¿Es el obispo el maestro por
antonomasia de su diócesis? Pues la respuesta no es tan sencilla como algunos
piensan, ni es un sí o un no al que no haya que añadirle matices, muchos
matices.
Vaya por delante que esta
reflexión no está hecha por parte de una persona crítica con los obispos. Si de
algo se me puede acusar, es de una marcada episcopofilia. Del obispo no se
afirma a menudo que sea el maestro por antonomasia de su diócesis, más bien es
una expresión muy infrecuente. Pero dado que alguna que otra vez sí que afirma
tal cosa, conviene hacer algunas reflexiones.
En los primeros siglos de la Iglesia,
cuando alrededor de una sede episcopal podía haber unos treinta presbíteros,
era lógico que los clérigos escogieran al más santo y sabio de entre ellos.
Hasta el siglo IV, había presbíteros casados que se ocupaban de sus negocios y
familias. Como es natural, cuando se elegía como obispo a un monje de otro
lugar, un monje dedicado al estudio de los libros sagrados que los había leído
y meditado bajo la tutela de un maestro reconocido, este monje se convertía con
la ordenación en el maestro natural de los clérigos que, aun habiendo aceptado
ejercer el sacerdocio en una comunidad, ni habían tenido una formación
propiamente clerical ni tiempo posterior para dedicarse a la ciencia sagrada.
Por lo tanto, tanto si se
designaba como sucesor del obispo a un clérigo propio, eligiendo al más sabio y
santo de entre ellos, como si escogía a un reconocido monje foráneo espiritual
e instruido, en ambos casos el obispo pasaba a convertirse en la fuente de
instrucción natural del clero y en el más reconocido predicador del pueblo
fiel.
Esto es así, clarisimamente, en
el Norte de África hasta el siglo VI que es la institución episcopal que más he
estudiado. Fácilmente podemos pensar que fue igual en todas partes, excepto en
aquellas grandes sedes que ya tenían escuelas teológicas y que merecerían un
análisis separado.
Pero en el resto de sedes
normales de todo el Imperio el obispo era el maestro por antonomasia
sencillamente porque lo más usual era fuese el que más sabía. Si a eso se
añadía que en esa época, ante todo, se buscaba la espiritualidad, se comprende
que la figura episcopal fuese un pozo de ciencia y santidad. O, por lo menos,
el mayor pozo de ciencia y santidad en esa localidad. Por eso había sido
escogido obispo.
Si a eso añadimos que el
sacramento del orden confiere una participación en la misión de los apóstoles,
y que los apóstoles eran maestros, se comprende que entre las características
esenciales del episcopado haya estado el ser maestro. Un obispo es sucesor de
los apóstoles, los apóstoles era maestros, luego el obispo es sucesor de los
grandes doce maestros primigenios.
Podría ahora dedicar yo varias
páginas a insistir en lo esencial que resulta esta característica del
magisterio en el ser episcopal. Pero otros lo han hecho muy bien, así que no abundaré
en una materia indiscutible.
Lo que sí que resulta más
complejo es si el obispo es el maestro por antonomasia de la diócesis. Ya hemos
visto que durante los primeros siglos de la Iglesia esto fue así. Desde luego
el obispo debería ser el garante de la ortodoxia de la fe en su diócesis. Desde
luego su predicación debería ser una fuente de ciencia y sabiduría en medio de
su pueblo fiel.
Ahora bien, el obispo ¿es el garante o debería ser el garante? No es lo
mismo. En otras funciones no hay duda alguna, el obispo es el que gobierna. El
obispo es el que ejerce el sumo sacerdocio en su diócesis. Como se ve, en la
función de gobierno y en la cultual, no hay duda alguna, no hay matices que
añadir a la afirmación. Pero en la función de enseñar las cosas no son tan
simples.
Pongamos otro ejemplo. Un
sacerdote es elegido como obispo electo de una diócesis. Hasta que ha sido
ordenado, ¿él era el más sabio entre los sacerdotes? Normalmente, no. Se suele
designar para el episcopado a candidatos con gran bagaje teológico. ¿Pero esa
elección garantiza que ellos son la cima del saber teológico en sus respectivas
diócesis? Evidentemente, no. No sólo eso, tampoco hay necesidad de que eso sea
así.
Imaginemos una diócesis con una
prestigiosa facultad de teología. Indudablemente, lo normal será que en esa
universidad haya clérigos más sabios que el obispo. O, como mucho, el obispo
será por su saber uno más entre ese cuerpo de sabios. Sin ninguna duda, el
sacramento del orden no le confiere ninguna sabiduría especial. Sin ninguna
duda, la gracia de estado no le confiere ni el más mínimo grado de
infalibilidad en materia teológica.
Así que nos encontramos con que
un nuevo obispo concreto que llega a su diócesis no es el más sabio ni el que
mayor conocimiento de la teología tiene, probablemente tampoco es el más santo
de los clérigos de su diócesis. Si no es el que más sabe ni el que mejor
predica, si puede equivocarse, ¿en qué sentido habría que afirmar que el obispo
es el maestro por antonomasia de su diócesis?
Después de todo lo explicado, no
considero que esta expresión sea muy féliz. Se presta más a inducir a equívoco
que a dar luz. Ahora bien, la expresión es verdadera en cuanto que la función
episcopal de enseñar es participación en la función que a eso mismo tuvieron
los doce apóstoles. En el bloque de funciones que se recibe, está incluida
ésta.
La expresión también es correcta
en cuanto que el obispo debería ser el garante de la ortodoxia, es decir, del
magisterio auténtico del colegio episcopal. Es cierto que el obispo convendría
que fuera una fuente de saber para su clero.
Pero como se ve todo estos
matices, necesarios, proceden de la diferencia entre lo que un obispo es
y lo que debería ser. Distinción de ambos verbos que es totalmente justa
cuando consideramos que tanto en el gobierno como en el ejercicio del sumo
sacerdocio aplicamos el verbo ser de forma absoluta: el obispo ES el que
gobierna, el obispo ES el que ejerce las funciones pontificales en el ámbito
ritual de su diócesis.
Este tema es tan interesante que dedicaré, por lo menos, un post más a
reflexionar sobre él.
P. FORTEA
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