Es propio de las sociedades civilizadas el respeto y veneración a la sabiduría que aportan los ancianos, estrechando los vínculos entre las generaciones, en vez de rompiéndolos.
Si echamos la vista atrás y
tratamos de hallar algún rasgo constitutivo común entre las distintas y más
apartadas civilizaciones (tanto
en el tiempo como en el espacio), descubriremos que casi todas se distinguieron
por honrar a sus ancianos. En efecto, son
raras las formas de comunidad humana en las que los viejos han sido
desdeñados o condenados al descrédito; y todas ellas han fenecido pronto. En la
Antigüedad, los ancianos ocuparon siempre los puestos más encumbrados de la
consideración social, como custodios de
las tradiciones, depositarios de una sabiduría ancestral y espejo en el que los jóvenes
deseaban contemplarse: ellos eran reyes y
consejeros de reyes, sumos sacerdotes, oráculos y profetas; ellos eran
patriarcas y tutores de sus respectivas familias y clanes; y se les
rendía respeto y veneración,
pues se reconocía en ellos un conocimiento profundo de las cosas,
nacido de la experiencia y la meditación, que les permitía avizorar el futuro
con mayor clarividencia y ecuanimidad.
La sabiduría acumulada de los
ancianos, su magisterio vivo, su prudencia cautelosa fueron tenidos
tradicionalmente como el más preciado tesoro por quienes nos precedieron. Y los ancianos
fueron, durante siglos, el corazón de nuestra civilización: en el seno de la
familia, en la organización política, en el culto religioso, en los foros
intelectuales, su voz era escuchada y sus consejos atendidos; y a ellos se
encargaba la formación de las nuevas generaciones. Este papel activo y medular que
los ancianos desempeñaron en otras fases de la historia fue puesto en solfa en
épocas recientes, bajo un disfraz cínicamente humanitario: se entendió que los viejos ya habían prestado en su
juventud y madurez el servicio que la sociedad les demandaba; y se estableció
que debían completar su vida descansando de pasadas fatigas. Así, bajo
esta máscara jubilar, los viejos fueron confinados en un arrabal de inactividad; y poco a poco,
desposeídos del puesto que tradicionalmente ocupaban en la sociedad, se fueron
convirtiendo en rémoras: expulsados de la vida pública, su consejo dejó de
alumbrar la política; apartados de las labores docentes, su enseñanza se
eclipsó; y hasta fueron despojados del lugar preeminente que ocupaban en el
seno familiar, a medida que se difuminaba el mandato humano y divino de
honrar a los padres. De manera casi imperceptible,
los ancianos dejaron de ser el más preciado tesoro de la comunidad, para
convertirse en su mayor lastre; pues sólo se vio en ellos una fuente inagotable
de gasto asistencial (y ocasionalmente un granero de votos). Y todo esto
ocurría, paradójicamente, mientras la sociedad, yerma y ensimismada en su
bienestar, envejecía a una velocidad creciente.
Pero detrás de este desprestigio
de la vejez se ocultan taras sociales muy profundas. Ante
todo, una destrucción de los
vínculos intergeneracionales que aseguran la identidad de las
comunidades humanas, que cuando reniegan de la tradición que las nutre acaban
convertidas en organismos invertebrados, huérfanos de una genealogía espiritual
y fácil pasto de la opresión. Una sociedad que ha reducido a sus viejos a la
irrelevancia es una sociedad que, por no saber mirarse en su pasado, está
incapacitada para afrontar su futuro. Decía Cicerón que
"el viejo no puede hacer lo que hace un joven; pero lo que hace es
mejor". Sin embargo, en nuestra época parece que se intenta prolongar la adolescencia hasta
la madurez y la madurez hasta el tiempo de la sabiduría que debería ocupar la
vejez. Es decir, se lucha contra la naturaleza intentando
alterar e invertir su orden, impidiendo que discurra como debería hacerlo. El
resultado es inevitable: llegada la hora final, nos sentimos incompletos
y vacíos… porque probablemente lo estemos. Así se explica la
liviandad con la que hemos aceptado el abandono de miles de viejos
en los morideros llamados cínicamente 'residencias', durante la plaga
coronavírica; y también la promulgación de leyes vitandas (que nuestra sórdida
época considera, sin embargo, humanitarias) para que los viejos abandonados y
solos, acechados por los achaques y el dolor, puedan recibir un dulce
matarile. La vejez se ha convertido en un arrabal excedente de la
vida, un túnel en el que nadie desea entrar; y quienes en él entran ya saben
que les aguarda el abandono de los cachivaches recluidos en un desván.
Pero envejecer no es adentrarse
en un túnel ni recluirse en un desván; envejecer es –la frase pertenece al
cineasta Ingmar Bergman– "como
escalar una gran montaña: mientras se sube, las fuerzas disminuyen; pero la
mirada es más libre y la vista más amplia y serena". Las sociedades que prescinden de esa mirada, o la ciegan, son
sociedades decrépitas que no merecen seguir viviendo.
Publicado en XL Semanal.
Por: Juan Manuel de
Prada
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