Todos necesitamos algo de esperanza humana antes de emprender nuevas tareas.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
Los expertos anunciaron que
la epidemia alcanzaría su pico en mayo. El pico llegó en junio.
Los meteorólogos dijeron
que este verano sería especialmente seco. Luego, las lluvias veraniegas
sorprendieron a todos.
Las encuestas dieron al
partido de gobierno más de 30 % de votos en las elecciones. Lograron menos del
20 % de votos...
En muchas ocasiones los pronósticos se
equivocan. Quizá en algunos temas sea comprensible, como en la meteorología. En
otros temas resulta más sorprendente y problemático.
A pesar de tantos errores (también hay aciertos,
en ocasiones casuales), los analistas, los expertos, los periodistas, no dejan
de publicar sus pronósticos.
El hombre tiene una tendencia ineliminable a
conocer la verdad, también con la mirada puesta en el futuro, y espera
encontrar algo de luz en los pronósticos.
Pero el futuro está envuelto en una extraña
tiniebla: muchos factores y aspectos hacen muy
difícil conocer ese futuro en toda su complejidad. Por eso muchos
pronósticos fracasan.
A pesar de sus límites, sobre todo cuando el
paso del tiempo desmiente unas previsiones fallidas, los pronósticos no dejan
de influir poderosamente en la gente.
Si anuncian bonanza, mejoras económicas o un
próximo fin de la inseguridad, los pronósticos generan confianza. Si prevén
desastres, tensiones y un aumento del paro, provocan angustia.
Por encima de lo que los pronósticos generen en
cada uno, todos necesitamos algo de esperanza humana antes de emprender nuevas
tareas, desde una previsión sencilla de que todo saldrá más o menos bien.
Luego llegará la realidad. Los resultados podrán
ser buenos o malos, previstos o imprevistos. Lo importante es saber acogerlos
serenamente y descubrir, en las nuevas circunstancias, qué se nos pide para mejorar
un poco nuestras vidas y las de aquellos que dependen de nosotros.
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