(ACI).- El Papa Francisco dirigió un especial discurso a los
sacerdotes, religiosos, seminaristas y consagrados del norte del Perú a quienes
exhortó a ser memoriosos, alegres y estar atentos ante el peligro de verse
marchitos.
A continuación el texto completo del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas:
¡Buenas tardes! Como es costumbre que el aplauso venga al final, quiere
decir que ya terminé así que me voy. Agradezco las palabras que Mons. José
Antonio Eguren Anselmi, Arzobispo de Piura, me ha dirigido en nombre de todos
los que están aquí. Encontrarme con ustedes, conocerlos, escucharlos y
manifestar el amor por el Señor y la misión que nos regaló es importante.
¡Sé que hicieron un gran esfuerzo para estar acá, gracias! Nos recibe
este Colegio Seminario, uno de los primeros fundados en América Latina para la
formación de tantas generaciones de evangelizadores.
Estar aquí y con ustedes es sentir que estamos en una de esas «cunas» que gestaron a tantos misioneros. Y no
olvido que esta tierra vio morir, misionando, no sentado detrás de un
escritorio, a Santo Toribio de Mogrovejo, Patrono del episcopado
latinoamericano.
Y todo esto nos lleva a mirar hacia nuestras raíces, a lo que nos
sostiene a lo largo del tiempo, nos sostiene a lo largo de la historia para
crecer hacia arriba y dar fruto. Las raíces. Sin raíces no hay flores, no hay
fruto. Decía un poeta que todo lo que el árbol tiene de florido le viene de lo
que tiene de soterrado: las raíces.
Nuestras vocaciones tendrán siempre esa doble dimensión: raíces en la
tierra y corazón en el cielo, no se olviden esto. Cuando falta alguna de estas
dos, algo comienza a andar mal y nuestra vida poco a poco se marchita como un
árbol que no tiene raíces (cf. Lc 13,6-9), se marchita.
Les digo que da mucha pena ver alguno obispo, algún cura, alguna monja
marchito. Y muchas más pena me da cuando veo a un seminarista marchito. Esto es
serio. Cuando dicen la iglesia es buena la Iglesia es madre. Si ustedes ven que
no pueden por favor, hablen antes de tiempo, antes de que sea tarde, antes de que
se den cuenta que no tienen raíces ya y se están marchitando. Ahí hay tiempo
para salvar porque Jesús vino para salvar. Si nos llamó es para salvar.
Me gusta subrayar que nuestra fe, nuestra vocación es memoriosa, esa
dimensión deuteronómica de la vida. Memoriosa porque sabe reconocer que ni la
vida, ni la fe, ni la Iglesia comenzó con el nacimiento de ninguno de nosotros:
la memoria mira al pasado para encontrar la savia que ha irrigado durante
siglos el corazón de los discípulos, y así reconoce el paso de Dios por la vida
de su pueblo.
Memoria de la promesa que hizo a nuestros padres y que, cuando sigue
viva en medio nuestro, es causa de nuestra alegría y nos hace cantar: «el Señor
ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125,3). Me gustaría
compartir con ustedes algunas virtudes o algunas dimensiones, si quieren, de
este ser memorioso.
Cuando digo que un obispo, un sacerdote, un cura, una monja, un
seminarista, sea memorioso ¿Qué es lo que quiero decir? Y es lo que me gustaría
compartir ahora.
1.- La alegre conciencia de sí
El Evangelio que hemos escuchado lo leemos habitualmente en clave
vocacional y así nos detenemos en el encuentro de los discípulos con Jesús.
Pero me gustaría, antes, mirar a Juan el Bautista. Él estaba con dos de sus discípulos
y al ver pasar a Jesús les dice: «Ese es el Cordero
de Dios» (Jn 1,36). Al oír esto que pasó dejaron a Juan y se fueron con
el otro (cf. v. 37).
