Con motivo de la próxima Jornada Misionera Mundial,
que se celebrará el domingo 18 de octubre, la Oficina de Prensa del Vaticano
difundió este domingo 31 de mayo, Solemnidad de Pentecostés, el mensaje del
Papa Francisco que lleva por título “Aquí estoy, mándame”, obtenido de un
versículo del Libro de Isaías.
A continuación, el texto completo del mensaje del
Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias a Dios por la dedicación con que se vivió en toda la Iglesia
el Mes Misionero Extraordinario durante el pasado mes de octubre. Estoy seguro
de que contribuyó a estimular la conversión misionera de muchas comunidades, a
través del camino indicado por el tema: “Bautizados
y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en el mundo”.
En este año, marcado por los sufrimientos y desafíos causados por la
pandemia del COVID19, este camino misionero de toda la Iglesia continúa a la
luz de la palabra que encontramos en el relato de la vocación del profeta
Isaías: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). Es
la respuesta siempre nueva a la pregunta del Señor: «¿A
quién enviaré?» (ibíd.).
Esta llamada viene del corazón de Dios, de su misericordia que interpela
tanto a la Iglesia como a la humanidad en la actual crisis mundial. «Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos
sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos
en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo,
importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de
confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos,
que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38),
también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta,
sino sólo juntos» (Meditación en la Plaza San Pietro, 27 marzo 2020).
Estamos realmente asustados, desorientados y atemorizados. El dolor y la
muerte nos hacen experimentar nuestra fragilidad humana; pero al mismo tiempo
todos somos conscientes de que compartimos un fuerte deseo de vida y de
liberación del mal.
En este contexto, la llamada a la misión, la invitación a salir de
nosotros mismos por amor de Dios y del prójimo se presenta como una oportunidad
para compartir, servir e interceder. La misión que Dios nos confía a cada uno
nos hace pasar del yo temeroso y encerrado al yo reencontrado y renovado por el
don de sí mismo.
En el sacrificio de la cruz, donde se cumple la misión de Jesús (cf. Jn
19,28-30), Dios revela que su amor es para todos y cada uno de nosotros (cf. Jn
19,26-27). Y nos pide nuestra disponibilidad personal para ser enviados, porque
Él es Amor en un movimiento perenne de misión, siempre saliendo de sí mismo
para dar vida.
Por amor a los hombres, Dios Padre envió a su Hijo Jesús (cf. Jn 3,16).
Jesús es el Misionero del Padre: su Persona y su obra
están en total obediencia a la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34; 6,38;
8,12-30; Hb 10,5-10).
A su vez, Jesús, crucificado y resucitado por nosotros, nos atrae en su
movimiento de amor; con su propio Espíritu, que anima a la Iglesia, nos hace
discípulos de Cristo y nos envía en misión al mundo y a todos los pueblos.
«La misión, la “Iglesia en salida” no es un
programa, una intención que se logra mediante un esfuerzo de voluntad. Es
Cristo quien saca a la Iglesia de sí misma. En la misión de anunciar el Evangelio,
te mueves porque el Espíritu te empuja y te trae» (Sin Él no podemos hacer nada, LEVSan Pablo, 2019, 16-17).
Dios siempre nos ama primero y con este amor nos encuentra y nos llama.
Nuestra vocación personal viene del hecho de que somos hijos e hijas de Dios en
la Iglesia, su familia, hermanos y hermanas en esa caridad que Jesús nos
testimonia.
Sin embargo, todos tienen una dignidad humana fundada en la llamada
divina a ser hijos de Dios, para convertirse por medio del sacramento del
bautismo y por la libertad de la fe en lo que son desde siempre en el corazón
de Dios.
Haber recibido gratuitamente la vida constituye ya una invitación
implícita a entrar en la dinámica de la entrega de sí mismo: una semilla que madurará en los bautizados, como
respuesta de amor en el matrimonio y en la virginidad por el Reino de Dios.
