El don de ciencia perfecciona la virtud de la fe, dando a ésta una luminosidad de conocimiento al modo divino.
Por: José Maria Iraburu | Fuente: Fundación gratis
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EL DON DE CIENCIA
SAGRADA ESCRITURA
Si el Espíritu Santo por el don de ciencia produce una lucidez sobrehumana para
ver las cosas del mundo según Dios, es indudable que en Jesucristo se da en forma perfecta.
Jesús conoce a los hombres, a
todos, a cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s):
«los conocía a todos, y no necesitaba informes de
nadie, pues él conocía al hombre por dentro» (Jn 2,24-25). Incluso,
inmerso en el curso de los acontecimientos temporales, entiende y prevé cómo se
irán desarrollando; y en concreto, conoce
los sucesos futuros, al menos aquellos que el Espíritu quiere
mostrarle en orden a su misión salvadora. Así predice su muerte, su
resurrección, su ascensión, la devastación del Templo, y varios otros sucesos
contingentes, a veces hasta en sus detalles más nimios (Mc 11,2-6; 14,12-21.
27-30). Muestra, pues, por un poderosísimo don de ciencia, su señorío sobre el
mundo presente y sus acontecimientos sucesivos:
«yo os he dicho estas cosas para que, cuando llegue
la hora, os acordéis de ellas y de que yo os las he dicho» (Jn 16,4).
También el hombre nuevo, iluminado
por el Espíritu Santo con el don de ciencia, conoce profundamente las
realidades temporales, y las ve con lucidez sobrenatural, pues las mira por los
ojos de Cristo: «nosotros tenemos la mente de
Cristo» (1Cor 2,16).
Por el don de ciencia, en efecto, descubre el cristiano la hermosura del mundo visible,
su dignidad majestuosa, que es reflejo de Dios y anticipo de las realidades
definitivas, y al mismo tiempo, descubre su vanidad, es
decir, su condición creatural, transitoria, efímera y también pecadora. Este
segundo aspecto, la apresurada transitoriedad de todo el mundo visible, tiene
muchos testimonios en las páginas de la Biblia.
«Os digo, pues, hermanos, que el tiempo es corto...
Pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29.31). «Nosotros no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles,
sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles,
eternas» (2Cor 4,18).
En esta visión del don de ciencia no hay ningún desprecio por las criaturas del
mundo visible. Digamos, más bien, que hay un menosprecio: ante la plenitud del Ser Divino, lleno de bondad,
hermosura y amor, las criaturas aparecen en toda su precariedad congénita. Al
salir el sol, al manifestarse en su plenitud, desaparecen las estrellas.
A esta luz del don de ciencia qué ridículo resulta decir que hay que «partir de la realidad», cuando esta expresión se emplea como si Dios, las
Escrituras, la fe, los sacramentos, fueran entidades abstractas; mientras que
la verdadera realidad, la realidad real, sería el mundo visible (!). Quienes
así piensan -o al menos sienten- son vanos, no tienen ciencia
ni de Dios ni del mundo: no entienden nada: «son vanos por naturaleza todos los
hombres que carecen del conocimiento de Dios, y por los bienes que gozan no
alcanzan a conocer al que es la fuente de ellos, y por la consideración de las
obras no llegan a conocer a su Artífice» (Sab 13,1).
Por el contrario, el don de ciencia hace que el mundo visible transparente a
aquel mundo invisible, al que es plenamente real, y a él quede continuamente
referido. El don de ciencia, por tanto, da a sentir nuestra condición de «peregrinos y forasteros» en el mundo presente (1Pe
2,11). De este modo, toda la vida humana temporal se capta como «un tiempo de
peregrinación» (1,17).
Adviértase, en todo caso, que en modo alguno el don de ciencia implica una visión maniquea de
las criaturas, como si éstas, por serlo, fueran entidades degradadas e intrínsecamente
malas. Por el contrario, el mundo creado es revelación de la bondad y de la
hermosura de Dios, pues «lo invisible de Dios, su
eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las criaturas» (Rm
1,20; +Sab 13,4-5).
