En todos estos valores se expresan realidades que no pueden depender de la decisión de la mayoría.
Año 1985. Uno de los terremotos más trágicos de la historia del México golpeaba la capital y varias ciudades aledañas. Parecía el fin del mundo.
En medio del desastre, un edificio de 182 metros de altura seguía en pie. Se trata de la Torre Latinoamericana. Aunque ella también bailó al ritmo de los 8.1 grados en escala de Richter, se mantuvo firme gracias a sus extraordinarios fundamentos: más de 360 pilotes enterrados hasta 33 metros. Precisamente así funciona el mundo: las cosas con buenos cimientos, duran; las que carecen de ellos, se desvanecen.
Tal vez por ello nuestra época se caracteriza por una búsqueda frenética de los fundamentos de la sociedad. Todos tenemos claro que el desarrollo de nuestros países, ciudades y familias ha de descansar sobre algunos principios que les den estabilidad.
Pero, ¿cuáles son?
Una sociedad que no quiera ser efímera, ha de levantarse sobre valores objetivos, no sobre opciones que dependen de la mejor mercadotecnia o de la imposición de la mayoría. Un cimiento, es un cimiento. Esto no se puede poner a votación. Construir nuestra cultura sobre “principios” que dependen del número de votos sería tan inútil como rellenar de algodón las basas de un complejo departamental, simplemente porque los vecinos así lo han votado.
Los valores y la libertad.
Los valores - dice Llano Cifuentes - son todo aquello que contribuya al desarrollo o perfeccionamiento del hombre. Por tanto, para saber discernir lo que es un valor, hay que primero saber lo que es un hombre.
El hombre es un ser racional. El único ser racional que vive sobre esta tierra. Esto quiere decir que, aunque posee instintos y pasiones como los animales, su razón y su voluntad le dan el poder de autodominarse. De esta capacidad nace la libertad. Dicha libertad no es para hacer lo que quiera, sino para elegir todo aquello que le ayude a ser más hombre.
La libertad hace al hombre digno. Gracias a ella podemos optar por los valores que llevamos inscritos en nuestra naturaleza, desarrollarlos sin cesar, y realizarlos en nuestra vida para lograr un progreso cada vez mayor.
Los valores y la verdad.
En nuestros juicios sobre los valores no podemos proceder según nuestro libre albedrío. Existe un orden objetivo que debemos seguir.
No importa si vivimos en la era prehistórica o en un mundo donde todo es posible a nivel técnico; dentro de cada persona permanece latente la exigencia de actuar de acuerdo a la verdad. Intuimos que esta verdad no es monopolio de unos pocos, sino patrimonio común a todos los hombres, y que nuestra libertad no puede transgredirla sin verse ella misma perjudicada. Se trata de una ley que descubrimos en lo más profundo de nuestra conciencia, y en cuya obediencia consiste la dignidad humana: tienes que hacer el bien y evitar el mal.
No podemos someter esta verdad a un consenso por voto, pues sería como someter a la decisión de la mayoría algo tan obvio como que el pasto es verde, que el agua moja o que el monóxido de carbono contamina. De hecho, todas las tradiciones religiosas y civilizaciones que han buscado con sinceridad la verdad, reconocen esta ley.
Los valores y la sociedad.
De esta sencilla regla - tienes que hacer el bien y evitar el mal - se desprenden otros principios éticos que nos ayudan a descubrir los auténticos valores, como aquellos que Benedicto XVI presentó en su discurso del 12 de febrero pasado: el respeto a la vida humana desde su concepción hasta su término natural; el deber de buscar la verdad; el respeto por la libertad personal, que es siempre una libertad compartida con los demás; la solidaridad con los que me rodean, etc.
En todos estos valores se expresan realidades que no pueden depender de la decisión de la mayoría. Se trata de normas anteriores a cualquier ley humana, normas que cada uno lleva grabadas con punta de diamante en el propio corazón, y como tal, no pueden ser borradas ni derogadas por nadie.
Si en verdad queremos que nuestra sociedad sea una sociedad constructiva; si deseamos dejar en las manos de nuestros hijos una humanidad más humana; si anhelamos hacer cosas que permanezcan; si aspiramos a crear un sistema más justo y equitativo; entonces no nos podemos olvidar de los fundamentos. Sólo así, lo que construyamos permanecerá. Sólo con cimientos sólidos y perennes se alzará el imponente edificio de un mundo más solidario y justo.
Autor: Adolfo Güémez
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