En el cielo está
María y es la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre.
Por: SS Benedicto XVI | Fuente: Catholic.net
Por: SS Benedicto XVI | Fuente: Catholic.net
La
fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha vencido.
Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la
muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor.
María fue elevada al cielo en cuerpo y alma: en Dios también hay lugar para el
cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En
el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es
nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo
y a todos nosotros: "He aquí a tu madre".
En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un
corazón.
En el «Magníficat», esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del
corazón de María, inspirada por el Espíritu Santo. En este canto maravilloso se
refleja toda el alma, toda la personalidad de María. Podemos decir que este
canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal
cual es.
Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto. Comienza con la palabra «Magníficat»: mi alma "engrandece"
al Señor, es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que
Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en
todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un "competidor"
en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra
libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también
nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace
grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios.
El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario fue el núcleo
del pecado original. Temían que, si Dios era demasiado grande, quitara algo a
su vida. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener espacio para ellos
mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época moderna, de los
últimos tres o cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho: "Este Dios no nos deja libertad, nos limita el
espacio de nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe
desaparecer; queremos ser autónomos, independientes. Sin este Dios nosotros
seremos dioses, y haremos lo que nos plazca".
Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no entendió que,
precisamente por el hecho de estar en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país lejano,
donde malgastó su vida. Al final comprendió que, en vez de ser libre, se había
hecho esclavo, precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió que
sólo volviendo a la casa de su padre podría ser libre de verdad, con toda la
belleza de la vida.
Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y se creía que, apartando
a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad,
llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo que nos apetezca sin
tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a
ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de
Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución
ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha confirmado
la experiencia de nuestra época.
El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a
comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté
presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros
seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.
Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre
nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es
importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los
edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo
si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario,
los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad
común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso
significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la
mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No
perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en
nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.
Fragmento de la homilía que Benedicto XVI pronunció al presidir la misa de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva en Castel Gandolfo. Agosto 2005.
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