LA CARIDAD CONSISTE EN TRATAR A LOS DEMÁS COMO QUERRÍAMOS QUE LOS DEMÁS NOS TRATASEN, Y EN MIRARLOS Y MIRARNOS CON LOS OJOS DE DIOS.
l Tiempo Ordinario, ciclo A
Los fariseos, al oír que había hecho callar a los
saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le
preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de
la ley?». Él le dijo: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. El
segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos
mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 34-40).
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Añadiendo las palabras «como a ti
mismo», