“Cuando me acuerdo de lo que vi tiemblo
de pies a cabeza [sobre el infierno]”
Ana Catalina Emmerick
Me sorprende lo poco que se habla de
la salvación de las almas. Por lo mismo, también me sorprende lo poco
preocupados que parecen estar muchos cristianos sobre la salvación de su propia
alma. No oigo demasiadas homilías tratar sobre la cuestión; por supuesto, es de
pésimo gusto referirnos a la existencia del demonio y al infierno como una
posibilidad real también para nosotros.
Si hay cristianos que no creen en la
existencia de satán –vendría a ser, dicen, la personificación simbólica del
mal, nada más-, es lógico que el infierno sea un dogma igualmente a extinguir.
Nada agradable pensar en él y menos como destino posible para algún familiar o
amigo. Lo diré en términos positivos: me maravilla lo seguros que están
tantos cristianos de que sus almas se salvarán. Yo, que no soy pesimista,
no estoy seguro de mi salvación.
La historia de Dios con la humanidad
en general y con cada uno en particular es una historia de amor. Bien sabemos por
nuestra experiencia que la respuesta humana al amor divino es el rechazo
completo y consciente, la indiferencia abúlica, la tibieza en todos sus grados
y la apertura expresa a ese amor. El amor de Dios, no obstante, es el mismo e
independiente de nuestras respuestas: es un amor infinito e incondicional en su
origen, pues somos criaturas suyas. Pero como todo amor, el de Dios, es muy
exigente. El más exigente. Muchos no aceptan las exigencias internas del
amor de Cristo. Quizá en esto radica un grave problema actual de no pocos
hermanos.
La parábola del hijo pródigo es la
parábola del amor del Padre. ¿Puede retirarnos el Padre su amor a través de su
Hijo en el Espíritu Santo a cualquiera de nosotros? ¡Nunca! Somos nosotros los
que nos alejamos de Él. Quizá el error en que caemos con frecuencia es en
interpretar semejante alejamiento. Podemos estar muy lejos de Dios y
confesarnos cristianos, podemos estar alejados de Él y hacer obras de caridad,
poder estar lejos de Él y participar en una cofradía o en un movimiento
eclesiástico. Podemos criticar a la Iglesia –por el bien de ella,
naturalmente-, podemos tener una devoción particular o hacer frecuentas
promesas, podemos participar activamente en la parroquia, sí, pero estar
alejados de Dios. ¿Cómo ir al infierno cuando Dios es infinitamente
misericordioso y soy catequista de confirmación? ¿Yo, al infierno, que dedico
hacer obras de caridad los sábados por la tarde? ¿Al infierno cuando soy
responsable del grupo de jóvenes de mi movimiento, cuyo fundador fue, sin duda,
todo un santo? Orgullo, soberbia, vanidad… y confianza sólo en nosotros mismos.
Tengo la impresión de que cuanto más
íntima es la relación con el Señor, más evidente se hace la existencia del
demonio y del infierno. El problema que nos plantea el infierno es que…está
habitado por almas como las nuestras.
Posiblemente Santa Teresita haya
sido una de las últimas santas que más nos han enseñado sobre la importancia de
la confianza en el amor
del Señor. A Santa Teresita como al Hermano Rafael, entre nosotros, le debo
mucho de lo que soy. Pero la confianza de la que hablan los santos es un ponerse en manos de Dios para permitir
que su Espíritu haga su obra en nosotros. La confianza cristiana es un dejarse
constantemente hacer por Él para que nosotros seamos cada vez menos y Él cada vez más. Este
“dejarse hacer por Dios” es posiblemente la tarea más difícil – martirial - a
la que estamos llamados. Nada que ver con la confianza de que nos salvaremos
porque Dios es infinitamente misericordioso y nunca podría permitir que uno de
sus hijos pueda condenarse.
Saber que nuestra alma no está
salvada de antemano, es decir, que podemos ir al infierno después de nuestra
muerte, es primeramente ser perfectos conocedores de nuestra infinita miseria y
que sólo puede salvarnos el Señor.
Magnífico truco del demonio en que caen no pocos hermanos piadosos: nuestra
salvación es el reconocimiento del éxito de una buena cuenta de resultados
espirituales Pero sólo Él nos salva
pidiéndonoslo todo de nosotros. Esa es la exigencia del amor divino.
Nuestro pecado, que queremos tapar ante nuestra conciencia y ante Dios mismo,
es paradójicamente la humilde palanca que nos catapulta al Corazón de Cristo.
Consecuentemente, saber que nuestra
alma puede condenarse es el mejor modo, mejor dicho, el único modo de
abandonar nuestro egoísmo. Sólo Dios. Dios en mí, Dios en todo y en todos. Mi
condenación se fragua en la tierra cuando el protagonista de mi vida…soy yo. Ya
no se tiene miedo al infierno, se tiene miedo a que no salgan nuestros
proyectos.
Tener coraje en creer en el infierno
es tener mucho miedo a nuestro pecado y al de los demás. Tener coraje de
afirmar la existencia del infierno y de que yo puedo estar en él, es reconocer
que quien sólo me puede salvar es Dios y estar dispuesto a dejarme enseñar por
Él continuamente. Tener coraje de creer en el infierno es tener coraje de
confiar en Dios y no en mí.
Porque la vida nos presenta
exclusivamente esta alternativa: o Dios o uno mismo. Nuestra salvación está en
elegir bien.
Un saludo
Carlos
Jariod Borrego
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