Es algo sorprendente, habían estado con Juan, sabían que era un hombre
bueno, más aún, el mayor de los nacidos de mujer, como Jesús lo define (cf. Mt
11,11), pero él no era el que tenía que venir. También Juan esperaba a otro más
grande que él. Juan tenía claro que no era el Mesías sino simplemente quien lo
anunciaba. Juan era el hombre memorioso de la promesa y de su propia historia.
Era famoso, tenía fama. Todos venían a hacerse bautizar por él, lo
escuchaban con respeto, la gente creía que era el Mesías, pero él era memorioso
de su propia historia y no se dejó engañar por el incienso de la vanidad. Juan
manifiesta la conciencia del discípulo que sabe que no es ni será nunca el
Mesías, sino solo un invitado a señalar el paso del Señor por la vida de su
gente. A mí me impresiona, cómo lleva esto hasta las últimas consecuencias y
Dios permite que esto llegue hasta las últimas consecuencias, muere degollado
en un calabozo, así de sencillo.
Nosotros, consagrados, no estamos llamados a suplantar al Señor, ni con
nuestras obras, ni con nuestras misiones, ni con el sinfín de actividades que
tenemos para hacer. Yo cuando digo consagrados involucro a todos: obispos,
sacerdotes, hombres y mujeres consagrados y consagradas, religiosas y
seminaristas..
Simplemente se nos pide trabajar con el Señor, codo a codo, pero sin
olvidarnos nunca de que no ocupamos su lugar.
Y esto no nos hace «aflojar» en la tarea evangelizadora, por el
contrario, nos empuja y nos exige trabajar recordando que somos discípulos del
único Maestro. El discípulo sabe que secunda y siempre secundará al Maestro. Y
esa es la fuente de nuestra alegría. La alegre consciencia de sí mismo.
¡Nos hace bien saber que no somos el Mesías! Nos libra de creernos
demasiado importantes, demasiado ocupados —es típica de algunas regiones
escuchar: «No, a esa parroquia no vayas porque el padre siempre está muy ocupado»—.
Juan el Bautista sabía que su misión era señalar el camino, iniciar procesos,
abrir espacios, anunciar que Otro era el portador del Espíritu de Dios.
Ser memoriosos nos libra de la tentación de los mesianismos. y creerme
yo el Mesías. Esta tentación se combate de muchos modos, pero también con la
risa. De un religioso a quien yo quise mucho, era jesuita, un jesuita holandés
que murió el año pasado. Se decía que tenía tal sentido del humor que era capaz
de reírse de todo lo que pasaba de sí mismo y hasta de su propia sombra.
Conciencia alegre.
Aprender a reírse de uno mismo nos da la capacidad espiritual de estar
delante del Señor con los propios límites, errores y pecados, pero también
aciertos, y con la alegría de saber que Él está a nuestro lado.
Un lindo test espiritual es preguntarnos por la capacidad que tenemos de
reírnos de nosotros mismos. De los demás es fácil reírse, ¿no es cierto?
Sacarse el cuero, reírse, pero de nosotros mismos no es fácil.
La risa nos salva del neopelagianismo «autorreferencial y prometeico de
quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y en el fondo se
sienten superiores a otros».[1] ¡Reíte, rían en comunidad y no de la comunidad
o de los otros! Cuidémonos de esa gente tan pero tan importante que, en la
vida, se han olvidado de sonreír.
Si padre pero usted no tiene un remedio, algo... tengo dos pastillas que
ayudan mucho: una hablá con Jesús, con la Virgen en la oración, La segunda
pastilla la podés hacer varias veces al día, si necesitás sino una sola
basta: mírate al espejo, mírate al espejo. Y ese soy yo, esa soy yo, jajaja. Y
eso te hace reír. Y esto no es narcisismo, sino al contrario, es lo contrario,
el espejo acá sirve como cura.
Primero era entonces la alegre conciencia de sí mismo y lo segundo es la
hora del llamado, hacernos cargo de la hora del llamado.
