Con el Espíritu Santo entramos en el mundo del
amor. Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es transformado en lo más
profundo de su corazón.
Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
PENTECOSTÉS FUE UN DÍA ÚNICO
EN LA HISTORIA HUMANA.
En la Creación del mundo, el Espíritu cubría las aguas, “trabajaba”
para suscitar la vida.
En la historia del hombre, el Espíritu preparaba y enviaba mensajeros,
patriarcas, profetas, hombres justos, que indicaban el camino de la justicia,
de la verdad, de la belleza, del bien.
En la plenitud de los tiempos, el Espíritu descendió sobre la Virgen María, y
el Verbo se hizo Hombre.
En el inicio de su vida pública, el Espíritu se manifestó sobre Cristo en el
Jordán, y nos indicó ya presente al Mesías.
Ese Espíritu descendió sobre los creyentes la mañana de Pentecostés. Mientras
estaban reunidos en oración, junto a la Madre de Jesús, la Promesa, el Abogado,
el que Jesús prometió a sus discípulos en la Última Cena, irrumpió y se posó
sobre cada uno de los discípulos en forma de lenguas de fuego (cf. Hch 2,1-13).
Desde ese momento empieza a existir la Iglesia. Por eso es fiesta grande, es
nuestro “cumpleaños”.
Lo explicaba san Ireneo (siglo II) con estas hermosas palabras: “Donde
está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de
Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse
de la Iglesia significa rechazar al Espíritu (...) excluirse de la vida”
(Adversus haereses III,24,1).
Con el Espíritu Santo tenemos el espíritu de Jesús y entramos en el mundo del
amor. Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es transformado en lo más
profundo de su corazón, es enriquecido con una fuerza especial en el sacramento
de la Confirmación, empieza a formar parte del mundo de Dios.
Benedicto XVI explicaba cómo en Pentecostés ocurrió algo totalmente opuesto a
lo que había sucedido en Babel (Gen 11,1-9). En aquel oscuro momento del
pasado, el egoísmo humano buscó caminos para llegar al cielo y cayó en
divisiones profundas, en anarquías y odios. El día de Pentecostés fue,
precisamente, lo contrario.
“El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones,
levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por
el contrario, capacita a los corazones para comprender las lenguas de todos,
porque reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre la tierra y el
cielo. El Espíritu Santo es el Amor” (Benedicto XVI, homilía del
4 de junio de 2006).
Por eso mismo Pentecostés es el día que confirma la vocación misionera de la
Iglesia: los Apóstoles empiezan a predicar, a difundir la gran noticia, el
Evangelio, que invita a la salvación a los hombres de todos los pueblos y de
todas las épocas de la historia, desde el perdón de los pecados y desde la vida
profunda de Dios en los corazones.
Pentecostés es fiesta grande para la Iglesia. Y es una llamada a abrir los
corazones ante las muchas inspiraciones y luces que el Espíritu Santo no deja
de susurrar, de gritar. Porque es Dios, porque es Amor, nos enseña a perdonar,
a amar, a difundir el amor.
Podemos hacer nuestra la oración que compuso el Cardenal Jean Verdier
(1864-1940) para pedir, sencillamente, luz y ayuda al Espíritu Santo en las mil
situaciones de la vida ordinaria, o en aquellos momentos más especiales que
podamos atravesar en nuestro caminar hacia el encuentro eterno con el Padre de
las misericordias.
“Oh Espíritu Santo,
Amor del Padre, y del Hijo:
Inspírame siempre lo que
debo pensar, lo que debo decir,
cómo debo decirlo, lo
que debo callar, cómo debo actuar,
lo que debo hacer, para
gloria de Dios, bien de las almas
y mi propia santificación.
Espíritu Santo, dame agudeza para
entender, capacidad para retener,
método y facultad para prender, sutileza para interpretar, gracia
y eficacia para hablar.
Dame acierto al empezar, dirección al
progresar y perfección al acabar.
Amén”
(Cardenal Verdier).
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