El mismo Pablo, por ejemplo, que todo lo sacrifica, con tal de gozar de Cristo,
y que, como buen enamorado, todo lo estima y considera «basura»
en comparación de su Señor (Flp 3,7-8), es precisamente quien asegura
que «todo es puro para los puros» (Tit 1,15); y que
«toda criatura de Dios es buena y nada hay reprobable, tomado con acción de
gracias» (1Tim 4,4), es decir, si es recibido como don del Creador.
El don de ciencia, por otra parte, descubre al cristiano la verdad del mundo, librándole así de
la mentira del mundo, que
no solamente envuelve y ciega a los hombres carnales, sino que incluso engaña
en no pocas cuestiones hasta a los hombres virtuosos. Éstos, aunque sea en
grados mínimos, aún están con frecuencia condicionados por la época y
circunstancia en que viven. Pues bien, el don de ciencia, por obra del Espíritu
Santo, da al cristiano una facilidad simple y segura para conocer de verdad el
mundo presente y todas sus mentiras. Solamente así puede el cristiano
participar plenamente del señorío de Cristo sobre el mundo, solamente así puede
«vivir en el mundo sin ser del mundo». Ahora
bien, sin esta libertad del mundo no puede darse en el cristiano la perfección
de la santidad.
Por eso dice el Apóstol que hemos de aspirar «a la
perfección consumada de los santos... como hombres perfectos, a la medida de la
plenitud de Cristo, para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar
de todo viento de doctrina, por el engaño de los hombres, que para engañar
emplean astutamente los artificios del error» (Ef 4,12-14).
El don de ciencia, por otra parte, es un don, un don que el Espíritu Santo da,
y que da especialmente a los humildes, no a los soberbios que se fían de sus
propios juicios y saberes. Nuestro Señor Jesucristo, en primer lugar, no era un
hombre de cultura académica, y sin embargo estaba pleno de ciencia espiritual.
Y la gente se preguntaba: «¿de dónde le viene esto,
y qué sabiduría es ésta que se le ha comunicado?... ¿No es éste el carpintero?»
(Mc 6,2-3). La ciencia del Espíritu, en efecto, es concedida por el
Padre con preferencia a los humildes y pequeños, a aquellos que no se apoyan en
sus propios saberes y erudiciones. Así lo enseña Jesús gozosamente:
«En aquella hora se sintió inundado de gozo en el
Espíritu Santo, y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultados estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado
a los pequeños. Sí, Padre, porque ése ha sido tu beneplácito» (Lc
10,31).
TEOLOGÍA
El don de ciencia es un hábito sobrenatural,
infundido por Dios con la gracia santificante en el entendimiento del hombre,
para que por obra del Espíritu Santo, juzgue rectamente, con lucidez
sobrehumana, acerca de todas las cosas creadas, refiriéndolas siempre a su fin
sobrenatural. Por tanto, en la consideración del mundo visible, el don de
ciencia perfecciona la virtud de la fe, dando a ésta una luminosidad de
conocimiento al modo divino (STh II-II,9).
Según esto, el hábito intelectual del don de ciencia es muy
distinto de la ciencia natural, que
a la luz de la razón conoce las cosas por sus causas naturales, próximas o
remotas. Es también diverso de la ciencia
teológica, en la que la razón discurre, iluminada por la fe,
acerca de Dios y del mundo.
El don de ciencia conoce profundamente las cosas creadas sin trabajo discursivo
de la razón y de la fe, sino más bien por una cierta con naturalidad con Dios,
es decir, por obra del Espíritu Santo, con rapidez y seguridad, al modo divino.
Ve y entiende con facilidad la vida presente en referencia continua a su fin
definitivo, la vida eterna.
El don de ciencia, pues, trae consigo a un tiempo dos efectos que no son
opuestos, sino complementarios. De un lado, produce una dignificación suprema de la vida presente, pues las criaturas se
hacen ventanas abiertas a la contemplación de Dios, y todos los acontecimientos
y acciones de este mundo, con frecuencia tan contingentes, tan precarios y
triviales, se revelan, por así decirlo, como causas productoras de efectos
eternos. Y de otro lado, al mismo tiempo, el don de ciencia muestra la vanidad del ser de todas las criaturas y de todas sus vicisitudes temporales,
comparadas con la plenitud del ser de Dios y de la vida eterna.
