La «pastoral» –de
«organizar líos», de «comunidad horizontal», «de escuchar, y que ellos
«disciernan» lo que quieran», etc., etc.,- llevada a cabo por los últimos
sacerdotes que se habían hecho cargo de la iglesia había acabado en esa
situación, con casi todos los fieles «en fuga».
La iglesia de un suburbio de
una gran ciudad europea -prefiero no indicar la ciudad, también porque no es el
único caso de situaciones semejantes- está enclavada en una zona que, hoy,
acoge a una mayoría considerable de musulmanes.
Durante varios años, sus cinco
puertas han permanecida cerradas, excepto una que se abría los domingos para
que no más de 50 personas pudieran vivir la Santa Misa. Terminada la
celebración, la puerta se volvía a cerrar hasta la semana siguiente. La «pastoral» –de «organizar
líos», de «comunidad horizontal», «de
escuchar, y que ellos «disciernan» lo que quieran», etc., etc.,- llevada
a cabo por los últimos sacerdotes que se habían hecho cargo de la iglesia había
acabado en esa situación, con casi todos los fieles «en
fuga».
Ante la perspectiva de
abandonar el lugar, vender el templo o intentar volver a sembrar la palabra de
Dios en ese rincón de la ciudad, el arzobispo se decidió por la última
solución, y encargo a un sacerdote ordenado a los 30 años, después de
convertirse de una juventud alejada de la iglesia, de Dios.
El sacerdote se presentó en la
zona, en la iglesia, desde el primer día de su llegada vestido claramente de
sacerdote. No cabía la menor duda. Y además lo decía con toda claridad,
alegando que todo el mundo tenía el derecho de ver a un sacerdote fuera del
templo.
Los primeros domingos, todo
siguió igual. A un par de matrimonios jóvenes fieles asistentes a la Misa
dominical con sus hijos pequeños, el sacerdote les pidió ayuda para adecentar
el templo, que se encontraba muy abandonado. Poco podían hacer, pero algo se
consiguió. Manteles del altar limpios; pavimento menos sucio; ornamentos sacerdotales
mejor planchados; etc.
Un ya maduro organista que
había abandonado la práctica religiosa, al ver a un cura vestido de cura se
animó de nuevo a entrar en el tempo. Le bastó ver que la luz del Sagrario
estaba encendida, que en ese momento, cinco personas estaban adorando al
Santísimo Sacramento expuesto en el altar, y que el cura estaba arrodillado
adorando también, para emocionarse un poco, y dirigirse al órgano. Lo liberó de
la tela que lo cubría y del polvo acumulado, y comenzó a teclear las notas del «Adoro te devote». El sacerdote volvió la cabeza,
y sonrió.
El sacerdote estaba a
disposición de todo el que se le acercase. Después de un par de meses, ya
comenzó a confesar a fieles que habían abandonado el sacramento de la
Reconciliación desde hacía varios años. El tempo era amplio, y pronto empezó a
estar más concurrido. Doscientas y hasta trescientas personas, participaban ya
en las dos Misas dominicales, y unas veinte aparecían los demás días de la
semana para vivir la Misa, que había vuelto a celebrarse a diario.
Homilías breves, serias,
concretas, que hablaban de Dios, de Cristo, de los Sacramentos, de la
Eucaristía, del Matrimonio y de las familias; y en las Misas de funeral, de la
vida eterna, del cielo y del infierno, etc., del pecado y del arrepentimiento
para recibir la misericordia de Dios; comenzaron a llenar el corazón de los
fieles: Dios seguía ahí; y el sacerdote trataba de reflejar el amor que Dios
les tenía en Cristo Nuestro Señor.
En poco más de año y medio; la
iglesia abrió las cinco puertas, y las mantuvo abiertas todos los días, de 8 de
la mañana a 8 de la noche. Y el sacerdote siempre estaba allí, unas veces con
sotana, otras con clergyman; siempre
reconocible. Unas veces rezando en solitario en un rincón del templo; otras
veces atendiendo a los fieles en el despacho; a horas fijas, sentado en el
confesonario –encontró el mueble arrumbado en un rincón- para atender a los
fieles que empezaron a guardar fila.
Las Misas de los domingos, una
por la mañana y otra por la tarde, se ven ahora vividas por cerca de mil
personas. El libro de bautizos y matrimonios se han vuelto a abrir, después de
haber estado cerrados desde años atrás. Y lo que no ha faltado nunca en el
tempo han sido velas encendidas ante la imagen de la Virgen del Carmen, que el
sacerdote volvió a colocar en su sitio el mismo día de su llegad
¿Se emociona Santa
María al ver que los feligreses se arrodillan ante el Sagrario donde les espera
su Hijo?
Ernesto Juliá
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