En mis dos primeros años de
ministerio recibí el encargo de ser profesor de religión en el instituto
público. De entre las muchas experiencias desagradables que tuve, una que suelo
recordar con frecuencia es la furibunda agresión verbal que me propinó un profesor
de filosofía ante una atónita y repleta sala de profesores. Este compañero
debió considerar que algo de lo que dije en una conversación de la que él no
formaba parte era tan intolerable que ameritaba una reprensión pública. Entre
gritos y tartamudeos expresó su odio hacia la Iglesia, los sacerdotes en
general y hacia mí en particular, haciendo énfasis en lo detestable que
consideraba la sotana que vestía. Una de las cosas en las que incidió fue en lo
ofensivo que consideraba que personas célibes hablen sobre el matrimonio.
No me sorprendió ese tópico,
ya rancio, en el discurso de aquel profesor. Y tengo que confesar que tampoco
me ha sorprendido que su Eminencia, el Cardenal Farrell, flamante Prefecto del
novedoso Dicasterio para los Laicos, Familia y Vida, haya dicho que, a la hora de acompañar y
formar a los matrimonios, los sacerdotes «no tienen
credibilidad en cuanto a vivir la realidad del matrimonio». Es verdad
que esta frase puede tener diferentes interpretaciones, pero el mismo Cardenal
da el contexto en el que se tienen que entender, al reconocer su falta de
experiencia en ese campo y su incapacidad para responder a las preguntas al
respecto de sus propios sobrinos.
La intención principal del
Card. Farrell era resaltar la importancia de que los matrimonios participen en
la acción pastoral de la Iglesia, con una debida formación al respecto. Esto
está muy bien. Lo que no parece tan correcto es sembrar la duda sobre la capacidad de los sacerdotes a la hora de atender
pastoralmente a los matrimonios, como si el celibato supusiera un obstáculo,
una tara, a la hora de entender la vida conyugal.
La enseñanza de la Iglesia es
muy distinta. En realidad, el don del celibato está íntimamente relacionado con
el sacramento del Matrimonio. San Juan Pablo II lo ha expresado muchas veces,
con palabras tan hermosas como éstas:
El celibato es precisamente un
«don del Espíritu». Un don semejante, aunque
diverso, se contiene en la vocación al amor conyugal verdadero y fiel,
orientado a la procreación según la carne, en el contexto tan amplio del
sacramento del Matrimonio. Es sabido que este don es fundamental para construir
la gran comunidad de la Iglesia, Pueblo de Dios. Pero si esta comunidad quiere
responder plenamente a su vocación en Jesucristo, será necesario que se realice
también en ella, en proporción adecuada, ese otro «don»,
el don del celibato «por el Reino de los Cielos» (Mt 19, 12) (San
Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con
ocasión del jueves santo de 1979).
Los matrimonios necesitan de
los sacerdotes y de su celibato, como los sacerdotes aprenden de la vida
matrimonial la fidelidad exclusiva que deben tener a Cristo, en un contexto de
entrega pastoral universal. Sin embargo, la función ministerial, de servicio pastoral, es esencial en los
sacerdotes, y sólo es secundaria en los laicos, por lo que insistir en
una supuesta falta de credibilidad de los sacerdotes para la atención pastoral
en beneficio de una pastoral laical, necesariamente esconde prejuicios y
desviaciones peligrosos.
No quiero ponerme «conspiranoico», pero me preocupa seriamente un ataque coordinado contra la evangélica práctica
del celibato sacerdotal, semejante al que estamos viviendo contra la
doctrina del sacramento de la Eucaristía, la Penitencia y el Matrimonio. No
faltará quien comience a decir —como si no se hubiera ya dicho esto hasta la
náusea— que un sacerdote casado podría atender mejor a las personas desde su
realidad inmediata, pues ya sabemos que, según parecen pensar muchos, no es el
Evangelio el que tiene que iluminar la experiencia humana, sino ésta la que
tiene que poner luz a la Palabra de Dios.
Lo que en realidad manifiestan
las palabras del Cardenal Farrell es lo
alejados que se encuentran los altos eclesiásticos de la realidad de los
cristianos de a pie. Lamentablemente, parece que para «hacer carrera» eclesial es necesario fabricarse
un mundo que funcione según la ideología del momento, olvidándose de la
necesidad de la gente sencilla de escuchar la Palabra de Dios. Tal vez su
insistencia en imponer sus esquemas a una realidad que se resiste tozuda a
aceptarlos no es más que un mecanismo de defensa ante la absoluta esterilidad
pastoral del «oficialismo» de los últimos años.
Esta desconexión de los
pastores con el Pueblo de Dios está causando estragos en la Iglesia, sobre todo
en un mundo hiperconectado, en el que no es difícil que todo se sepa de forma
inmediata y fuera de los canales oficiales de transmisión. El último episodio
de esto, al margen del tema que comentamos, es el bochornoso pronunciamiento de
la Conferencia Episcopal ante la sedición del racismo catalán, en el que los
obispos han dado la espalda al pueblo católico español.
Pero ojo, a veces en la
polémica doctrinal actual, incluso los que están del lado de Cristo pueden caer
en este olvido de la primacía de los sencillos y del principio de la salus animarum como
criterio. En este sentido, hay que advertir que los fieles cristianos sujetos a la acción de los malos pastores son los
más perjudicados por ello, y deberían ser los primeros a tener en cuenta a la
hora de hacer o decir algo. Las personas de a pie, que acuden a las
parroquias para recibir la catequesis, los sacramentos, la cercanía de la
comunidad cristiana o de su sacerdote, no tienen la culpa de que la Iglesia
esté en crisis, y no deberían pagar las consecuencias.
¿Cuál ha de ser
entonces la actitud? Respeto a los que han considerado oportuno hacer pública un intento de «corrección filial» al Romano Pontífice. Yo no me
considero capacitado para eso. Y temo que la gente sencilla reciba con
escándalo una propuesta así poniéndose, naturalmente, del lado de la persona
del Papa, aunque esto suponga rechazar la verdad evangélica que contiene la
corrección. Yo creo que sería mucho más
adecuado, dando por supuesta la primacía de la oración y el sacrificio, llevar
el camino contrario al que parece seguir gran parte de la jerarquía, es decir,
acercarse al pueblo fiel y nutrirlo con la Palabra de Dios e iluminarlo con la
luz del Evangelio. No digo que haya que dejar de combatir el error y de
dar razón de nuestra esperanza, pero sin olvidar que nuestra misión fundamental
es, en definitiva, predicar el Evangelio a todos los pueblos, enseñándoles a
guardar lo que Cristo nos ha enseñado.
Por tanto, diga el Cardenal
Farrell lo que diga, que los sacerdotes no renuncien a priorizar la atención
pastoral a los matrimonios en todas las situaciones, especialmente en la etapa
previa e importantísima del noviazgo, y que los matrimonios no duden en acudir
a sus pastores para recibir de ellos el consejo y el alimento para su vida
conyugal. Rezo por que los sobrinos del Cardenal encuentren un sacerdote que
confíe en que Cristo lo hizo capaz, se fio de él y le confió el ministerio.
Francisco José
Delgado
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