El Papa Francisco
presidió, desde el altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro del
Vaticano, la Misa por la Solemnidad de Pentecostés este domingo 31 de mayo. En
su homilía, el Santo Padre reflexionó sobre la enseñanza contenida en los
Evangelios y en la predicación de San Pablo en la que se explica que “el
Espíritu Santo es la unidad que reúne a la diversidad; y que la Iglesia nació
así: nosotros, diversos, unidos por el Espíritu Santo.
A continuación, la
homilía completa del Papa Francisco:
«Hay diversidad de
carismas, pero un mismo Espíritu» (1 Co 12,4), escribe el apóstol Pablo a los corintios; y continúa
diciendo: «Hay diversidad de ministerios, pero un
mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios» (vv.
5-6).
Diversidad-unidad: San Pablo insiste en juntar dos palabras que parecen
contraponerse. Quiere indicarnos que el Espíritu Santo es la unidad que
reúne a la diversidad; y que la Iglesia nació así: nosotros,
diversos, unidos por el Espíritu Santo.
Vayamos, pues, al comienzo de la
Iglesia, al día de Pentecostés. Y fijémonos en los Apóstoles: muchos de ellos
eran gente sencilla, pescadores, acostumbrados a vivir del trabajo de sus
propias manos, pero estaba también Mateo, un instruido recaudador de impuestos.
Había orígenes y contextos sociales diferentes, nombres hebreos y nombres
griegos, caracteres mansos y otros impetuosos, así como puntos de vista y
sensibilidades distintas. Todos eran diferentes.
Jesús no los había cambiado, no
los había uniformado y convertido en ejemplares producidos en serie. No. Había
dejado sus diferencias y, ahora, ungiéndolos con el Espíritu Santo, los une. La
unión se realiza con la unción. En Pentecostés los Apóstoles comprendieron la
fuerza unificadora del Espíritu.
La vieron con sus propios ojos
cuando todos, aun hablando lenguas diferentes, formaron un solo pueblo: el pueblo de Dios, plasmado por el Espíritu, que
entreteje la unidad con nuestra diversidad, y da armonía porque es armonía. Él
es la armonía.
Pero volviendo a nosotros, la
Iglesia de hoy, podemos preguntarnos: “¿Qué es lo
que nos une, en qué se fundamenta nuestra unidad?”. También entre
nosotros existen diferencias, por ejemplo, de opinión, de elección, de
sensibilidad.
La tentación está siempre en
querer defender a capa y espada las propias ideas, considerándolas válidas para
todos, y en llevarse bien sólo con aquellos que piensan igual que nosotros.
Esta es una fea tentación que divide. Pero esta es una fe construida a nuestra
imagen y no es lo que el Espíritu quiere. En consecuencia, podríamos pensar que
lo que nos une es lo mismo que creemos y la misma forma de comportarnos.
Sin embargo, hay mucho más que
eso: nuestro principio de unidad es el Espíritu Santo. Él nos recuerda que,
ante todo, somos hijos amados de Dios. Todos iguales en esto, y todos
diferentes. El Espíritu desciende sobre nosotros, a pesar de todas nuestras
diferencias y miserias, para manifestarnos que tenemos un solo Señor, Jesús, y
un solo Padre, y que por esta razón somos hermanos y hermanas. Empecemos de
nuevo desde aquí, miremos a la Iglesia como la mira el Espíritu, no como la
mira el mundo. El mundo nos ve de derechas y de izquierdas, con esta ideología,
con esa otra; el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús. El mundo ve
conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios.
La mirada mundana ve estructuras
que hay que hacer más eficientes; la mirada espiritual ve hermanos y hermanas
mendigos de misericordia. El Espíritu nos ama y conoce el lugar que cada uno
tiene en el conjunto: para Él no somos confeti
llevado por el viento, sino teselas irremplazables de su mosaico.
Regresemos al día de Pentecostés
y descubramos la primera obra de la Iglesia: el anuncio. Y, aun así, notamos
que los Apóstoles no preparan ninguna estrategia. Cuando estaban encerrados
allí, en el cenáculo, no pensaban en una estrategia. No tienen un plan
pastoral.
Podrían haber repartido a las
personas en grupos, según sus distintos pueblos de origen, o dirigirse primero
a los más cercanos y, luego, a los lejanos; también hubieran podido esperar un
poco antes de comenzar el anuncio y, mientras tanto, profundizar en las
enseñanzas de Jesús, para evitar riesgos, pero no.
El Espíritu no quería que la
memoria del Maestro se cultivara en grupos cerrados, en cenáculos donde se toma
gusto a “hacer el nido”. Esa es una mala
enfermedad que puede afectar a la Iglesia. La Iglesia no comunidad, no familia,
no madre, sino nido.
