El pecado siempre
nos provoca dolor cuando lo reconocemos
Por: Maleni Grider | Fuente: ACC Agencia de Contenido Católico
Por: Maleni Grider | Fuente: ACC Agencia de Contenido Católico
Judas, el discípulo de Cristo que vivió junto a
él durante tres años, el que escuchó su palabra y vio sus milagros, decidió
entregar a Jesús a sus perseguidores. Dice el evangelio que incluso buscaba la
ocasión para entregarlo, y una paga por ello. Vendió
a su Maestro por unas monedas, lo traicionó (Mateo 26:14-16).
Todo el juicio que podamos hacer sobre su proceder es irrelevante. Cualquier pecado que cometamos, por muy atroz que sea, puede ser perdonado y lavado por la misericordia de Dios y mediante la sangre de Cristo. No hay pecado que no pueda ser perdonado, excepto, dijo Jesús, la blasfemia contra el Espíritu Santo (Mateo 12:31 y 32 / Marcos 3:28-30).
Al darse cuenta de su error, Judas cayó en un
sentimiento de culpa que le provocó dolor, pues el pecado siempre nos provoca
dolor cuando lo reconocemos. Sentir dolor está bien, pero sentir demasiado
dolor no, pues esto sirve de herramienta para Satanás.
Cuando la culpabilidad nos separa de Dios, lo
que debemos buscar es el inmediato perdón del Señor, pues si nos escondemos,
nos aislamos, nos autocastigamos, no podemos recibir dicho perdón. Dice la
Biblia que si confesamos nuestro pecado Él es fiel y justo para perdonarnos y
limpiarnos de toda maldad.
El perdón de nuestros pecados –pasados,
presentes y futuros– fue comprado por precio. Y el precio fue la sangre de
Jesucristo en la cruz. Su sacrificio, su vida, su cuerpo entregado fue el costo
que se pagó para que nosotros pudiéramos y podamos ser perdonados. Ningún
mérito propio, ninguno de nuestros esfuerzos, buenas obras, ofrendas o
sacrificios puede añadir algo a su sacrificio, pues la muerte y resurrección de
Cristo fueron suficientes. Toda buena obra es evidencia de nuestra fe, pero el
perdón de los pecados es otorgado solamente mediante el sacrificio del Hijo de
Dios en el Calvario.
Ahora bien, cuando
nosotros nos rehusamos a recibir el perdón, Satanás utiliza dicha resistencia
para torturarnos. La culpa ya no es un proceso natural de reconciliación
sino una postura enfermiza, pecaminosa, entregada a la oscuridad. Cuando no nos
perdonamos a nosotros mismos evidenciamos nuestra falta de fe en el Señor,
nuestra falta de fe en su sacrificio, rechazamos y minimizamos lo que Él hizo
por nosotros.
Si rechazamos el perdón, por no sentirnos
merecedores del mismo, es porque no hemos entendido que Jesús murió por
nosotros, de hecho, sin que lo mereciéramos. No hemos comprendido el valor de
su sacrificio y el don de su gracia. Cuando cerramos nuestro corazón y nos
amargamos dentro de nosotros mismos por una culpa, permitimos que el diablo nos
torture, y creemos a sus mentiras. Nos entregamos a la destrucción en vez de
correr a la fuente de perdón y salvación.
La congoja por nuestro pecado es necesaria para
alcanzar la reconciliación con Dios; pero el autoflajelo nos enfila hacia la
perdición. Jesús odiaba el pecado, pero amaba a los pecadores, así como a los
justos. Él fue capaz de perdonar pecados, liberar a hombres y mujeres de los
demonios que los atormentaban, y sanar todo tipo de enfermedad física y
espiritual. Su compasión no tuvo límites.
Judas se desesperó, se acobardó, huyó y tomó la
justicia en sus manos: se quitó la vida antes que buscar y recibir el perdón.
Pedro, en cambio, se dolió por su pecado cuando negó tres veces a Jesús, clamó
por el perdón y fue inmediatamente perdonado y puesto a cargo de los apóstoles.
Jesucristo le confirmó que lo seguía amando a pesar de su error, y que podía
tener una nueva oportunidad.
Así nosotros, promovamos en nuestra relación con
Dios el dolor de arrepentimiento cada vez que pequemos, confesemos nuestra
culpa y dejémoslo todo a los pies de Cristo, a los pies de la cruz. Recibamos
el perdón con humildad y valoremos la nueva oportunidad de rechazar el pecado y
vivir para el espíritu, honrando el sacrificio de nuestro Señor, quien siempre
está listo para perdonar; de esa manera desarmaremos
al enemigo, quien siempre está listo para acusar, engañar, atacar, robar, matar
y destruir.
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