No es fácil encarecer suficientemente hasta qué punto es necesario para la perfección el don de ciencia. Y
hoy más que nunca. Todos los cristianos, los niños y los jóvenes, los novios y
los matrimonios, los profesores, los políticos, los hombres de negocios, los
párrocos y los religiosos, los obispos y los teólogos, necesitan absolutamente
del don de ciencia para que sus mentes, dóciles a Dios, queden absolutamente
libres de los condicionamientos envolventes del mundo en que viven.
Si pensamos que un cirujano que padece ofuscaciones frecuentes en la vista o
que un conductor de autobús que sufre de vez en cuando mareos y desvanecimientos,
no están en condiciones de ejercer su oficio, de modo semejante habremos de
estimar que aquéllos que reciben importantes responsabilidades de gobierno, si
no poseen suficientemente el don de ciencia, causarán sin duda grandes males en
la sociedad y en la Iglesia.
SANTOS
Al don de ciencia se le suele decir la ciencia de los santos. Así
la llamó Juan de Santo Tomás, en alusión a aquel texto de la Escritura: el Señor «les dió la ciencia de los santos» (Sab
10,10; In I-II, d.18, 43,10).
En todos los santos, es cierto, tanto en los cultos como en los incultos, ha
brillado siempre el don de ciencia, por el cual el mundo visible viene a ser revelación de Dios. Ya no
es el mundo para ellos un lastre, una distracción o una tentación, sino que se
torna para ellos en escala maravillosa hacia la perfecta unión con Dios.
San Francisco de Asís, por ejemplo, «abrazaba todas
las cosas con indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les
exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas, velas, no
queriendo extinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz
eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención a Aquel que a sí
mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquel que es la Fuente de toda
bondad, el que será todo en todas las cosas, se comunicaba a nuestro Santo
también en todas las cosas» (Tomás de Celano, II Vida cp.124).
Por el precioso don de ciencia todos los santos, como el Poverello, han encontrado a Dios en las
criaturas, y se han conmovido profundamente ante la belleza del mundo visible.
San Juan de la Cruz, por ejemplo, a un tiempo místico y poeta, halla palabras
para expresar estas maravillas que da a conocer el don de ciencia:
El alma «comienza a caminar [espiritualmente] por
la consideración y conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado,
Creador de ellas; porque, después del ejercicio del conocimiento propio, esta
consideración de las criaturas es la primera en este camino espiritual» (Cántico
5,1).
Y es que, «aunque muchas cosas hace Dios por mano ajena, como de los ángeles o
de los hombres, ésta que es crear nunca la hizo ni hace por otra que por la
suya propia. Y así el alma mucho se mueve al amor de su Amado Dios por la
consideración de las criaturas, viendo que son cosas que por su propia mano
fueron hechas» (Cántico 5,3). Ve el alma que es Él quien las mantiene en su
perenne belleza: «siempre están con verdura inmarcesible, que ni fenece ni se
marchitan con el tiempo» (5,4).
Por eso, en la contemplación del mundo, el alma creyente, iluminada por el don
de ciencia, «halla verdadero sosiego y luz divina y
gusta altamente de la sabiduría de Dios, que en la armonía de las criaturas y
hechos de Dios reluce; y siéntese llena de bienes y ajena y vacía de males, y,
sobre todo, entiende y goza de inestimable refección de amor, que la confirma
en amor» (14,4).
El don de ciencia da a conocer muy especialmente la belleza fascinante del alma humana que está en la
gracia divina:
Sobre esto, santa Catalina de Siena le decía al Beato Raimundo, su director:
«Padre mío, si viera usted el encanto de un alma racional, no dudo en absoluto
que daría cien veces la vida por la salud de esa alma, pues en este mundo no
hay nada que pueda igualar tanta belleza» (Leyenda 151). Y lo mismo
decía Santa Teresa: «el alma del justo es un
paraíso donde dice Él que tiene sus deleites... No hallo yo cosa con qué
comparar la gran hermosura de un alma» (I Moradas 1,1). Y San Juan de la
Cruz: «¡oh alma, hermosísima entre todas las
criaturas!» (Cántico 1,7).
Pero, al mismo tiempo que esta grandeza y belleza de las criaturas, el don de
ciencia muestra la vanidad profunda del
mundo presente. Los santos, por eso, siempre han entendido con
evidencia que «todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con
Dios, nada son, como dice Jeremías [4,3]» (1 Subida 4,3).
