Pensé: «Dios mío,
¡que solos se quedan los vivos que no rezan con sus muertos!»; o que no los
«saludan» porque no quieran rezar.
En los primeros días del mes
me acerqué al cementerio para rezar ante la tumba de seres queridos. El
silencio del camposanto invita al espíritu a crecer en la memoria y el cariño
de las personas que han compartido con nosotros tantos momentos de su vida, y
con las que hemos vivido tantos acontecimientos de nuestra propia vida. Quizá
aprovechamos esos instantes rezando ante sus tumbas para pedirles una vez más
perdón por lo mal que nos hemos podido comportar con ellos. Y su recuerdo nos
mueve a preparar nuestra alma para pedir perdón al Señor confesando nuestros
pecados, y llegar con el «corazón contrito y humillado» a Su presencia
Durante mi visita me di
cuenta, con pena, que este año faltaban flores sobre muchas tumbas. Y no sobre
tumbas con lápidas que manifestaran claramente el pasar de los años. No; sobre
tumbas que habían abierto sus lápidas ese mismo año, o apenas un par de años
atrás. ¿Por qué?
Mi cabeza recordó la queja de
Bécquer: «¡Dios mío, ¡que solos se quedan los
muertos!», y pensé: «Dios mío, ¡que solos se
quedan los vivos que no rezan con sus muertos!»; o que no los «saludan» porque
no quieran rezar.
Las flores sobre las lápidas,
en las paredes de los nichos, yo las veo como una escondida confesión de fe en
la vida eterna, aunque el que las deposita en esos lugares no sea muy
consciente de lo que está haciendo.
No se ofrecen flores a
personas que ya no existen en absoluto. Hasta algún que otro ateo envía
recuerdos a sus seres queridos que «pasean por un valle escondido y floreado».
Ante la tumba de la niña
recién enterrada, Bécquer expresa la oscuridad de su espíritu ante el misterio
de la muerte: «¿Vuelve el polvo al polvo? // ¿Vuela
el alma al cielo? // ¿Todo es sin espíritu// podredumbre y cieno? // No sé;
pero hay algo que explicar no puedo, //algo que repugna, //aunque es fuerza
hacerlo, //¡a dejar tan tristes, tan solos los muertos!».
Yo sí creo y sé que no «vuelve
el polvo al polvo», que el alma anhela «volar a Dios», que sólo el infierno es «podredumbre y cieno».
Las flores depositadas en los
cementerios las recogen los muertos que han dado su vida por los demás, que han
vivido en la tierra cerca de Dios en sus batallas de cada día, que han sufrido
y amado mucho, que han perdonado y han pedido perdón, que han rezado elevando
los ojos al Cielo, a la Cruz de Cristo, que han abierto su mente, su corazón a
Dios Creador y Padre, que han soñado con encontrarse con su madre María.
Y recogen las flores para
hacernos compañía; y decirnos al oído del alma: «Dios mío ¡qué solos se quedan
los vivos que no rezan con sus muertos!».
Las flores de todos los
colores que germinan en los cementerios dejan ante Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo el clamor por la Vida Eterna de la Iglesia y de todos los hombres y
mujeres del mundo.
Ernesto Juliá
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