¿Por qué existo? ¿Por qué yo soy quien soy, y no otro?
Por: Pablo Augusto Perazzo | Fuente: CEC
Más allá de querer o no, tener presente a Dios en nuestras vidas; que abramos o
no, las puertas de nuestro corazón; que nos esforcemos o no, para que Dios sea
más o menos importante para nosotros, la verdad –aceptemos o no– es que su
huella está profundamente inscrita en nuestro interior. Negar esa realidad es
negarnos a nosotros mismos. Es negar el origen y fundamento de lo que somos. De
cómo aceptemos o vivamos esta realidad dependerá nuestra realización personal.
Preguntémonos: ¿Por qué existo? ¿Por qué yo soy quien soy, y no
otro? No somos dueños de nuestras vidas. No somos nosotros
quien elegimos existir, y mucho menos ser quienes somos. Decir que existimos y
somos quién somos gracias a nuestros padres y ancestros no es equivocado, pero
quedarnos solamente con esa dimensión de la realidad sería empobrecer nuestras
existencias. Nuestros padres nos conceden la existencia genética y biológica,
nos educan, nos forman, etc… además de las características, riquezas y
deficiencias que podemos tener de por sí, mucho de lo que somos depende también
de lo que aprendemos a lo largo de nuestra vida, en los distintos lugares dónde
nos desenvolvemos. Pero aun así, hay algo en nuestro interior que define
quienes somos. Eso es nuestro espíritu. Nuestro interior. Nuestra consciencia.
Nuestro “corazón”. Es decir, nuestro “mundo interior”. Es algo muy distinto en cada
persona. Esa diferencia interior, del corazón, espiritual, no lo recibimos de
los padres, ni tampoco es algo que la sociedad poco a poco va determinando.
Tampoco somos nosotros quien lo elegimos. Así nacemos. Así lo ha querido Dios.
Querámoslo o no.
¿Qué tan profundo es nuestro mundo interior? ¿Nos sentimos satisfechos con lo que el mundo puede
ofrecernos? No hablo sólo en términos
negativos. Efectivamente, hay muchas cosas valiosas como nuestro trabajo,
estudios, la familia, nuestros hijos, etc… realidades de nuestra vida que son
fundamentales y realmente llenan de felicidad nuestro mundo interior. Pero
todas ellas son finitas, en algún momento terminan. Entonces brota la pregunta:
¿Todo eso llena y satisface plenamente nuestro
interior? O acaso ¿no buscamos alguien que
nos ofrezca una felicidad sin límites? Todos buscamos siempre lo
infinito.
Por lo tanto, si sabemos que sólo
Dios es esa persona infinita que puede saciar nuestra “hambre”
interior ¿por qué nos cuesta abrir el
corazón a Dios? Dejar que el amor de Dios llene de sentido nuestra vida.
La respuesta no es fácil. Implica muchas variables. Cada uno tiene sus propias
razones para abrir o no el corazón a Dios. Qué tipo de educación y formación
recibimos en la familia, cuánto influenciaron nuestras amistades o el mundo con
sus falsas propuestas, la educación que recibimos en las escuelas y
universidad, las corrientes de pensamiento vigentes de la determinada circunstancia
cultural en la que vivimos. Experiencias problemáticas o traumáticas que
llevaron a que cerrásemos nuestros corazones, no sólo a Dios, sino a los demás.
Esas experiencias difíciles o
traumáticas pueden generar problemas de índole psicológica que distorsionan la
manera como nos acercamos a la realidad. También las experiencias de
sufrimiento y dolor que podemos atravesar en la vida, pueden, en muchos casos,
llevar a renegar de Dios. Cómo si Dios fuera el culpable de todo lo malo que
sucede en la vida. Por otro lado, están los que creen que Dios nunca los
escucha, los que no saben cómo hablar o relacionarse con Él. Los que están tan
encerrados en sí mismos, que no son capaces de percibir la acción de Dios en
sus vidas. También están aquellos que sencillamente no conocen a Dios. Por
distintas razones nadie les habló de Dios, ni tampoco les ayudaron a acercarse
a Él. Finalmente, están nuestros propios pecados personales, que objetivamente
nos alejan de Dios, que nos hacen creer que ya no somos dignos de acercarnos a
Él. Nos desesperanzamos. Creemos que no hay salida para nuestra postración.
Estas son algunas razones por las que se hace difícil que Dios entre en
nuestros corazones. Cada persona tiene sus propias dificultades. Sino superamos
esas dificultades terminaremos alejándonos cada vez más de Él.
Sin embargo, Dios nunca se cansa
de salir a nuestro encuentro. Conoce nuestros corazones. Nos conoce mucho mejor
que nosotros mismos. Apuesta por nosotros. Desde el comienzo, luego del pecado
original, promete un Mesías, un Salvador, que vendría a liberarnos del pecado,
que vendría a iluminar la oscuridad en la que vivimos. A lo largo de toda la
historia del pueblo de Israel, Dios se fue manifestando progresivamente a
través de los Patriarcas, profetas, reyes… y, finalmente, envío su propio hijo,
que siendo Dios, nació de la Virgen María y se hizo hombre. El todopoderoso se
hizo pequeño como un bebe. El Eterno se hizo finito y mortal. Se alegró, se
entristeció y lloró. Asumió el peso de nuestros pecados. Apostó tanto por
nosotros, se involucró tanto, nos ama tanto, que llegó al punto de entregar su
Hijo único a que muriera en la cruz, por nuestros pecados.
¿Qué debemos hacer?
Si percibo algo de eso en mi vida, ¿qué tengo que cambiar? El camino, más que preguntarnos
¿qué hacer? ¿Qué cambiar? es descubrir en
Dios una persona real con quien puedo relacionarme. Puedo tener muchos y
distintos problemas, pero se trata de crecer y fomentar una relación personal.
El hecho humano de la relación personal es algo que vivimos cotidianamente. Nos
relacionamos con nuestros familiares, amigos, colegas de trabajo, etc… A partir
de la relación personal con Dios, aprenderemos a abrir nuestro corazón. Además ¿qué vamos a perder? ¿Por qué tenerle miedo? No
hay ninguna razón para temerle. Él es Dios. Nos creó por amor. Entregó su Hijo
único para morir en la Cruz por amor. ¿Qué más
podemos pedirle a Él que nos muestre cuánto nos ama? Él nos da la
verdadera felicidad. A fin de cuentas, el punto es: ¿dónde
quiero poner mi corazón? ¿Dónde está mi tesoro? Pues ahí donde descubro
el tesoro para mi vida es dónde pondré mi corazón. ¿Qué
quiere y necesita mi corazón? Abrir el corazón no es fácil, pero está en
juego nuestra felicidad.
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