«Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen y tiemblan», dice la Carta de Santiago (2, 19). En la imagen, detalle de «El ángel caído» (1847), de Alexandre Cabanel.
Ya sabemos que la próxima ley de
Memoria Democrática pretende, bajo una farfolla de delicuescencias
democratoides, la ‘resignificación’
del Valle de los Caídos y la expulsión de los monjes benedictinos de la abadía,
para después -mediante decreto- erradicar cualquier manifestación religiosa del
lugar; incluso no se descarta derribar la cruz que preside el conjunto
monumental.
La comunidad benedictina del
Valle tiene como misión primordial orar por el eterno descanso de las víctimas
de la Guerra Civil e implorar al cielo la
reconciliación sincera de los españoles.
Todo ello a la sombra de la cruz, que León Felipe describía así: «Los brazos en abrazo hacia la
tierra/ y el ástil disparándose a los cielos.// Que no haya un solo adorno/
que distraiga este gesto,/ este equilibrio humano/ de los dos
mandamientos». Contra esos dos mandamientos simbolizados en la cruz -los
brazos que acogen amorosamente a la humanidad sufriente, el ástil codicioso de
ascender también amorosamente hacia un Padre común- sólo puede alzarse el odio teológico, que como nos enseña Chesterton tiene
una «fosforescencia extraterrenal, que hace brillar
su rastro por los crepúsculos de la historia: es el halo del odio alrededor de
la Iglesia de Dios».
Sólo esa fosforescencia extraterrenal explica
que unos monjes dedicados a la oración sean expulsados de un lugar sagrado.
Sólo esa fosforescencia explica que se borren las cruces del paisaje español.
En este trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín hemos padecido en diversas ocasiones las expresiones
más cruentas de esa fosforescencia. Ahora, en esta fase democrática de la
historia, saboreamos las más sibilinas, que se disfrazan de prosa leguleya y
amaneramientos modositos. Pero unas y otras encubren la pasión más
venenosa de cuantas pueden anidar en el alma humana, el odio teológico, que ni siquiera es mero anticlericalismo, sino
odio contra la fe y contra Quien la suscita, odio contra quienes la profesan
públicamente, haciendo de su vida una oblación continua.
¿A quién puede injuriar
la visión de una cruz? ¿A quién puede ofender que unos monjes recen por las
víctimas de una guerra fratricida y por la concordia de los españoles? Sólo a quienes «creen y tiemblan». Pues
el ateo se distingue por profesar una indiferencia orgullosa hacia los más
variopintos cultos; sólo quien «cree y tiembla»
concentra su aversión exclusivamente en la fe religiosa representada en la cruz
y encarnada en unos pacíficos monjes.
La cruz y los hombres que se
dedican a propagar su doble mandato, en fin, sólo puede injuriar a quienes
desean que arrojemos incienso ante la estatua del Emperador, que en este
crepúsculo de la Historia se disfraza con los ropajes de la ‘memoria democrática’. Pero las tres o cuatro
lectoras que todavía me soportan saben bien quién es ese
Emperador. Su misión es dividir,
separar, crear inquina, acusar y calumniar. Y contra su imperio hay que
ejercer una oposición activa, si no se quiere morir en vida.
Publicado en ABC.
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