En efecto, «todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito ser de
Dios, nada es; y, por tanto, el alma que en ellas pone su
afición [desordenada], delante de Dios también es
nada y menos que nada» (ib.4,4).
El don de ciencia, de este modo, perfeccionando la fe, desengaña al hombre espiritual de todas las fascinaciones
y mentiras con que el mundo engaña a los hombres mundanos. Son indecibles las fascinaciones que el
mundo ejerce sobre los hombres, también sobre tantos cristianos: «toda la tierra seguía maravillada a la Bestia»
(Ap 13,3). El resultado es un espanto: «mi pueblo
está loco, me ha desconocido; son necios, no ven: sabios para el mal,
ignorantes para el bien» (Jer 4,22).
Santa Teresa de Jesús, por el don de ciencia, captó con especial lucidez
este engaño general en que viven los hombres.
Ella lo ve todo «al revés» de cómo lo ven los mundanos o de cómo lo veía ella
antes. Y por eso se duele al pensar en su vida antigua, «ve que es grandísima mentira, y que todos andamos en ella» (Vida
20,26); «riese de sí, del tiempo en que tenía en algo los dineros y la codicia
de ellos» (20,27), y «no hay ya quien viva,
viendo por vista de ojos el gran engaño en que andamos y la ceguedad que
traemos» (21,4). «¡Oh, qué es un alma que se
ve aquí haber de tornar a tratar con todos, a mirar y ver esta farsa de esta
vida tan mal concertada!» (21,6).
Asistido por el don de ciencia, el cristiano perfecto -santa Teresa,
concretamente- ve la mentira de las cosas
más estimadas por el mundo, y también muchas veces por los
mismos cristianos piadosos.
En cierta ocasión, doña Luisa de la Cerca enseña en su casa una colección de
joyas a su amiga Teresa de Jesús: «Ella pensó que
me alegraran. Yo estaba riéndome entre mí y habiendo
lástima de ver lo que estiman los hombres, acordándome de lo que nos tiene
guardado el Señor, y pensaba cuán imposible me sería, aunque yo conmigo misma
lo quisiese procurar, tener en algo aquellas cosas, si el Señor no me quitaba
la memoria de otras.
«Esto es un gran señorío para el alma, tan grande que no sé si lo entenderá
sino quien lo posee; porque es el propio y natural desasimiento, porque es
sin trabajo nuestro: todo lo hace Dios [es, pues, don de ciencia], que
muestra Su Majestad estas verdades de manera que quedan tan imprimidas, que se
ve claro que no lo pudiéramos por nosotros de aquella manera en tan breve
tiempo adquirir» (Vida 38,4).
El don de ciencia muestra también el pecado, por
muy escondido que esté en la práctica común y general. El santo distingue con
toda seguridad y facilidad lo que ofende a Dios y le desagrada, lo que es
contrario al Evangelio, por muy aceptado que esté en el mundo y entre los
mismos cristianos: costumbres, modas, criterios,
espectáculos, etc. Y alcanza a ver, ve con una ciencia espiritual
luminosa, la absoluta vanidad de todo aquello que en el mundo no está
ordenado a Dios. Ve cómo las criaturas no finalizadas en
su Creador, por mucho que se hinchen y aparenten -en la televisión y en la
prensa, sea en la sociedad, sea en el mismo mundo de la Iglesia, son nada,
menos que nada, por grande que sea su brillo y esplendor. Lo ve, lo ve con toda
claridad, porque el Señor mismo se lo muestra, como se lo hizo ver a Teresa:
« ¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender
que todos es mentira lo que no es agradable a mí. Con claridad
verás esto que ahora no entiendes en lo que aprovecha a tu alma.
«Y así lo he visto, sea el Señor alabado, que después acá tanta vanidad
y mentira me parece lo que yo no veo va guiado al servicio de Dios, que
no lo sabría yo decir como lo entiendo, y lástima me hacen los que veo con la
oscuridad que están en esta verdad» (Vida 40,1-2).
El santo, por el don de ciencia viene a ser desengañado del engaño colectivo;
es decir, despierta del sueño que le
mantenía espiritualmente dormido, como a tantos otros.
