María fue el primer Sagrario en el que Cristo puso su
morada, recibiendo de su madre la primera adoración como Hijo de Dios
Por: P. Antonio Rivero LC | Fuente: Catholic.net
El padre capuchino llamado Miguel de Cosenza, en el Siglo XVII, llamó a María con el título “Nuestra Señora del Santísimo Sacramento”. Y dos siglos más tarde, San Julián Eymard, fundador de los Sacramentinos y apóstol de la eucaristía y de María, dejaba a sus hijos el título y la devoción a Nuestra Señora del Santísimo Sacramento.
¿Qué relación hay, pues, entre eucaristía y María Santísima? ¿Podemos en justicia llamar a María “Nuestra Señora del Santísimo Sacramento”?
María fue el primer Sagrario en el que Cristo puso su morada, recibiendo de su madre la primera adoración como Hijo de Dios que asume la naturaleza humana para redimir al hombre. Imaginémonos cómo trató a Jesús en su seno, qué diálogos de amor con ese Dios al que alimentaba y al mismo tiempo del que Ella misma se alimentaba día y noche. Imaginémonos la delicadeza para con ese Hijo, cuando iba y venía, trabajaba o cocinaba, o iba a la fuente. Pondría su mano sobre el vientre y sentiría moverse a ese hijo suyo que era también, y sobre todo, Hijo de Dios.
María durante esos nueve meses fue viviendo las virtudes teologales.
Vivía la fe. Creía profundamente que ese Hijo que crecía en sus entrañas era Dios Encarnado. Y ella le dio ese trozo de carne y su latido humano. Vivía la esperanza; esa esperanza en el Mesías prometido ya estaba por cumplirse y Ella era la portadora de esa esperanza hecha ya realidad. Vivía el amor; un amor hecho entrega a su Hijo. María entregaba su cuerpo a su Hijo y derramaba e infundía su sangre a su Hijo. Si no hay sangre derramada, el amor es incompleto. Sólo con sangre y sacrificio el amor se autentifica, se aquilata.
Cristo en la eucaristía es su Cuerpo que se entrega y es su Sangre que se derrama para alimento y salvación de todos los hombres. Pero, ¿quién dio a Jesús ese cuerpo humano y esa sangre humana? ¡María!
Por tanto, el mismo cuerpo que recibimos en la Comunión es la misma carne que le dio María para que Jesús se encarnara y se hiciese hombre. Gustemos, valoremos, disfrutemos en la Comunión no sólo el Cuerpo de Cristo sino ese cuerpo que María le dio. Por tanto, tiene todo el encanto, el sabor, la pureza del cuerpo de María. Pero bajo las apariencias del pan y vino. ¡Es la fe, nuestra fe, que ve más allá de ese pan!
María llevó toda su vida una vida eucaristizada, es decir, vivía en continua acción de gracias a Dios por haber sido elegida para ser la Madre de Dios, vivía intercediendo por nosotros, los hijos de Eva, que vivíamos en el exilio, esperando la venida del Mesías y la liberación verdadera. Y como dijo el papa en su encíclica sobre la eucaristía, María es mujer eucaristizada porque vivió la actitudes de toda eucaristía: es mujer de fe, es mujer sacrificada y su presencia reconforta. ¿No es la eucaristía misterio de fe, sacrificio y presencia?
Vivía en continuo sufrimiento, Getsemaní y Calvario. También Ella, como Jesús, fue triturada, como el grano de trigo y como la uva pisoteada, de donde brotará ese pan que se hará Cuerpo de Jesús que nos alimentará y ese mosto que será bebida de salvación.
La eucaristía que vivía María era misteriosa, espiritual, pero real. Su vida fue marcada por la entrega a su Hijo y a los hombres.
¿Por qué en algunos de las apariciones, María pide la comunión? Porque eucaristía y María están estrechamente unidas.
Por lo tanto, Cristo en la eucaristía es sacrificio, alimento, presencia, y María en la eucaristía experimenta:
El sacrificio de su Hijo una vez más, pues cada misa es vivir el Calvario, y María estuvo al pie del Calvario.
En la eucaristía María nos vuelve a dar a su Hijo para alimentarnos.
En la eucaristía, junto al Corazón de su Hijo, palpita el corazón de la Madre. Por tanto en cada misa experimentamos la presencia de Cristo y de María.
No es ciertamente la presencia de María en la eucaristía una presencia como la de Cristo, real, sustancial. Es más bien una presencia espiritual que sentimos en el alma. Es María quien nos ofrece el Cuerpo de su Hijo, pues en cada misa nace, muere y resucita su Hijo por la salvación de los hombres y la glorificación de su Padre.
