Si algo ha marcado nuestras vidas durante el último año y medio es la presencia de la muerte, una muerte inesperada, amenazante y omnipresente. En ocasiones esa muerte de la que hablaban las noticias golpeaba cerca de nosotros: es el caso del añorado Javier Hernández-Pacheco. Es ya un tópico aquello de afirmar que el fallecido nos fue arrebatado demasiado pronto, pero en este caso cualquier momento hubiera sido prematuro, tan vital y buen conversador era Javier que resulta casi imposible imaginárselo declinante. Si yo, que le conocí algo, puedo afirmar esto, Francisco José Soler Gil, que le conoció profundamente, se ha visto impelido a escribir un libro, Al fin y al cabo, subtitulado precisamente «Reflexiones en la muerte de un amigo».
Estamos ante un
libro de filosofía que reflexiona desapasionadamente (con sobriedad, como
proclama Soler Gil) sobre la muerte: de modo
ordenado, lógico, siguiendo un plan trazado que el propio autor nos desvela ya
desde sus primeras páginas. Un libro que bien podría haber tomado uno de
aquellos títulos que se ponían hace varios siglos y que constituían un resumen
significativo de aquello que íbamos a encontrar, algo así como, por ejemplo, «Reflexiones e indagaciones sobre el asunto ineludible
de la muerte, con un estudio sobre el hecho biológico, biográfico, social e
individual, los modos en que ha sido explicado y su distinta verosimilitud,
seguidas de un análisis acerca de la razonabilidad de la existencia de Dios y
concluidas con unas aportaciones personales a cargo del filósofo Francisco José
Soler Gil». Soy consciente de que este estilo ya no se lleva, pero
permítanme dejar constancia de que si en un libro de hoy en día encaja un
título así es éste.
Decíamos que estamos ante un
libro de un filósofo que es también físico, y se nota. Es también un libro que
te reconcilia con la filosofía: una indagación
ordenada y honesta, capaz de exponer las diferentes alternativas y valorarlas
ecuánimemente, concediendo lo que de verdadero tienen o la intuición que
encierran posiciones que el autor descarta, confiando en la razón y exponiendo
también los límites de la que nos presenta como la postura más sólida y razonable.
Y es que en esto de la muerte hay pocas certezas más allá de su inevitabilidad
y tendremos que conformarnos en muchas ocasiones con indicios, fundados y
razonables, pero indicios. Para algunos puede parecer poco (olvídense de este
libro quienes buscan revelaciones inéditas y seguridades absolutas), pero
sinceramente creo que el libro gana así en credibilidad. Además, en tiempos de «filosofías de la sospecha» e ideologías
camufladas bajo un manto de filosofía o ciencia, seguir los
razonamientos de un filósofo de la naturaleza serio, riguroso y sobrio resulta
tan anómalo como gratificante (por
cierto, el epígrafe dedicado a mostrar la falacia de la filosofía de la
sospecha es magistral).
Soler empieza por lo más
obvio, el hecho biológico de la muerte y su impacto en nuestra biografía: la quiebra de nuestros planes personales y la ruptura de las relaciones
con quienes amamos, sentando así las
bases del objeto de su estudio. Sigue analizando la reacción social al
hecho de la muerte a través de los rituales funerarios (lo que de paso nos servirá para comprender el
fiasco de los «funerales laicos» organizados
en nuestro país con motivo de la pandemia) y los relatos sobre el
sentido de la muerte. Así llega a
uno de los puntos clave de su reflexión: el de la
relación entre cuerpo y alma, que es precisamente lo que se rompe con la muerte
y cuya comprensión es determinante para definir la visión de la muerte de cada
quien. No reproduciré aquí las argumentaciones de Soler Gil, pero
señalaré un par de aspectos, que considero muy reveladores. Por una parte la
constatación de que el alma se resiste a vivir
separada del cuerpo, intuye que ésa sería una vida degradada, por
otra la razonabilidad de que «si la realidad
primera es un ser máximamente pleno, y por tanto también inteligente, entonces
lo esperable es que el mundo obedezca a un plan… Un plan que incluirá también
un proyecto sobre cómo debería ser la vida de cada uno de nosotros».
La indagación filosófica toma
entonces el siguiente derrotero: para saber cuál será
la actitud más razonable ante la muerte habrá que considerar cuál es el
escenario posterior a la muerte más verosímil… y esto nos lleva a considerar el
elemento clave, el punto sobre el que pivota finalmente todo: la existencia de Dios,
que Soler Gil aborda de manera sintética (tenemos a nuestra disposición otros
libros del mismo autor donde aborda esta cuestión de modo extenso) y
priorizando su campo de especialización, el de la física, que para sorpresa de
algunos cientifistas de corto recorrido, cada vez es más consistente con la
hipótesis de la existencia de Dios. Se puede decir mucho más sobre la
cuestión, pero en estos «indicios de la
existencia de Dios a partir de la física» nos deja el autor unas páginas fascinantes.
Son numerosas las ocasiones en
que, leyendo estas indagaciones sobre la muerte, uno siente un enorme deseo de
sumarse a ellas, de señalar su acuerdo o matizar alguna afirmación, de
preguntar para comprender mejor o aportar un detalle que uno cree que completa
lo expuesto. Y es que estas reflexiones son también una conversación
en la que, primordialmente, Francisco José invita a su amigo Javier, de quien adivina ya algunas objeciones, y en la
que generosamente nos permite colarnos.
Concluye Soler Gil con unas
reflexiones personales que desbordan el marco puramente filosófico (pero no lo
contradicen) y que me parecen pertinentes y entrañables. Porque en última
instancia, todo se resume en saber en quién ponemos nuestra
confianza (por caminos inusitados, el autor llega allí donde san
Claudio de Colombière en su obrita «El abandono confiado a la divina Providencia»).
Hay
que confiar y dejarse sorprender, sostiene el autor, y mientras tanto rezar por los muertos, rezar por Javier, en la
confianza de que podremos de nuevo retomar con él esas conversaciones que
tanto, y muy en especial Soler, echamos de menos.
Jorge Soley
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