El Señor, sigue Teresa de Jesús, «me ha dado una manera de sueño en la vida,
que casi siempre me parece estoy soñando lo que veo: ni
contento ni pena que sea mucha no la veo en mí... Y esto es entera verdad, que
aunque después yo quiera holgarme de aquel contento o pesarme de aquella pena,
no es en mi mano, sino como lo sería a una persona discreta tener pena o gloria
de un sueño que soñó. Porque ya mi alma la
despertó el Señor de aquello que, por
no estar yo mortificada ni muerta a las cosas del mundo, me había hecho
sentimiento, y no quiere Su Majestad que se torne a cegar» (Vida 40,22).
Experiencias espirituales semejantes del don de ciencia, igualmente
impresionantes, las hallamos en Santa Catalina de Siena. Cuenta el Beato
Raimundo de Capua, dominico, director suyo:
Una vez el Señor Jesucristo se aparece a Santa Catalina y le dice: «¿Sabes, hija, quién eres tú y quién soy yo? Si llegas a saber estas dos cosas, serás
bienaventurada. Tú eres la que no es; yo, en cambio, soy el que soy» (Leyenda
92). De esta premisa parte toda la doctrina espiritual de esta Doctora. «Si el alma -decía- conoce que por sí misma no es nada y
que todo se lo debe al Señor, resulta que no confía ya en sus operaciones, sino
sólo en las de Dios. Por esto el alma dirige toda su solicitud a Él. Sin
embargo, el alma no deja para más tarde hacer lo que puede, pues al derivarse
tal confianza del amor y al causar necesariamente el amor al amante el deseo de
la cosa amada -deseo que no puede existir si el alma no hace las obras que le
son posibles- resulta que ella actúa por razón del amor. Pero no por ello
confía en su operación como cosa suya, sino como operación del Creador. Todo
esto se lo enseña perfectamente [por el don de ciencia] el conocimiento de la
nada que es y la perfección del mismo Creador» (99).
Hasta tal punto llega la lucidez espiritual sobrehumana de Catalina, y la
referencia continua que ella hacía de la criatura a su Creador, que veía ella en los hombres con más claridad sus almas que
sus cuerpos. Así se lo había pedido ella al Señor, y el Señor
se lo concedió. «Y la gracia de este don, atestigua
el Beato Raimundo, fue tan eficaz y perseverante que, a partir de entonces,
Catalina conoció mejor que los cuerpos, las operaciones y la índole de todas
las almas a las que se acercaba».
Una vez, «cuando le dije a solas que algunos murmuraban porque habían visto a
hombres y a mujeres arrodillados ante ella, sin que ella lo impidiera, me
respondió: "Sabe el Señor que yo poco o nada
veo de los movimientos de quien tengo cerca. Estoy tan ocupada leyendo sus
almas, que no me fijo para nada en sus cuerpos". Entonces le
pregunté: "¿Ves, acaso, sus almas?". Y
ella me respondió: "Padre, le revelo ahora en
confesión que desde que mi Salvador me concedió la gracia de liberar a una
cierta alma... no aparece casi nunca ante mí nadie de quien no intuya el estado
de su alma"» (151).
«Daré una confirmación de esto que he dicho.
Recuerdo que hice de intérprete entre el Sumo Pontífice Gregorio XI, de feliz
memoria, y nuestra santa virgen, porque ella no conocía el latín y el Pontífice
no sabía italiano. Mientras hablábamos, la santa virgen se lamentó de que en la
Curia Romana, donde debería haber un paraíso de celestiales virtudes, se olía
el hedor de los vicios del infierno. El Pontífice, al oírlo, me preguntó cuánto
tiempo hacía que había llegado ella a la Curia. Cuando supo que lo había hecho
pocos días antes, respondió: "¿Cómo en tan poco tiempo has podido conocer
las costumbres de la Curia Romana?". Entonces ella, cambiando súbitamente
su disposición sumisa por una actitud mayestática, tal como lo vi con mis
propios ojos, erguida, prorrumpió en estas palabras: "Por el honor de Dios
Omnipotente, me atrevo a decir que he sentido yo más el gran mal olor de los
pecados que se cometen en la Curia Romana sin moverme de Siena, mi ciudad
natal, del que sienten quienes los cometieron y los cometen todos los
días". El Papa permaneció callado, y yo, consternado, razonaba en mi
interior y me preguntaba con qué autoridad habían sido dichas unas palabras
como aquéllas a la cara de un Pontífice» (152).
