Pidamos al "dueño de la mies" que cada familia sea un centro importante de crecimiento humano y espiritual.
Por: Mons. José Rafael Palma
Capetillo | Fuente: Semanario Alégrate
Aunque no sean conscientes del todo, los hijos son una motivación para sus
padres de ser mejores, es decir, santos y siempre fieles en la verdad, el bien
y el amor. El Catecismo nos señala con mucha exactitud que la educación de los
hijos, aunque se les confíe a los maestros de alguna escuela y a los
catequistas, es responsabilidad principal de los padres de familia. Por esta
razón, los padres tienen el deber de elegir la escuela y la parroquia que mejor
les ayuden en su tarea de educar integralmente a sus descendientes.
Los hijos, a su vez, contribuyen
al crecimiento de sus padres en la santidad. Todos y cada uno se concederán
generosamente y sin cansarse los perdones mutuos exigidos por las ofensas, las
discordias, las injusticias y las omisiones. El afecto mutuo lo reclama. La
caridad de Cristo lo exige (cf Mt 18,21-22; Lc 17,4).
Durante la infancia, el respeto y
el afecto de los padres se traducen ante todo por el cuidado y la atención que
consagran en educar a sus hijos, en proveer a sus necesidades físicas y
espirituales. En el transcurso del crecimiento, el mismo respeto y la misma
dedicación llevan a los padres a enseñar a sus hijos a usar rectamente de su
razón y de su libertad.
Los padres, como primeros
responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de elegir para
ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones. Este derecho es
fundamental. En cuanto sea posible, los padres tienen el deber de elegir las
escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos. Los poderes
públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de asegurar
las condiciones reales de su ejercicio. De igual modo, podrán elegir el centro
de catequesis que más favorece la educación integral de su prole.
Cuando llegan a la edad
correspondiente, los hijos tienen el deber y el derecho de elegir su profesión
y su estado de vida. Estas nuevas responsabilidades deberán asumirlas en una
relación confiada con sus padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibirán
dócilmente. Los padres deben cuidar de no violentar a sus hijos ni en la
elección de una profesión ni en la de su futuro cónyuge. Este deber de no
inmiscuirse no les impide, sino al contrario, los obliga a ayudarles con
consejos juiciosos, particularmente cuando se proponen fundar un hogar.
El estado de vida en la soltería
es una vocación auténtica. Hay quienes no se casan para poder cuidar a sus
padres, o sus hermanos y hermanas, para dedicarse más exclusivamente a una
profesión o por otros motivos dignos. Estas personas pueden contribuir
grandemente al bien de la familia humana.
Pidamos al “dueño de la mies” que cada familia sea un centro
importante de crecimiento humano y espiritual para todos, especialmente los
hijos, y que con la luz del Espíritu Santo y los buenos consejos y ejemplos de
los papás, puedan los descendientes encontrar y vivir la llamada de Dios con
una fiel y generosa respuesta.
Texto basado en: Catecismo de la Iglesia Católica, 2227-2231. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 48; Gravissimun Educationis, 6.
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