'Fireproof' (2008), de Alex Kendrick, una de las
grandes películas contemporáneas que animan a luchar por mantener unido un
matrimonio que se rompe.
El divorcio es una lacra social que
genera mucho dolor, mucho sufrimiento, no solo en los cónyuges divorciados, sino
aún más en los hijos (que tienden a volverse problemáticos, sobre todo si les
pilla de niños o adolescentes, a fallar en los estudios, a tener conductas
alteradas). Genera también mucho sufrimiento en suegros, amigos y, a menudo,
también en la economía de los divorciados. El divorcio, básicamente, es un
mal. No se puede dejar por ley la puerta abierta a escapar,
porque una puerta abierta será casi seguro una puerta usada,
más tarde o más temprano. En efecto, la vida es lo bastante larga como para que
vengan cansancios, hastíos, tentaciones... que nos interpelan a luchar, no a
dejarse vencer por lo fácil y romper de manera irresponsable una familia.
No comprendemos de modo
suficiente que casarse es algo muy serio, que hay que pensárselo muy bien,
que los hijos tienen derecho a una familia unida,
a unos padres unidos (y esto implica para estos últimos el deber de esforzarse
con ese objetivo), que no podemos hacer a los hijos "asumible"
una herida profunda para sus vidas. No, no vale eso de "ya se acostumbrarán". Hoy en día hay
mucho divorcio irresponsable y no poco divorcio por la peregrina y simplista
razón de que "se nos ha acabado el amor".
¡Hombre! El amor y los sentimientos van y vienen, no son algo demasiado
controlable (sino más bien, inestable: hoy están arriba y mañana, abajo). Cuando montas algo tan serio como una familia, debes hacerlo sobre bases
más estables (principios,
convicciones, valores, voluntad firme...) que sobre una visión idílicamente
romántica, pero fantasiosa e irreal, de unos sentimientos que fluctúan de forma
caprichosa y que, por eso mismo, no pueden fundamentar la estabilidad de algo
tan serio como es el matrimonio y la familia. ¡Cuánta
inmadurez y cuánta falta de formación tenemos en este campo!
Cierto, hay situaciones dramáticas
que, incluso, pueden hacer aconsejable un distanciamiento físico, una
separación entre los cónyuges afectados, pero aun en esas situaciones, separación no puede equipararse a ruptura del vínculo (que es en lo que consiste el divorcio),
porque, aun con la distancia física, la familia puede y debe mantenerse en su
unidad y en su unicidad. Lo que no parece correcto es que, además de distancia
física, rompamos la familia formando otra familia, con hijos que tengan que ir
vagando (muchas veces contra su voluntad) de un domicilio a otro a estar con
una pareja que no es, para ellos, ni su padre ni su madre; o con proliferación
de hermanastros, padrastros o abuelos de distinto árbol… En suma, una confusión máxima y, objetivamente, un desastre.
Debemos caer, por lo tanto, en la
importancia de valorar la unidad y la unicidad del matrimonio y de la
familia. Unidad, porque
la familia lo pide, incluso como predica el catolicismo ("hasta que la muerte los separe"), para que tengamos
un hogar estable y duradero, algo muy sano y necesario para los hijos; unicidad, porque la
familia, por su propio dinamismo, exige que sea única, no que vayamos dejando
atrás una familia ya formada para formar otra (y, a veces, una tercera, una
cuarta...), con esa profusión antes comentada de paternidades, maternidades y
abuelos sobrevenidos ficticiamente.
Insisto: el
matrimonio y la familia, los hijos, son algo más serio que la frivolidad con
que se lo toma esta sociedad. Y, desde luego, si te casas, no vayas
flirteando por ahí, no te dediques al adulterio (ocasional o permanente),
porque con semejante irresponsabilidad por la vida, luego hasta decimos que
somos buenas personas, pero, eso sí, cargándonos lo más importante y serio de
nuestras vidas, generando sufrimiento gratuito a nuestro alrededor (en nuestro
entorno inmediato de cónyuges, hijos, suegros, amigos), no pocas veces por ese
tipo de actitudes egoístas y,
desde luego, del todo frívolas,
inmaduras, pecaminosas y contrarias a la ley de Dios.
Por eso, cuando Jesucristo dijo: "Lo que Dios unió no lo separe el hombre", pienso
en cuánta razón tenía desde un punto de vista también práctico y cómo la
sabiduría de Dios no puede ser mejorada por la torpe sabiduría del hombre,
quien lleva en sí la herida del pecado original
y, con ella, la inclinación al pecado personal, a romper con
el orden moral y natural establecido por el Creador; una situación que, sin
embargo, le conduce a experimentar en muchas ocasiones aquello del refrán: "En el pecado lleva su penitencia". Las
consecuencias habituales del divorcio hacen que el pretendido "remedio" que intentábamos aplicar se
conviertan, a menudo, en peor y generador de más sufrimiento que la propia
enfermedad.
Seamos serios y responsables, con
ideas claras: 1º) El amor se
trabaja (y día a día); más que
un sentimiento inestable es un consentimiento hecho con voluntad firme, estable, sobre
todo cuando el sentimiento no ayuda, cosa que, tarde o temprano tiende a
suceder, porque eso del 'eternamente enamorados' se
pasa con el tiempo. La vida real, el día a día, es otra cosa que sentimientos
románticos; 2º) La familia no se
rompe y, si puede romperse,
lucharemos con todas nuestras fuerzas, pediremos ayuda, haremos lo que sea para
que eso no suceda. Alguien ha dicho, y, quizás, con mucha razón, que el
amor hace el matrimonio, pero también el matrimonio
hace el amor; lógicamente, siempre que tengamos interés por
las cosas importantes de nuestra vida.
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