Ésta es la lucidez espiritual propia del don de ciencia. Esta santa sin
estudios, más aún, analfabeta, viviendo siempre en Siena, sirviendo en la casa
de su padre, el tintorero Benincasa, penúltima de veinticinco hermanos, siendo
joven -muere a los treinta y tres años-, por el don espiritual de ciencia, por
obra del Espíritu Santo, conoce mil veces
mejor el mundo -el mundo de
su época, el corazón de los hombres, el mundillo romano eclesiástico-, que
tantos otros que, a pesar de sus muchos estudios y experiencias, no
entienden nada, y ni sospechan siquiera cuáles son los problemas
reales del siglo y de la Iglesia en que viven.
El don de ciencia da al pensamiento y a la
acción del santo una suprema libertad respecto del mundo de su tiempo. Esa
independencia total del mundo, se dice fácilmente, pero si no es por obra del
Espíritu Santo, concretamente por el don de ciencia y por otros dones suyos, es
imposible de vivir, al menos en forma plena. Conviene saberlo.
«Esta tan perfecta osadía y determinación en las
obras -advierte San Juan de la Cruz- pocos espirituales la alcanzan, porque,
aunque algunos tratan y usan este trato, nunca se acaban de perder en
algunos puntos o de mundo o de naturaleza, para hacer las obras perfectas y
desnudas por Cristo, no mirando a lo que dirán o qué parecerá... No están perdidos [del
todo] a sí mismos en el obrar; todavía tienen vergüenza de confesar a Cristo
por la obra delante de los hombres, teniendo respeto a cosas. No viven en
Cristo de veras» (Cántico 30,8).
Alude aquí a su verso «diréis que me he perdido», y aún más a la enseñanza de
Jesús: «el que quiera salvar su vida la perderá, y
el que pierda su vida por mí la encontrará» (Mt 16,25).
Aún hay, sin embargo, quien estima que los santos, especialmente los de vida
mística más alta, apenas entienden nada de la vida presente, alienados como
están de ella por su misma vida contemplativa. Pero no, ellos son los únicos que
de verdad entienden lo que sucede en el mundo y en la Iglesia de su tiempo. Eso
está claro.
DISPOSICIÓN RECEPTIVA
Con la gracia de Dios, dispongámonos a recibir el precioso don de ciencia con
estas prácticas y virtudes:
1. La oración, la meditación, la
súplica. Siempre la oración es premisa primera para la recepción de
todos los dones del Espíritu Santo, pero en éstos, como el don de ciencia, que
son intelectuales, parece que es aún más imprescindible.
2. Procurar siempre ver a Dios en la criatura. Ignorar
u olvidar que el Creador «no sólo le da el ser y el existir, sino que la
mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término»
(Catecismo 300), es dejar el alma engañada, necesariamente envuelta en
tinieblas y mentiras, en medio de la realidad presente.
3. Pensar, hablar y obrar con perfecta libertad
respecto del mundo. Es decir, no tener ningún miedo a
estimar que la mayoría -también la mayoría del pueblo
cristiano-, en sus criterios y costumbres, está en la oscuridad y en la
tristeza del error, al menos en buena parte. Aquí se nos muestra otra vez la
mutua conexión necesaria de los dones del Espíritu Santo: el don de ciencia,
concretamente, no puede darse sin el don de fortaleza.
4. Ver en todo la mano de Dios providente. Aprender
a leer en el libro de la vida -en los periódicos, en lo que
sucede, en lo que le ocurre a uno mismo-, pero aprender a leer ese libro con
los ojos de Cristo. Él es nuestro único Maestro, el único que conoce el mundo
celestial, y el único que entiende el mundo temporal, el único que comprende lo
que sucede, lo que pasa, es decir, lo que es pasando.
5. Guardarse en fidelidad y humildad. El
don de ciencia, efectivamente, es don de Dios, pero es un don que Dios concede
a los humildes, a los que, recibiendo la gracia de la humildad, le buscan, le
aman y guardan fielmente sus mandatos:
«Tu mandato me hace más sabio que mis enemigos, siempre
me acompaña. Soy más docto que todos mis
maestros, porque medito tus preceptos. Soy más sagaz que los ancianos, porque
cumplo tus leyes» (Sal 118,98-100).
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