a ese Dios que es capaz de vencer el
odio con el amor".
El ideal del amor, cuando resplandece en un testimonio vivo, eclipsa el poderío
devastador del odio y la destrucción. Si realizo un encuentro auténtico, aunque
sólo sea una vez en la vida, tengo luz para toda la vida, luz para comprender
dónde está mi verdadero ideal, y cuál es en consecuencia mi auténtica vocación y
mi auténtica misión.
Al encontrarnos de verdad, se crea un campo
de juego común, y en éste
sucede algo magnífico: se superan las divisiones entre lo mío y lo tuyo, la
independencia y la solidaridad, el interior y el exterior, el dentro y el
fuera... Si me encuentro contigo y soy amigo tuyo, tus problemas son mis
problemas, tus gozos son mis gozos, pues yo no estoy aquí y tú estás ahí fuera
de mi; ambos nos hallamos creando un ámbito de interacción, de ayuda mutua, de
comprensión y participación. Entonces es posible una forma penetrante de
empatía, que me permite verte por dentro, ponerme en tu situación, contemplar la
vida desde tu perspectiva y adoptar tus puntos de vista.
Cuando creamos auténticos encuentros, tenemos hogar, en el sentido
profundo en que utilizan este vocablo los pedagogos actuales. Nietzsche declaró
amargamente: "¡Ay de aquel que no tenga hogar!
". Carece de hogar el que no crea vínculos interpersonales, el que
no habita en sentido transitivo, el que no funda espacios de comprensión, de
amistad e intercambio.
CONDICIONES PARA INSTAURAR LA
PAZ
En esquema,
formarse para la paz supone las actividades siguientes:
1. Aceptarse uno a sí mismo, a la propia
realidad personal con todo cuanto implica.
2. El ser humano es un "ser
de encuentro". Sólo se desarrolla y realiza cabalmente cuando
cumple las condiciones del encuentro: generosidad,
fidelidad, cordialidad, veracidad, respeto... Respetar al
otro en lo que es, en su condición de persona, es disponerse para la
concordia. Reducirlo de rango es prepararse para el ataque.
Cuando se reduce a una persona o un pueblo a mero obstáculo en el camino,
estamos en franquía para intentar anularlo. Es el preludio de todos los
conflictos.
3. Las condiciones del encuentro las cumplimos
decididamente cuando encaminamos nuestra vida hacia el ideal de la unidad. Se
nos viene pidiendo desde la primera guerra mundial que cambiemos el ideal. Si
de manera expresa o tácita seguimos orientados hacia el viejo ideal de la
posesión y el dominio, estaremos colaborando a crear un clima de conflicto. Del
ideal pende todo: nuestro sistema de valoración, nuestra escala de
preferencias, nuestras pretensiones. Si nuestro ideal es el ajustado a nuestro
ser personal, seremos fundadores de paz. Si es un ideal falso, generaremos
lucha y conflicto, porque nosotros mismos estaremos desgarrados internamente
entre lo que somos y lo que debiéramos ser. Para fundar paz, hay que empezar
por conseguir el equilibrio personal y la armonía interior.
4. Este equilibrio armónico es destruido por la
caída del hombre en las diferentes formas de vértigo
o fascinación. Proclamar que uno está contra la guerra y a favor de
la paz y fomentar a la vez la actitud de hedonismo egoísta -fuente de las
experiencias de vértigo- es una grave incoherencia. La sociedad
está desgarrada hoy día por toda suerte de incoherencias de este género.
5. Ese equilibrio interior es conseguido cuando
se entrega uno a las experiencias de éxtasis, que son experiencias
de creatividad y encuentro. En la unidad valiosa que implica el encuentro se
halla la verdad profunda del ser humano. Podríamos decir,
pues, con todo rigor que formarse para la
paz es formarse para amar la verdad incondicionalmente, desinteresadamente. La
verdad no es objeto de posesión. No tiene sentido hablar de mi verdad. La
verdad no la poseo; soy nutrido por ella. No puedo mercadear con la verdad,
como si fuera objeto de canje. El mentiroso juega con la verdad porque la
rebaja a condición de medio para sus fines.
El hombre veraz se atiene a la verdad porque confía en su valor, en su
capacidad de orientar debidamente su vida. Si la verdad dependiera de él, si no
fuera absoluta sino relativa, no podría comprometerlo en lo más íntimo porque
no suscitaría una confianza incondicional. Por eso el hombre veraz celebra que
la verdad sea estable, absoluta, ab-soluta, libre de todo
condicionamiento, ya que sólo puede obligarse a lo que merece confianza absoluta debido a
su solidez inquebrantable. Es necesario para el crecimiento de la persona que
haya verdades absolutas que constituyan para el hombre puntos últimos de
referencia que den sentido a su vida.
Por eso el relativismo y
el subjetivismo destruyen el verdadero diálogo, que consiste
en buscar la verdad en común, una verdad que conceda a las propias ideas
auténtica densidad y valor. El relativismo parece en principio muy tolerante,
pero es la raíz última de las actitudes intransigentes, pues el que no se
adhiere a la verdad acaba dominado por los propios intereses. El relativista
suele ser intransigente en la defensa de que todo es relativo.
De lo antedicho se deduce que ser tolerante no equivale a ser permisivo, condescendiente a ultranza por la
convicción de que la validez de las opiniones y las actitudes no pende de un
canon externo al hombre sino del modo de ser de cada sujeto. Este tipo de permisividad no implica tolerancia sino
más bien indiferencia; denota una falta de compromiso con los valores y
con la verdad.
Estas condiciones de la paz exigen todo un proceso formativo, riguroso y
sistemático. Es la tarea de la Escuela de
Pensamiento y Creatividad, un proyecto formativo que estoy
promoviendo en España e Iberoamérica desde 1987 con el fin de incrementar el
desarrollo humano y lograr una verdadera paz (4).
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