Un ejercicio interior grande es
trabajar en la esperanza, es decir, crecer en la esperanza. Dios abre caminos,
Dios cumple sus promesas. Sólo cabe abandonarse confiadamente en Él.
"Despiertos o dormidos
vivamos con él", decía san Pablo en 1Ts. Dormir tranquila y confiadamente
en Dios es un gran signo de abandono en Él, en vez de volver una y otra vez
sobre nosotros mismos y nuestra conciencia, o la meticulosidad de prácticas
religiosas -rezar, rezar y rezar, formularios, oraciones escritas, estampitas y
novenas, etc-.
Más vale un acto de abandono, de
paz en Dios, de esperanza serena.
Así escribía Péguy sobre la noche
y, sobre todo, sobre el abandono esperanzado en Dios:
“Yo sé llevarle. Es
mi oficio. Y esa libertad es mi creación.
Se le puede pedir
mucho corazón, mucha caridad, mucho sacrificio.
Tiene mucha fe y
mucha caridad.
Pero lo que no se
le puede pedir, vaya por Dios, es un poco de esperanza.
Un poco de
confianza, vaya, un poco de relajación,
Un poco de entrega,
un poco de abandono en mis manos,
Un poco de
renuncia. Está tenso todo el tiempo.
Ahora bien, tú,
hija mía, la noche, lo consigues a veces, lo obtienes a veces.
Del hombre rebelde.
Que ese señor
consienta, que se dé un poco a mí.
Que relaje un poco
sus pobres miembros cansados sobre una tumbona.
Que relaje un poco
sobre una tumbona su corazón dolorido.
Que su cabeza,
sobre todo, deje de funcionar. Su cabeza funciona demasiado. Y él cree que eso
es trabajo, que su cabeza funciona así.
Y sus pensamientos,
total, ¡para lo que él llama sus pensamientos!
Que sus ideas no
funcionen más y no se peleen más en su cabeza y no tintineen más como pepitas
de calabaza.
Como un cascabel en
una calabaza vacía.
Cuando pienso a qué
llama sus ideas…
Pobre ser. No me
gusta, dice Dios, el hombre que no duerme.
El que se quema en
su cama de inquietud y de fiebre.
Soy partidario,
dice Dios, de que cada noche se haga un examen de conciencia.
Es un buen
ejercicio.
Pero bueno, no hay
que torturarse hasta el punto de perder el sueño.
A esa hora, la
jornada ya está hecha, y bien hecha; no hay que volver a hacerla.
No hay que volver
sobre ella.
Esos pecados que
tanto pesar te producen, hijo mío, pues mira, era bien sencillo.
Amigo mío, no
haberlos cometido.
Cuando todavía
podías no cometerlos.
Ahora ya está
hecho, venga, duerme, mañana no lo volverás a hacer.
Pero el que por la
noche al acostarse hace planes para el día siguiente
No me gusta, dice
Dios.
El muy tonto, sabe
acaso cómo se hará el día de mañana.
Conoce al menos el
color del tiempo.
Mejor haría en
rezar sus oraciones. Yo nunca he negado el pan del día siguiente.
El que está en mi
mano como el bastón en la mano del viajero,
Ese sí me es
agradable, dice Dios.
El que se apoya en
mi brazo como un bebé que se ríe,
Y que no se ocupa
de nada,
Y que ve el mundo
en los ojos de su madre, y de su ama,
Y que no lo ve y no
lo mira más que allí,
Ese me es
agradable, dice Dios.
Pero el que hace
cálculos, el que en su interior, en su cabeza para mañana
Trabaja como un
mercenario.
Trabaja
horriblemente como un esclavo que gira una rueda eterna.
(Y, entre nosotros,
como un imbécil).
Pues bien, ése no
me es agradable en absoluto, dice Dios.
El que se abandona,
me gusta. El que no se abandona, no me gusta, es así de sencillo”
(Péguy,
El misterio de los santos inocentes, Encuentro Ediciones, Madrid 1993, 15-17).
Javier
Sánchez Martínez
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