Hace
unos días, ya os dije, vi un documental de una hora sobre la iglesia que fundó
un tal Jim Jones en California y que llevó al suicidio a casi las 2000 personas
que hizo que se trasladaran a la Guyana. De pequeño vi las noticias en la
televisión. Era yo lo suficientemente niño para no entender que eso que
apareció en la pantalla eran dos mil cadáveres. Los adeptos envenenaron a sus
hijitos. Quedan las grabaciones en audio de lo que se decía por los micrófonos
cuando estos estaban empezando a dar los primeros síntomas de intoxicación.
Terrible.
Esa noche
que vi el documental, me enteré de otro sujeto que es lo que lo que la Biblia
llama un falso profeta, este vivió en
Detroit, se llamaba James Francis Jones. Murió en 1971. Su estilo de vida era
impresionantemente lujoso y sus ideas nefastas. Era increíble que uno solo
creyera a semejante sujeto que tenía escrito en la cara que lo que decía no
tenía ni pies ni revés. Vivió como un millonario y, cada vez más, sus
vestimentas estrafalarias mostraban, con mayor claridad, que algo no funcionaba
bien en su cabeza o en su alma.
Hoy he estado hojeando la vida
del fundador de la cienciología, gracias a un artículo del siempre acertado
Luís Santamaría (el que más sabe de sectas en España). La vida de L. Ron
Hubbard es tan impresionante, para mal, como las de los otros dos falsos
profetas: falsedades, falsedades, falsedades. Una
vida fundada en el error y dedicada a esparcir el error. Si no se ha hecho una
buena película es solamente porque el que la haga tendrá que ir a los
tribunales. Pero con leer su vida, el guion ya está hecho.
En la primera
redacción del post, se me había olvidado mencionar a Charles Manuel “Sweet Daddy” Grace, vivió en Harlem, 1881-1960.
Leí y miré bastantes fotografías de este personaje. Os aseguro que verle me
produce repugnancia física. Insisto, física.
Me pregunto cómo es posible que no se abra la
tierra bajo los pies de estas personas que llevan a las almas a abismos de
sufrimiento aquí en la tierra y quién sabe a dónde en el más allá. Uno se
pregunta por qué el Señor no actúa. Pero seguro que su falta de actuación es
aparente. Y que, aunque no lo veamos, Dios sí que obra. Si Dios existe, no
puede quedarse sin hacer nada ante estos “monstruos
para las almas”.
P. FORTEA
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