2.- La hora del llamado
Juan el Evangelista recoge en su Evangelio incluso hasta la hora de
aquel momento que cambió su vida. Cuando el Señor a una persona le hace crecer
la conciencia que es un llamado y todo, se acuerda cuando empezó todo esto: «Eran las cuatro de la tarde» (v. 39).
El encuentro con Jesús cambia la vida, establece un antes y un después.
Hace bien recordar siempre esa hora, ese día clave para cada uno de nosotros en
el que nos dimos cuenta, en serio, de que esto que yo sentía no eran ganas o
atracciones sino que el Señor esperaba algo más. Y cada uno se puede acordar.
Ese día me di cuenta.
La memoria de esa hora en la que fuimos tocados por su mirada. Las veces
que nos olvidamos de esta hora, nos olvidamos de nuestros orígenes, de nuestras
raíces; y al perder estas coordenadas fundamentales dejamos de lado lo más
valioso que un consagrado puede tener: la mirada del Señor.
No padre, yo lo miro al señor en el Sagrario. Está bien, pero siéntate
un rato y déjate mirar y recuerda las veces que te miro, te está mirando.
¡Déjate mirar por Él! Es de lo más valioso que un consagrado tiene,, la mirada
del Señor.
Quizá no estás contento con ese lugar donde te encontró el Señor, quizá
no se adecúa a una situación ideal o que te «hubiese gustado más». Pero fue
ahí, en ese lugar, en esa situación donde te encontró y te curó las
heridas. Ahí.
Cada uno de nosotros conoce el dónde y el cuándo: quizás un tiempo de
situaciones complejas, sí; con situaciones dolorosas, sí; pero ahí te encontró
el Dios de la Vida para hacerte testigo de su Vida, para hacerte parte de su
misión y ser, y con Él ser caricia de Dios para tantos.
Nos hace bien recordar que nuestras vocaciones son una llamada de amor
para amar, para servir, no para sacar tajada para nosotros mismos. ¡Si el Señor
se enamoró de ustedes y los eligió, no fue por ser más numerosos que los demás,
pues son el pueblo más pequeño, sino por amor! así dice el Deutoronomio al
pueblo de Israel (cf. Dt 7,7-8).
No te la creas, no sos el pueblo más importante. Sos de lo peorcito pero
se enamoró de eso, bueno que tienes, tiene mal gusto el Señor pero se enamoró
de eso. Amor de entrañas, amor de misericordia que mueve nuestras entrañas para
ir a servir a otros al estilo de Jesucristo, no al estilo de los fariseos, de
los saduceos, de los doctores de la ley de los elotes. No, no, no. Esos
buscaban su gloria.
Quisiera detenerme en un aspecto que considero importante. Muchos, a la
hora de ingresar al seminario o a la casa de formación o al noviciado, fuimos
formados con la fe de nuestras familias y vecinos. Ahí aprendimos a rezar de la
mamá, de la abuela, de la tía, y después fue la catequista quien nos preparó.
Así fue como dimos nuestros primeros pasos, apoyados no pocas veces en
las manifestaciones de piedad popular, que en Perú han adquirido las más
exquisitas formas de arraigo en el pueblo fiel y sencillo. Vuestro pueblo ha
demostrado un enorme cariño a Jesucristo, a la Virgen, a sus santos y beatos en
tantas devociones que no me animo a nombrarlas por miedo a dejar alguna de
lado.
En esos santuarios, «muchos peregrinos toman
decisiones que marcan sus vidas. Esas paredes contienen muchas historias de
conversión, de perdón y de dones recibidos, que millones podrían contar». [2]
Inclusive muchas de vuestras vocaciones pueden estar grabadas en esas
paredes. Los exhorto, por favor, a no olvidar, y mucho menos despreciar, la fe
fiel y sencilla de vuestro pueblo. Sepan acoger, acompañar y estimar el
encuentro con el Señor. No se vuelvan profesionales de lo sagrado olvidándose
de su pueblo, de donde los sacó el Señor: de detrás del rebaño como dice el
Señor a su elegido en la Biblia.