Por: P. Antonio Rivero LC | Fuente: Catholic.net
El padre capuchino llamado Miguel de Cosenza, en el Siglo XVII, llamó a María con el título “Nuestra Señora del Santísimo Sacramento”. Y dos siglos más tarde, San Julián Eymard, fundador de los Sacramentinos y apóstol de la eucaristía y de María, dejaba a sus hijos el título y la devoción a Nuestra Señora del Santísimo Sacramento.
¿Qué relación hay, pues, entre eucaristía y María Santísima? ¿Podemos en justicia llamar a María “Nuestra Señora del Santísimo Sacramento”?
María fue el primer Sagrario en el que Cristo puso su morada, recibiendo de su madre la primera adoración como Hijo de Dios que asume la naturaleza humana para redimir al hombre. Imaginémonos cómo trató a Jesús en su seno, qué diálogos de amor con ese Dios al que alimentaba y al mismo tiempo del que Ella misma se alimentaba día y noche. Imaginémonos la delicadeza para con ese Hijo, cuando iba y venía, trabajaba o cocinaba, o iba a la fuente. Pondría su mano sobre el vientre y sentiría moverse a ese hijo suyo que era también, y sobre todo, Hijo de Dios.
María durante esos nueve meses fue viviendo las virtudes teologales.
Vivía la fe. Creía profundamente que ese Hijo que crecía en sus entrañas era Dios Encarnado. Y ella le dio ese trozo de carne y su latido humano. Vivía la esperanza; esa esperanza en el Mesías prometido ya estaba por cumplirse y Ella era la portadora de esa esperanza hecha ya realidad. Vivía el amor; un amor hecho entrega a su Hijo. María entregaba su cuerpo a su Hijo y derramaba e infundía su sangre a su Hijo. Si no hay sangre derramada, el amor es incompleto. Sólo con sangre y sacrificio el amor se autentifica, se aquilata.
Cristo en la eucaristía es su Cuerpo que se entrega y es su Sangre que se derrama para alimento y salvación de todos los hombres. Pero, ¿quién dio a Jesús ese cuerpo humano y esa sangre humana? ¡María!
Por tanto, el mismo cuerpo que recibimos en la Comunión es la misma carne que le dio María para que Jesús se encarnara y se hiciese hombre. Gustemos, valoremos, disfrutemos en la Comunión no sólo el Cuerpo de Cristo sino ese cuerpo que María le dio. Por tanto, tiene todo el encanto, el sabor, la pureza del cuerpo de María. Pero bajo las apariencias del pan y vino. ¡Es la fe, nuestra fe, que ve más allá de ese pan!
María llevó toda su vida una vida eucaristizada, es decir, vivía en continua acción de gracias a Dios por haber sido elegida para ser la Madre de Dios, vivía intercediendo por nosotros, los hijos de Eva, que vivíamos en el exilio, esperando la venida del Mesías y la liberación verdadera. Y como dijo el papa en su encíclica sobre la eucaristía, María es mujer eucaristizada porque vivió la actitudes de toda eucaristía: es mujer de fe, es mujer sacrificada y su presencia reconforta. ¿No es la eucaristía misterio de fe, sacrificio y presencia?
Vivía en continuo sufrimiento, Getsemaní y Calvario. También Ella, como Jesús, fue triturada, como el grano de trigo y como la uva pisoteada, de donde brotará ese pan que se hará Cuerpo de Jesús que nos alimentará y ese mosto que será bebida de salvación.
La eucaristía que vivía María era misteriosa, espiritual, pero real. Su vida fue marcada por la entrega a su Hijo y a los hombres.
¿Por qué en algunos de las apariciones, María pide la comunión? Porque eucaristía y María están estrechamente unidas.
Por lo tanto, Cristo en la eucaristía es sacrificio, alimento, presencia, y María en la eucaristía experimenta:
El sacrificio de su Hijo una vez más, pues cada misa es vivir el Calvario, y María estuvo al pie del Calvario.
En la eucaristía María nos vuelve a dar a su Hijo para alimentarnos.
En la eucaristía, junto al Corazón de su Hijo, palpita el corazón de la Madre. Por tanto en cada misa experimentamos la presencia de Cristo y de María.
No es ciertamente la presencia de María en la eucaristía una presencia como la de Cristo, real, sustancial. Es más bien una presencia espiritual que sentimos en el alma. Es María quien nos ofrece el Cuerpo de su Hijo, pues en cada misa nace, muere y resucita su Hijo por la salvación de los hombres y la glorificación de su Padre.
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