Allá por el año 2006…, escribí un
libro titulado “Desde el sufrimiento a la felicidad”, pero como este es un tema
que nunca se agota, voy a incidir de nuevo sobre él, aunque solo sea con lo
poco que se puede decir en el contenido de una glosa. Y no se agota el tema
porque realmente, si nos paramos a pensar despacio, en los seres humanos, todo
gira alrededor de la felicidad, todo el mundo siempre encamina sus pasos a
encontrar la felicidad, directamente o a encontrar los medios que se la
proporciones, esencialmente para muchos: el dichoso dinero, que tanto nos aleja
del amor de Dios y a Dios.
Dada la importancia del tema,
existen varios vocablos que en general son indebidamente utilizados. Así por
ejemplo tenemos: Felicidad, gozo, placer, deleite, júbilo, bienestar y otros
más imprecisos. En la otra cara de la moneda, es decir, en la antítesis de lo
que expresan los anteriores vocablos, tenemos: Dolor, sufrimiento,
mortificación, angustia, amargura, desolación, disgusto, congoja, abatimiento,
cruz, herida y otros varios más imprecisos. Realmente los más genéricos y
conocidos son de un lado la felicidad, el gozo y el placer, y de otro el
sufrimiento, el dolor y la mortificación. Nosotros tenemos cuerpo y alma y es
el caso de que indistintamente se usan estos vocablos, como por ejemplo el alma
pudiese tener dolor. El dolor es propio del cuerpo, y lo propio del alma es el
sufrimiento.
La felicidad es lo propio del
alma, porque lo propio del cuerpo es el goce y el placer. Pero auténticamente
la felicidad es un estado de ánimo, es decir, un estado del alma. Porque ánimo
viene de ánima, y el ánima es el alma. Y este estado para que sea tal, ha de
ser perfecto, que cumpla con tres requisitos esenciales: 1º Que no hastíe 2º
Que sacie plenamente y 3º Que este estado nunca se acabe. Y aquí en este mundo,
lo que llamamos felicidad humana, es una pretendida felicidad, porque siempre
falla en uno de estos tres requisitos. Por ejemplo, una persona compra un coche
y es feliz al principio, disfrutándolo, pero al año o dos años está del coche
hastiado y pensando en el nuevo modelo. ¿Qué persona es plenamente feliz en
este mundo, y no tiene ni jamás ha tenido un problema que le preocupase? Pero
es más, aun suponiendo que esta persona existiese en este mundo ¿cuento le
duraría esa idílica y utópica felicidad? Esta acabaría esta con su muerte.
La felicidad ha de ser eterna y
perfecta, y para ella nos ha creado Dios, pare esa clase de felicidad: Para ser
eternamente felices, con un clase de felicidad que todos ignoramos; una
felicidad cuya impronta de anhelo de ella, todos la tenemos gravada en nuestro
ser. Es una felicidad, que nadie que tenga vida en este mundo, la ha
experimentado, porque nadie ha visto el Rostro de Dios. Nos dice la Biblia: “Nadie puede verme y quedar con vida”.
Ex 33,20). Y San Juan en su Evangelio nos dice: “A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito que está en el seno del Padre,
ese le ha dado a conocer”. (Jn 1,18). Y San Mateo recoge las palabras del Señor, escribiendo: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y
aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo”. (Mt 11,27).
Escribe el sacerdote
norteamericano Leo Trese: “Dios nos hizo para la visión beatífica, para la
unión personal con Él, que es la felicidad del cielo. Para que seamos capaces
del tal visión directa de Dios, Él nos dará un poder sobrenatural que llamamos
Luz de Gloria. Sin embargo la luz de Gloria solo puede ser conferida a un alma
que ya está unida a Dios por medio de ese don anterior que llamamos gracia
santificante”. Aquí abajo, lo que nosotros llamamos felicidad, es solo una
caricatura de felicidad, porque la verdadera felicidad es un atributo que
experimentará el alma. Aquí abajo lo que tenemos es gozo y placer, que son
vocablos más aplicable a la materialidad de los cuerpos que a la espiritualidad
de las almas.