No pierdan la memoria y el respeto por quien les enseñó a rezar. A mí me
ha pasado en reuniones con maestros y maestras de novicias o rectores de
seminario, padres espirituales del seminario que sale la pregunta: ¿y cómo les
enseñamos a rezar a los que entran? Entonces le dan a algunos manuales para
aprender a meditar. A mí me lo dieron cuando entré, hay que hacer esto,
aquello, después esto.
La fe de tu madre y de tu abuela, la fe que tenés vos, eso es lo que
tienen. No desprecien la oración casera, que es la más fuerte. Recordar la hora
del llamado, hacer memoria alegre del paso de Jesucristo por nuestra vida, nos
ayudará a decir esa hermosa oración de San Francisco Solano, gran predicador y
amigo de los pobres, «Mi buen Jesús, mi Redentor y mi amigo. ¿Qué tengo yo que
tú no me hayas dado? ¿Qué sé yo que tú no me hayas enseñado?».
De esta forma, el religioso, sacerdote, consagrada, consagrado,
seminarista, es una persona memoriosa, alegre y agradecida: trinomio para
configurar y tener como «armas» frente a todo «disfraz»
vocacional. La conciencia agradecida agranda el corazón y nos estimula
al servicio.
Sin agradecimiento podemos ser buenos ejecutores de lo sagrado, pero nos
faltará la unción del Espíritu para volvernos servidores de nuestros hermanos,
especialmente de los más pobres. El Pueblo de Dios tiene olfato y sabe
distinguir entre el funcionario de lo sagrado y el servidor agradecido. Sabe
reconocer entre el memorioso y el olvidadizo. El Pueblo de Dios es aguantador,
pero reconoce a quien lo sirve y lo cura con el óleo de la alegría y de la
gratitud.
En eso déjense aconsejar por el pueblo de Dios. A veces en las
parroquias sucede que cuando el cura se desvía un poquito y se olvida de su
pueblo -estoy hablando de historias reales, no- ¿Cuántas veces la vieja de la
sacristía le dice padrecito: cuánto hace que no va a ver a su mamá? Vaya, vaya
a ver su mamá, nosotros por una semana nos arreglamos con el rosario.
3.- La alegría es contagiosa cuando es verdadera
Andrés era uno de los discípulos de Juan el Bautista que había seguido a
Jesús ese día. Después de haber estado con Él y haber visto dónde vivía, volvió
a casa de su hermano Simón Pedro y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn
1,41). Ahí no más fue a contagiar.
Esta es la noticia más grande que podía darle, y lo condujo a Jesús. La
fe en Jesús se contagia, y si hay un cura, un obispo, una monja, un
seminarista, un consagrado, que no contagia es un aséptico, es de laboratorio:
que salga y se ensucie las manos un poquito y ahí va a comenzar a contagiar el
amor de Jesús.
La fe en Jesús se contagia, no puede confiarse ni encerrarse; aquí se
encuentra la fecundidad del testimonio: los discípulos recién llamados atraen a
su vez a otros mediante su testimonio de fe, del mismo modo que en el pasaje
evangélico nos llama por medio de otros. La misión brota espontánea del
encuentro con Cristo.
Andrés comienza su apostolado por los más cercanos, por su hermano
Simón, casi como algo natural, irradiando alegría. Y esta es la mejor señal de
que hemos «descubierto» al Mesías. La alegría contagiosa es una constante en el
corazón de los apóstoles, y la vemos en la fuerza con que Andrés confía a su
hermano: «¡Lo hemos encontrado!».
Pues «la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los
que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del
pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo
siempre nace y renace la alegría».[3] y esta es contagiosa.
Y esta alegría nos abre a los demás, esa alegría no para guardarla sino
transmitirla. En el mundo fragmentado que nos toca vivir y que nos empuja a
aislarnos, somos desafiados a ser artífices y profetas de comunidad. Ustedes
saben nadie se salva solo. Y en esto me gustaría ser claro.