El Espíritu abre, reaviva,
impulsa más allá de lo que ya fue dicho y fue hecho, más allá de los ámbitos de
una fe tímida y desconfiada. En el mundo, todo se viene abajo sin una
planificación sólida y una estrategia calculada.
En la Iglesia, por el contrario,
es el Espíritu quien garantiza la unidad a los que anuncian. Por eso, los
apóstoles se lanzan, poco preparados, corriendo riesgos; pero salen. Un solo
deseo los anima: dar lo que han recibido.
Es bello ese inicio de la Carta
de San Juan, “aquello que nosotros hemos recibido,
hemos visto, os lo damos a vosotros”.
Finalmente llegamos a entender
cuál es el secreto de la unidad, el secreto del Espíritu. Es el don. Porque Él
es don, vive donándose a sí mismo y de esta manera nos mantiene unidos,
haciéndonos partícipes del mismo don.
Es importante creer que Dios es
don, que no actúa tomando, sino dando. ¿Por qué es
importante? Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo
entendemos a Dios. Si tenemos en mente a un Dios que arrebata y se impone,
también nosotros quisiéramos arrebatar e imponernos: ocupando espacios, reclamando
relevancia, buscando poder. Pero si tenemos en el corazón a un Dios que es don,
todo cambia.
Si nos damos cuenta de que lo que
somos es un don suyo, gratuito e inmerecido, entonces también a nosotros nos
gustaría hacer de nuestra vida un don. Y así, amando humildemente, sirviendo
gratuitamente y con alegría, daremos al mundo la verdadera imagen de Dios. El
Espíritu, memoria viviente de la Iglesia, nos recuerda que nacimos de un don y
que crecemos dándonos; no preservándonos, sino entregándonos sin reservas.
Queridos hermanos y hermanas: Examinemos nuestro corazón y preguntémonos qué es lo que
nos impide darnos. Tres son los enemigos del don, siempre agazapados en la
puerta del corazón: el narcisismo, el victimismo y el pesimismo. El
narcisismo, que lleva a la idolatría de sí mismo y a buscar sólo el propio
beneficio. El narcisista piensa: “La vida es buena
si obtengo ventajas”.
Y así llega a decirse: “¿Por qué tendría que darme a los demás?”. En esta
pandemia, cuánto duele el narcisismo, el preocuparse de las propias
necesidades, indiferente a las de los demás, el no admitir las propias
fragilidades y errores. Pero también el segundo enemigo, el victimismo, es
peligroso.
El victimista está siempre
quejándose de los demás: “Nadie me entiende, nadie
me ayuda, nadie me ama, ¡están todos contra mí!”. Cuántas veces hemos
escuchado estos lamentos. Y su corazón se cierra, mientras se pregunta: “¿Por qué los demás no se donan a mí?”.
En el drama que vivimos, ¡qué grave es el victimismo! Pensar que no hay
nadie que nos entienda y sienta lo que vivimos. Por último, está el pesimismo.
Aquí la letanía diaria es: “Todo está mal, la
sociedad, la política, la Iglesia...”. El pesimista arremete contra el
mundo entero, pero permanece apático y piensa: “Mientras
tanto, ¿de qué sirve darse? Es inútil”.
Y así, en el gran esfuerzo que
supone comenzar de nuevo, qué dañino es el pesimismo, ver todo negro y repetir
que nada volverá a ser como antes. Cuando se piensa así, lo que seguramente no
regresa es la esperanza.
Estos son los tres enemigos, el
dios narcisista del espejo, el “dios espejo”, el
“dios lamento”, me siento persona en el
lamento, y el “dios negatividad”, todo es
negro, todo oscuro.
Nos encontramos ante una carestía
de esperanza y necesitamos valorar el don de la vida, el don que es cada uno de
nosotros. Por esta razón, necesitamos el Espíritu Santo, don de Dios que nos
cura del narcisismo, del victimismo y del pesimismo. Nos sana del espejo, de
los lamentos y de la oscuridad.
Pidámoslo: Espíritu Santo, memoria de Dios, reaviva en nosotros el
recuerdo del don recibido. Líbranos de la parálisis del egoísmo y enciende en
nosotros el deseo de servir, de hacer el bien. Porque peor que esta
crisis, es solamente el drama de desaprovecharla, encerrándonos en nosotros
mismos.
Ven, Espíritu Santo, Tú que eres
armonía, haznos constructores de unidad; Tú que siempre te das, concédenos la
valentía de salir de nosotros mismos, de amarnos y ayudarnos, para llegar a ser
una sola familia. Amén.
Redacción ACI Prensa
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