viernes, 22 de octubre de 2010

¿POR QUÉ DIOS NO DA TODO LO QUE LE PEDIMOS?


No sé si es que estoy enfadado con Dios o tengo pocos enchufes con el Señor.

Me acaban de echar en cara que mis oraciones de poco han valido. Una persona, a la que aprecio y estimo mucho, me ha pedido que rece por una intención suya muy particular. No sé si es que estoy enfadado con Dios o tengo pocos enchufescon el Señor. El caso es que aparentemente no he alcanzado lo que pedía. Pero continuaré rezando.

¿Por qué a veces se hace sordo y parece no oír? Son interrogantes que llevo clavados en el alma desde hace muchos años. Y creo que la experiencia de quienes alguna vez hemos rezado un poco sea más o menos la misma. Pedimos, rezamos, incluso llegamos a sacrificarnos, somos mejores, pero vemos que sirve de poco. ¿Por qué Dios no da lo que se le pide?

La respuesta que he encontrado no sólo me convence. Bien vale un monumento. No es mía. Se la escuché a un santo y sabio obispo, uno de esos curas letradosque Teresa de Jesús recomendaba a sus monjas. La frase es de san Agustín. No es de extrañar que desde el siglo quinto la gente se siga planteando los mismos problemas.Cuando pedimos y no se nos concede es: porque somos malos quienes pedimos, o pedimos mal o porque pedimos cosas malas.

Ante tal respuesta, uno queda boquiabierto y preferiría no haber inquirido. Pero la realidad ahí está. En cada caso habrá que atinar el porqué y prefiero no comenzar a descartar alternativas. No hay escapatoria: ¿Quién soy yo para pedir? ¿Pido bien? ¿Demando cosas buenas o inconvenientes? Tres soluciones, tres respuestas. Y me atrevería a decir que son la fórmula mágica, la receta de toda petición. Las tres juntas y en positivo, ¿qué no alcanzarían de la misericordia divina?

Pero aún hay más. No todo es tan fácil, porque también en la oración hay calidad y excelencia. Hay gente que encanta y cautiva a Dios desde el primer momento. Son almas más claras, más limpias, que abren las compuertas del cielo e inundan nuestro mundo de bendiciones. Si no fuera por ellos...

En cierta ocasión escuché a Juan Pablo II hablar de estos colosos de la oración. ¡Qué pena no haber tenido a mano pluma y papel! El Papa decía: Son dos las categorías de personas más potentes en la oración: una son los enfermos, los que sufren y la otra la constituyen los niños. Quizás podemos añadir también a las monjas, especialmente las de clausura”. Y al evocar este pódium de gigantes no he podido menos que probar sentimientos de vergüenza, de envidia y un sano estímulo de ser mejor.

Los enfermos, los que sufren... ¡Qué bien lo testimonió Juan XXIII, el Papa bueno, en su lecho de muerte! Nuestros abuelitos lo recuerdan sufriendo, sereno, puestos los ojos en su crucifijo, haciendo su última profesión de fe, de amor: Este lecho es un altar... El altar exige una víctima: aquí estoy. ¿Qué puede sentir Dios ante una oración tan pura, tan olvidada de egoísmos, tan limpia? Por eso los enfermos son los predilectos de Dios, porque piden dando; suplican ofreciendo. Y eso es orar.

¿Los niños? ¡Qué emoción debe llenar a Dios cuando una diminuta criatura se arrodilla e intenta hacer la señal de la cruz! Y Dios escucha a esa chiquilla que no pide como los mayoría de los grandes: salud, amor, bienestar, comodidades,...
¿Cómo rezan los niños? He aquí una lección de antología.
-“¿Rezas a Dios?” - le preguntó una persona mayor.
-, cada noche - contesta el pequeño.
-“¿Y qué le pides?”
-Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo”.

Quizás conservo un especial aprecio por las monjas de clausura, porque me parecen la síntesis ideal: son niños y sufren. Todas jóvenes, sencillas y candorosas; niñas en el alma. Ríen, ríen las monjas - yo las he visto - a pesar de la edad, ocultas entre las rejas. Son puras y felices. Obedecen y ayunan. Sufren. Sufren como los mártires, como los enfermos. Y sobre todo, oran.

Yo no sé cómo estaría el mundo sin estas tres categorías, sin estos gigantes, sin estos musculosos de la oración que doblan todos los días el arco de la misericordia. Ante ellos siento vergüenza, envidia y deseos de orar.
Autor: Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma

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