martes, 20 de noviembre de 2018

FLORES EN LOS CEMENTERIOS


Pensé: «Dios mío, ¡que solos se quedan los vivos que no rezan con sus muertos!»; o que no los «saludan» porque no quieran rezar.
En los primeros días del mes me acerqué al cementerio para rezar ante la tumba de seres queridos. El silencio del camposanto invita al espíritu a crecer en la memoria y el cariño de las personas que han compartido con nosotros tantos momentos de su vida, y con las que hemos vivido tantos acontecimientos de nuestra propia vida. Quizá aprovechamos esos instantes rezando ante sus tumbas para pedirles una vez más perdón por lo mal que nos hemos podido comportar con ellos. Y su recuerdo nos mueve a preparar nuestra alma para pedir perdón al Señor confesando nuestros pecados, y llegar con el «corazón contrito y humillado» a Su presencia
Durante mi visita me di cuenta, con pena, que este año faltaban flores sobre muchas tumbas. Y no sobre tumbas con lápidas que manifestaran claramente el pasar de los años. No; sobre tumbas que habían abierto sus lápidas ese mismo año, o apenas un par de años atrás. ¿Por qué?
Mi cabeza recordó la queja de Bécquer: «¡Dios mío, ¡que solos se quedan los muertos!», y pensé: «Dios mío, ¡que solos se quedan los vivos que no rezan con sus muertos!»; o que no los «saludan» porque no quieran rezar.
Las flores sobre las lápidas, en las paredes de los nichos, yo las veo como una escondida confesión de fe en la vida eterna, aunque el que las deposita en esos lugares no sea muy consciente de lo que está haciendo.
No se ofrecen flores a personas que ya no existen en absoluto. Hasta algún que otro ateo envía recuerdos a sus seres queridos que «pasean por un valle escondido y floreado».
Ante la tumba de la niña recién enterrada, Bécquer expresa la oscuridad de su espíritu ante el misterio de la muerte: «¿Vuelve el polvo al polvo? // ¿Vuela el alma al cielo? // ¿Todo es sin espíritu// podredumbre y cieno? // No sé; pero hay algo que explicar no puedo, //algo que repugna, //aunque es fuerza hacerlo, //¡a dejar tan tristes, tan solos los muertos!».
Yo sí creo y sé que no «vuelve el polvo al polvo», que el alma anhela «volar a Dios», que sólo el infierno es «podredumbre y cieno».
Las flores depositadas en los cementerios las recogen los muertos que han dado su vida por los demás, que han vivido en la tierra cerca de Dios en sus batallas de cada día, que han sufrido y amado mucho, que han perdonado y han pedido perdón, que han rezado elevando los ojos al Cielo, a la Cruz de Cristo, que han abierto su mente, su corazón a Dios Creador y Padre, que han soñado con encontrarse con su madre María.
Y recogen las flores para hacernos compañía; y decirnos al oído del alma: «Dios mío ¡qué solos se quedan los vivos que no rezan con sus muertos!».
Las flores de todos los colores que germinan en los cementerios dejan ante Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo el clamor por la Vida Eterna de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres del mundo.
Ernesto Juliá

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