Estaba pensando en mi madre, que toda la vida dependió de mi padre.
Y que a
los ochenta años le dijo que pensaba que no había logrado nada.
Nada.
Después
de criar a cinco hijos.
Después de
ceder un trozo inmenso de su existencia.
Después
de cuidar a los demás.
Nada.
Damos por
sentadas a nuestras madres.
Les
exigimos y esperamos todo de ellas porque sí.
Y con
nuestro nacimiento les arrancamos para siempre su condición de mujeres más allá
de la maternidad.
Las
ridiculizamos al imaginarlas como cuerpos que desean y quieren ser deseados.
Nos
avergonzamos si las vemos dudar, si descubrimos sus incoherencias, si se salen
de lo establecido de lo que ha de ser una buena madre.
Nos
enfadamos si observamos que se quieren salir del redil de madre porque nos da
miedo porque eso podría hacer que las perdiéramos.
Somos
auténticos tiranos y tiranas.
Que no
agradecemos ni reconocemos nada.
Como si
fuera lo que le tocaba y ya está.
¿Y
la mujer que hay dentro de nuestras madres?
Las madres
necesitan espacio y tiempo para conocerse más allá de sus hijos e hijas.
Más allá
de sus parejas las madres necesitan realizarse lejos de la familia también para
abrazar sus sombras.
Y para
eso necesitan que sus parejas estén implicadas al 50% en la educación, crianza
y trabajos del hogar porque es su responsabilidad.
Pero
también hijos e hijas que no se inmiscuyan en sus decisiones libres.
Que no
las traten como niñas o como idiotas.
Que las
respeten.
Que las
animen a construir lugares fuera del hogar.
Que las
vean más allá de lo que representan.
Para que
así no lleguen al final de sus vidas sintiendo que no hay ningún logro en
ellas.
Cuando
lo han dado absolutamente ¡TODO!
¡A
CAMBIO DE NADA...!!
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