Un destino que va más allá del tiempo y del espacio que conocemos.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
A lo largo del tiempo, pero de modo más intenso en las últimas décadas, se ha
desarrollado un mayor interés por evaluar el impacto de los comportamientos
humanos en el ambiente.
Ese interés está acompañado, en
personas y en grupos, por un esfuerzo serio para defender el ambiente ante las
acciones dañinas provocadas por la especie humana.
Detrás de ese deseo hay dos ideas, una bastante obvia y explícita,
otra poco evidenciada pero no por ello menos importante. La primera idea supone que el ambiente es un bien que
merece ser protegido. La segunda idea coloca
al ser humano, en parte, como un ser que tiene responsabilidades especiales
respecto del ambiente.
La primera idea, desde luego, tendrá matizaciones importantes. Es obvio que el ambiente
cambia a lo largo de la historia del planeta. Donde antes había un bosque hoy
hay un desierto. Donde florecían los prados ahora hay un fuerte crecimiento de
arbustos.
Lo que suele destacarse en este
punto es que el ambiente natural contendría una serie de equilibrios que permiten
la coexistencia de especies diferentes de plantas y de animales, y que tales
especies en sí mismas son un patrimonio, un valor, que vale la pena proteger y
conservar.
La segunda idea es bastante más compleja y, en algunos casos, puede llevar a una extraña
contradicción. Que el ser humano tiene potencialidades enormes resulta algo
obvio y aceptado casi universalmente, y sería extraño que alguien lo negara.
El problema consiste en explicar
el fundamento de esas potencialidades. Si alguien se coloca en una visión
materialista, en la que se niega la existencia de un alma espiritual y se
reduce al ser humano a una especie viviente surgida gracias a un proceso
evolutivo autónomo, resultaría que las potencialidades humanas serían parte de
ese proceso y, por lo tanto, algo de por sí neutro, sin connotaciones éticas.
Pero entonces surge un grave
problema: ¿por qué un ser vivo originado, según
ciertos evolucionistas, desde el desarrollo de las leyes de la materia, tendría
que controlar sus comportamientos para favorecer la pervivencia de otras
especies y, en el fondo, también de sí mismo?
En otras palabras, si la
evolución ha “producido” un ser capaz de
construir rascacielos, de asfaltar carreteras, de usar masivamente el petróleo,
de emplear bombas en las guerras, ¿no sería algo
“natural” permitir a ese ser que actuase según sus posibilidades?
Parecería fácil responder a esa
objeción, desde una perspectiva materialista, a través de un razonamiento como
este: es cierto que el hombre ha surgido de la materia y que no existe en él
algo que lo separe radicalmente de los animales; pero también es cierto que la
misma evolución ha capacitado al ser humano del poder de autocontrolarse.
La realidad, sin embargo, parece
ir contra ese razonamiento: basta con observar los enormes cambios ambientales
(muchos de ellos dañinos) que millones de seres humanos han provocado y siguen
provocando; y con reconocer que entre esos cambios muchos han ido precisamente
no solo contra el ambiente, sino contra el mismo ser humano...
En realidad, hay otra perspectiva
de afrontar el tema, y consiste en reconocer que el ser humano no sería un
simple resultado de procesos evolutivos autónomos, sino un ser dotado de un
alma espiritual, una inteligencia y una voluntad, que lo hacen distinto de los
demás vivientes del planeta, y, por lo mismo, responsable de las acciones
buenas o malas que pueda realizar.
En esa perspectiva, la atención
al ambiente se encuadra en una visión en la que el ser humano adquiere unas
mayores responsabilidades no simplemente por ser parte del planeta, sino por
tener un origen singular y un destino que va más allá del tiempo y del espacio
que conocemos.
Esa es la perspectiva que surge
en la visión cristiana, perspectiva que encuentra una expresión concreta en un
documento orientado casi exclusivamente a reflexionar sobre la importancia del
ambiente: la encíclica “Laudato si’” del Papa
Francisco, del año 2015.
Esa es la perspectiva que puede
aportar mucho en un tema de tanto interés y urgencia, el de la conservación del
ambiente, para el bien no solo del género humano, sino también de tantas
especies de animales y de plantas.
El ambiente que hemos recibido y
la biodiversidad que lo caracteriza merecen ser protegidos, porque hacen posible
y bella la convivencia de quienes compartimos, por un tiempo que no sabemos
cuánto durará, un mismo planeta, mientras caminamos hacia el mundo que empieza
tras la frontera de la muerte.
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