La vida humana nace del amor de Dios, crece en el amor y tiende hacia el
amor. Nadie está excluido del amor de Dios, y en el santo sacrificio de Jesús,
el Hijo en la cruz, Dios venció el pecado y la muerte (cf. Rm 8,31-39). Para
Dios, el mal —incluso el pecado— se convierte en un desafío para amar y amar
cada vez más (cf. Mt 5,38-48; Lc 23,33-34). Por ello, en el misterio pascual,
la misericordia divina cura la herida original de la humanidad y se derrama
sobre todo el universo.
La Iglesia, sacramento universal del amor de Dios para el mundo,
continúa la misión de Jesús en la historia y nos envía por doquier para que, a
través de nuestro testimonio de fe y el anuncio del Evangelio, Dios siga manifestando
su amor y pueda tocar y transformar corazones, mentes, cuerpos, sociedades y
culturas, en todo lugar y tiempo.
La misión es una respuesta libre y consciente a la llamada de Dios, pero
podemos percibirla sólo cuando vivimos una relación personal de amor con Jesús
vivo en su Iglesia.
Preguntémonos: ¿Estamos listos para recibir
la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, para escuchar la llamada a la
misión, tanto en la vía del matrimonio como de la virginidad consagrada o del
sacerdocio ordenado, como también en la vida ordinaria de todos los días?
¿Estamos dispuestos a ser enviados a cualquier
lugar para dar testimonio de nuestra fe en Dios, Padre misericordioso, para
proclamar el Evangelio de salvación de Jesucristo, para compartir la vida divina
del Espíritu Santo en la edificación de la Iglesia? ¿Estamos prontos, como
María, Madre de Jesús, para ponernos al servicio de la voluntad de Dios sin
condiciones (cf. Lc 1,38)?
Esta disponibilidad interior es muy importante para poder responder a Dios:
“Aquí estoy, Señor, mándame” (cf. Is 6,8). Y
todo esto no en abstracto, sino en el hoy de la Iglesia y de la historia.
Comprender lo que Dios nos está diciendo en estos tiempos de pandemia
también se convierte en un desafío para la misión de la Iglesia. La enfermedad,
el sufrimiento, el miedo, el aislamiento nos interpelan.
Nos cuestiona la pobreza de los que mueren solos, de los desahuciados,
de los que pierden sus empleos y salarios, de los que no tienen hogar ni
comida. Ahora, que tenemos la obligación de mantener la distancia física y de
permanecer en casa, estamos invitados a redescubrir que necesitamos relaciones
sociales, y también la relación comunitaria con Dios.
Lejos de aumentar la desconfianza y la indiferencia, esta condición
debería hacernos más atentos a nuestra forma de relacionarnos con los demás. Y
la oración, mediante la cual Dios toca y mueve nuestro corazón, nos abre a las
necesidades de amor, dignidad y libertad de nuestros hermanos, así como al
cuidado de toda la creación.
La imposibilidad de reunirnos como Iglesia para celebrar la Eucaristía
nos ha hecho compartir la condición de muchas comunidades cristianas que no
pueden celebrar la Misa cada domingo.
En este contexto, la pregunta que Dios hace: «¿A
quién voy a enviar?», se renueva y espera nuestra respuesta generosa y
convencida: «¡Aquí estoy, mándame!» (Is
6,8). Dios continúa buscando a quién enviar al mundo y a cada pueblo, para
testimoniar su amor, su salvación del pecado y la muerte, su liberación del mal
(cf. Mt 9,35-38; Lc 10,1-12).
La celebración la Jornada Mundial de la Misión también significa
reafirmar cómo la oración, la reflexión y la ayuda material de sus ofrendas son
oportunidades para participar activamente en la misión de Jesús en su Iglesia.
La caridad, que se expresa en la colecta de las celebraciones litúrgicas
del tercer domingo de octubre, tiene como objetivo apoyar la tarea misionera
realizada en mi nombre por las Obras Misionales Pontificias, para hacer frente
a las necesidades espirituales y materiales de los pueblos y las iglesias del
mundo entero y para la salvación de todos.
Que la Bienaventurada Virgen María, Estrella de la evangelización y
Consuelo de los afligidos, Discípula misionera de su Hijo Jesús, continúe
intercediendo por nosotros y sosteniéndonos.
Roma, San Juan de Letrán, 31 de mayo de 2020,
Solemnidad de Pentecostés.
FRANCISCO
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