La fragmentación o el aislamiento no es algo que se da «fuera» como si
fuese solamente un problema del «mundo». Hermanos, las divisiones, guerras,
aislamientos los vivimos también dentro de nuestras comunidades, dentro de
nuestros presbiterios, dentro de nuestras conferencias episcopales ¡y cuánto
mal nos hacen!
Jesús nos envía a ser portadores de comunión, de unidad, pero tantas
veces parece que lo hacemos desunidos y, lo que es peor, muchas veces
poniéndonos zancadillas unos a otros ¿o me equivoco? Agachemos la cabeza y cada
vez ponga dentro del propio sayo lo que le toca.
Se nos pide ser artífices de comunión y de unidad; que no es lo mismo
que pensar todos igual, hacer todos lo mismo. Significa valorar los aportes,
las diferencias, el regalo de los carismas dentro de la Iglesia sabiendo que
cada uno, desde su cualidad, aporta lo propio pero necesita de los demás.
Solo el Señor tiene la plenitud de los dones, solo Él es el Mesías. Y
quiso repartir sus dones de tal forma que todos podamos dar lo nuestro
enriqueciéndonos con los de los demás. Hay que cuidarse de la tentación del «hijo único» que quiere todo para sí, porque no
tiene con quién compartir. Malcriado el muchacho.
A aquellos que tengan que ocupar misiones en el servicio de la autoridad
les pido, por favor, no se vuelvan autorreferenciales; traten de cuidar a sus
hermanos, procuren que estén bien; porque el bien se contagia.
No caigamos en la trampa de una autoridad que se vuelva autoritarismo
por olvidarse que, ante todo, es una misión de servicio. Los que tienen esa
misión de ser autoridad, piénselo mucho. En los ejércitos hay bastante
sargentos no hace falta que se nos metan
Quisiera antes de terminar, ser memorioso, y las raíces. Consideren
importante que en nuestras comunidades, nuestros presbiterios, se mantenga viva
la memoria y se dé el diálogo entre los más jóvenes y los más ancianos. Los más
ancianos son memoriosos y no dan la memoria. Tenemos que ir a recibirla,
no los dejemos solos, ellos quieren hablar, algunos se sienten un poquito
abandonados, hagámoslo hablar.
Sobre todo los jóvenes, los que están a cargo de la formación de los
jóvenes mándalos a hablar con los curas viejos, con las monjas viejas, con los
obispos viejos, dicen que las monjas no envejecen porque son eternas. Mándenlos
a hablar. Los ancianos necesitan que les vuelvan a brillar los ojos y que vean
que la iglesia en el presbiterio, en la conferencia episcopal, que los oigan a
hablar en el cuerpo de la Iglesia.
Hagan soñar a los viejos, la profecía de Joel 3,1. Hagan soñar a los
viejos, y si los jóvenes hacen hablar a los viejos, les juro que harán
profetizar a los jóvenes.
Yo quisiera citar a un Santo Padre pero no se me ocurre ninguno, pero
voy a citar al Nuncio apostólico. Me decía él hablando de esto, un
antiguo refrán africano que aprendió él cuando estaba allí, porque los nuncios
apostólicos primero pasan por África y allí aprenden mucho. Decía que los
jóvenes caminan rápido pero son los viejos los que conocen el camino. ¿Está
bien?
Queridos hermanos, nuevamente gracias y que esta memoria deuteronómica
nos haga más alegres y agradecidos para ser servidores de unidad en medio de
nuestro pueblo. Déjense mirar por el Señor, vayan a buscar al Señor, la
memoria, mírense al espejo de vez en cuando y que el Señor los bendiga y la
Virgen los cuide. Y de vez en cuando, como dicen en el campo, échenme un rezo.
Gracias.
--
[1] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94.
[2] Cf. V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 260.
[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1.
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