EN EL V CENTENARIO DE SU CONVERSIÓN PRESENTA LA CARTA PASTORAL DE LOS OBISPOS DEL CAMINO IGNACIANO
Este sábado 31 de julio
se celebra la festividad de San Ignacio
de Loyola, uno de los grandes santos de la Iglesia, y que este año tiene
aún más relevancia pues justamente se cumplen 500 años de la conversión de este antiguo soldado y luego
sacerdote que tanto bien haría por el catolicismo.
En este Año Jubilar Ignaciano
que se celebra ante esta fecha tan especial del quinto centenario, los
obispos de las diócesis por las que discurre el Camino Ignaciano que va de Loyola a Manresa han publicado la carta
pastoral Hago
nuevas todas las cosas.
Los prelados, que abarcan
diócesis vascas, de Navarra, Aragón y Cataluña destacan este “momento decisivo
de la vida de san Ignacio de Loyola: su conversión acaecida durante
su convalecencia y recuperación, tras
ser herido en una pierna en la defensa del castillo de Pamplona, así como su
peregrinación y estancia en Manresa”.
De este modo, en esta carta
pastoral recuerdan que “aquella experiencia, que
supuso un antes y un después en su vida, resultará un acontecimiento que traspasa los
siglos y nos llega con fuerza inspiradora. Recordar la conversión de
san Ignacio puede ser una oportunidad para acercarnos a Dios que escribe recto,
por más que los renglones se rebelen y a veces se nos tuerzan. Él sabe hacer
nuevo todo, incluso nuestras vidas”.
Uno de los objetivos es
concienciar que no se celebra un acto del pasado sino que tiene una vigencia
actual que sirve para el hombre de hoy.
“Podríamos
ser tentados de pensar que una historia así nos es ajena, que nos queda ya tan
lejos que difícilmente puede interesarnos, atraernos,
interpelarnos a nosotros, los creyentes de hoy, testigos de un cambio de época
que conlleva profundas transformaciones sociales, ideológicas y espirituales.
No es así. La experiencia de Ignacio no caduca, permanece y pertenece a todos,
ya que toca lo más hondo y profundo de la persona”, expresan los
obispos.
De hecho, la carta recalca que “la herida de su pierna le abrió los ojos a
Ignacio para poder percibir otra herida aún más profunda; la herida que el pecado ha generado en el corazón
humano y que solo puede ser cauterizada por el fuego del Espíritu Santo”.
En este año ignaciano un lugar
destaca por encima del resto. Se trata de Loyola, donde el lugar de la
conversión del santo ocupa el centro de este gran santuario. Y monseñor José Ignacio Munilla,
como vasco y obispo de San Sebastián, diócesis en la que se encuentra el pueblo
natal de Ignacio, tiene un vínculo muy especial.
En un artículo de opinión publicado
en el Diario Vasco Munilla recuerda que una ocasión un periodista le
preguntó cuál era su rincón favorito. Y
su respuesta
fue la capilla de la conversión de San Ignacio.
“Desde niño me
llamaba profundamente la atención, cada vez que visitábamos en familia aquel
lugar, el rótulo que reza: ‘Aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola’.
Me impresionaba que lo acontecido en el interior de aquel hombre en este lugar,
hace ahora exactamente 500 años, hubiera tenido tan profundas consecuencias en
la historia de muchísimas personas e instituciones…”, confiesa el obispo de San Sebastián.
Monseñor Munilla, ahora ya no
como niño sino como pastor, señala que cuando vuelve a visitar esta capilla de
la conversión y releer aquella inscripción intuye “un
mensaje de esperanza para nuestra cultura y para los hombres de nuestro
tiempo”.
“¡El cambio es
posible! ¡Es posible la esperanza! En efecto, muchos de nosotros hemos ido
entendiendo con el paso de la vida, que el nudo gordiano en el que
verdaderamente nos jugamos la felicidad, no se encuentra tanto en el devenir de
los acontecimientos que nos rodean, cuanto en la salud de nuestra alma. La
experiencia nos ha demostrado que la clave no está en cambiar de caballo, sino
de caballero. La cuestión no es cómo llegar a tener éxito, sino cómo ser feliz en la
limitación o incluso en medio del fracaso…”, enseña monseñor Munilla.
En su explicación, el prelado
vasco afirma que en un contexto como el del Mayo del 68 hablar de
conversión “suscitaba una instintiva resistencia ante la sospecha de pérdida de la propia identidad o
personalidad”.
Sin embargo, una vez que han
pasado ya varias décadas desde entonces, para Munilla “el
término de ‘conversión’ evoca la rebeldía frente a una cultura narcisista que
nos tiene atrapados y esclavizados en un bucle autorreferencial; evoca la
convicción de que existe una posibilidad de descubrir el sentido de la
existencia, más allá del practicismo y de la tentación del paradigma
tecnocrático. No creo exagerar si digo que la palabra conversión ha pasado de ser una
referencia anacrónica, a una evocación de la esperanza en el futuro”.
En este sentido, el obispo de San
Sebastián cree que el propio Ignacio pudo “pensar
erróneamente que con el giro radical que había emprendido en su vida, al romper
con los ideales mundanos para convertirse en un peregrino tras las huellas de
Jesucristo, había coronado ya su conversión”.
Pero, agrega Munilla, “nada más lejos de la realidad. Lo acontecido en la Capilla de
la conversión, no fue sino el primer paso en una historia de conversión
que se tradujo en permanecer plenamente abierto a lo que Dios iría mostrándole
en cada etapa de su vida. La conversión dura lo que dura la vida, y se traduce
en considerarnos en todo momento como alumnos de primero de Primaria;
reconociendo en Jesús la luz y la mirada limpia que nos ayudan a ver todo en su
realidad más pura y auténtica. Eso sí, el proceso de conversión interior no es
cómodo: exige sacrificio e implica que no estemos centrados en nosotros mismos.
Pero, al mismo tiempo, es el camino de la verdadera liberación; para la cual
hemos sido redimidos por Cristo”.
Volviendo nuevamente a la carta
pastoral, los obispos concluyen insistiendo en que “creer es
peregrinar, partiendo de cuanto sucede a
nuestro alrededor, de cuanto está reclamando cambio; pasando también y
principalmente por las transformaciones interiores de nuestra persona, para
poder ser cada día un poco más ese fiel reflejo de Cristo que llena de esperanza
el mundo que habitamos y lo abre a la esperanza de la Vida eterna. Creer es
compartir lo que creemos, vivimos, celebramos: el amor de un Dios Padre que nos
ha hecho sus hijos en Jesús, nuestro hermano. Y esto exige vivir y crecer
amorosamente cada día, en esta gran familia universal”.
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