Asegura una revelación particular
acerca del Purgatorio, que en el momento de nuestra muerte, el velo de la fe no
se rasga totalmente, excepto para las almas introducidas al instante en la
gloria de la visión del rostro de Dios. Para las que deben de ir al purgatorio,
la fe subsiste todavía parcialmente. Desde el instante en que el alma se separa
del cuerpo, está en presencia de la gloria de Dios: no ve a Dios, pero si el
resplandor de su santidad. Si hay algo garantizado en la vida es el hecho de
que todos los glorificados verán plenamente el Rostro de Dios. Para Edward
Leen: “Al ver a Dios, es cuando recibimos nuestra herencia y entramos en
posesión de nuestra propiedad. (…) La visión beatífica es el punto culminante
de la vida sobrenatural que nos ha sido infundida por el bautismo. La visión
beatífica tiene como efecto inmediato y propio la morada de la santísima
Trinidad en su forma perfecta y final. Y con el Espíritu Santo en nuestras
almas podemos traspasar los límites de nuestra naturaleza finita, para escalar
las alturas del cielo y contemplar sin deslumbrarnos la brillante
inteligibilidad de la divinidad. Esa visión es cegadora, para todo ojo creado
pero no para el ojo de Dios. No cegará nuestra mirada cuando poseamos al
Espíritu Santo, pues entonces nuestra facultad de ver estará fortalecida por
una participación en la penetrante intuición de la inteligencia de Dios”.
Tanto el gozo como el dolor, son
vocablos más propios de aplicar a los estados de ánimo corporales al igual que
el sufrimiento y la felicidad son vocablos, más propios del alma. Sufre el alma
el dolor quien lo experimenta es el cuerpo, pero cuando el cuerpo tiene dolor,
el alma sufre. Tanto el sufrimiento, como la mortificación, tienen su fuente
generadora en el dolor, se sufre porque se tiene dolor; una persona se
mortifica, porque busca el dolor. El sufrimiento producido por el dolor se
puede aceptar o no, porque su origen es involuntario, mientras que el dolor
producido por la mortificación es un dolor siempre aceptado, porque su origen
es voluntario. Por lo tanto, la mortificación es el dolor producido y aceptado
por la persona humana, mientras que el sufrimiento se produce por un dolor de
origen involuntario, que puede ser aceptado o no. Pero como es sabido, todos
estos son conceptos inexistentes para el alma que contempla el Rostro de Dios.
Plenamente relacionado con lo
hasta aquí dicho, hay dos conceptos o estados de ánimo del ser humano
relacionados. Se trata de temor y de la esperanza. Teme el que espera un mal,
sea este de carácter corporal o espiritual y tiene esperanza, el que espera un
bien corporal o de carácter espiritual. El temor en el orden espiritual, puede
ser bueno y deseable, ya que se trata de un don divino: El don del temor de
Dios. En el libro de los Proverbios se dice: “El temor del Señor es el comienzo de la sabiduría, los necios desprecian
la sabiduría y la instrucción.”. (Prov 1,7). Y en el Eclesiástico se
lee: “Si no te adhieres fuertemente
al temor de Dios, pronto será derribada tu casa”. (Ecl 27,4).
Para San Agustín: “El temor es
más fuerte en los que están lejos, menor en los que se acercan y nulo en los
que llegan”. Esta afirmación de San Agustín está en línea con lo que
escribe San Juan evangelista, en su primera carta: "No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el
temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud
en el amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero”. (1Jn
4,18-19). El P. Molinié nos recomienda: “El amor perfecto destierra el
temor, pero no hemos llegado hasta ahí; es un gran peligro querer ser liberados
de todo temor de otro modo que por el amor perfecto. Mientras tanto cultivemos
el coraje de tener miedo”.
El don, de temor de Dios y la fe,
se encuentran íntimamente unidos. No se puede temer algo que se cree que no
existe. Dios solo da este don a aquellos que creen en su existencia, pero
cuando el que cree firmemente en su existencia, es decir, el creyente tibio,
tarde o temprano se desborda en amor a Él, y entonces el don del temor de Dios
sin dejar de existir en estas almas, se modifica por el impulso del amor a
Dios, diríamos que el que ama no teme. En la espiritualidad moderna, el amor a
Dios, le ha ganado terreno, al santo temor a Él. Santa Teresa de Lisieux, es la
gran abanderada de esta corriente”. Para ella y para los que la siguen, en la
vida espiritual carmelitana, solo hay tres cosas importantes que realizar, y
ellas son: Amar, amar y amar a quien es el Todo de todo lo creado.
Mi más
cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del
Carmelo
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