Designado patrón de las universidades y escuelas católicas por León XIII, fue un prodigio de inteligencia y virtud que puso al servicio de Dios.
Por: Isabel Orellana Vilches Espiritualidad y
oración | Fuente: ZENIT
(ZENIT – Roma).- El 4 de agosto de 1880 fue
designado por León XIII patrón de las universidades y escuelas católicas. No
podía ser de otro modo. Aparte de ser uno de los santos más conocidos y
aclamados en la Iglesia, es también, seguramente, el que mayor influencia ha
ejercido y sigue manteniendo en el ámbito filosófico y teológico. Y hoy desde
esta sección de ZENIT nos unimos a los millares de profesores y estudiantes que
especialmente le veneran.
De la familia de los condes de Aquino y de
Teano, emparentada con reyes europeos, vino al mundo en el castillo de
Roccasecca, Nápoles, Italia, hacia 1225. Fue el benjamín de doce hermanos.
Precoz en su interés por Dios sobre el que se preguntaba siendo muy pequeño «¿Qué és?» –cuestión a la que trataría de dar
respuesta toda su vida–, se afanaba en el estudio y en la oración. Excepcionalmente
dotado para la investigación, pronto superó a sus egregios profesores
universitarios en Nápoles, Pietro Martín y Petrus Hibernos, hecho que se
reprodujo con Pedro de Irlanda. El predicador dominico fray Juan de San
Giuliano terminó de despertar su vocación a la vida religiosa y, sin plantear
esta opción a sus padres, tomó el hábito a sus 19 años. La condesa se apresuró
a viajar a Nápoles para ver a su hijo, pero los dominicos ya le habían
destinado a Roma anticipándose a un hecho que de antemano consideraron sería
irremediable: que sus padres se llevarían al
novicio con ellos.
La persecución familiar se puso en marcha. Y sus
hermanos, aguerridos soldados al servicio del rey, lo mantuvieron a buen
resguardo durante dos años urdiendo tretas diversas, algunas rocambolescas,
para derrocar su voluntad de entrega a Dios. La madre se apiadó y fue abriendo
la mano progresivamente: autorización de lecturas de textos eruditos y obras de
piedad, además de las Sagradas Escrituras. Cuando le permitieron abandonar el encierro,
su progresión intelectual dejó a todos admirados. Fue enviado a Roma, de allí a
París, y luego a Colonia, donde tuvo como maestro a san Alberto Magno. En esta
ciudad fue ordenado sacerdote.
Mostraba una gran devoción por Cristo, en
particular por la cruz y también por la Eucaristía así como por la Virgen
María. Se caracterizaba por su inocencia evangélica y espíritu religioso; era
sencillo, cercano, fiel al carisma dominico. Su breve existencia estuvo marcada
por la oración, la predicación, la enseñanza y la escritura. La vida espiritual
para él era fundamentalmente la caridad que culmina en oración y contemplación;
ambas revierten en un aumento de aquélla virtud teologal. Pensaba, y así lo
dejó escrito: que a Dios es mejor amarle que
conocerle.
Se había propuesto buscar denodadamente la
verdad con este lema: «contemplata aliis trajere», esto
es, participar a otros el fruto de su reflexión. Hombre de extraordinaria
inteligencia y memoria portentosa, siendo alumno se convirtió en profesor de
filosofía y de teología. Primeramente, y por deseo de sus superiores, enseñó en
París, y luego daría clases en Orvieto, Roma y Nápoles. Una de sus aplaudidas
tesis es el reconocimiento de que no existe oposición entre fe y razón, sino
que ambas se necesitan y complementan.
Para él no existía el tiempo; se quedaba
completamente enfrascado en el estudio. Sus escritos y discursos denotan su
sabiduría y el grado de su hondura espiritual. Y es que el estudio era oración
para él y la oración estudio. Antes de ejercitar la labor docente, discutir,
estudiar o escribir, oraba, y muchas veces lo hacía envuelto en lágrimas.
Dedicaba muchas horas a la oración, postrado de hinojos ante el crucifijo. Así
brotaron muchas de sus obras. El «doctor angélico» fue una persona devota que
no dejó a nadie indiferente. Sus compañeros decían: «la
ciencia de Tomás es muy grande, pero su piedad es más grande todavía. Pasa
horas y horas rezando, y en la misa, después de la elevación, parece que
estuviera en el paraíso. Y hasta se le llena el rostro de resplandores de vez
en cuando mientras celebra la Eucaristía». Su obra máxima, la Summa
Theologiae, de 14 tomos, es un ejemplo de síntesis y de claridad.
Renunció a ser arzobispo de Nápoles en 1265,
como deseaba Clemente IV, que aceptó su decisión. El pontífice le encargó que
escribiera los himnos para la festividad del Cuerpo y Sangre de Cristo, y
compuso el Pange lingua (Tantum ergo), Adoro te devote y otros bellísimos
cantos dedicados a la Eucaristía. Después de haber escrito tratados
hermosísimos acerca de Jesús en la Eucaristía, sintió Tomás que se le decía en
una visión: «Tomás, has hablado bien de Mí. ¿Qué
quieres a cambio?». El santo le respondió: «Señor:
lo único que yo quiero es amarte, amarte mucho, y agradarte cada vez más». Brotaba
de su interior esta ferviente oración: «Concédeme, te ruego, una
voluntad que te busque, una sabiduría que te encuentre, una vida que te agrade,
una perseverancia que te espere con confianza y una confianza que al final
llegue a poseerte».
Con frecuencia experimentaba raptos y éxtasis.
En uno de ellos, el 6 de diciembre de 1273, mientras oficiaba la misa las
revelaciones que recibió debieron tener tal altura que abandonó la pluma para
siempre: «No puedo hacer más. Se me han revelado
tales secretos que todo lo que he escrito hasta ahora parece que no vale para
nada».
Murió el 7 de marzo de 1274 en el monasterio
cisterciense de Fossanova, cuando partía hacia el concilio de Lyon. Fue
canonizado por Juan XXII el 18 de julio de 1323. San Pío V lo proclamó doctor
de la Iglesia el 11 de abril de 1567.
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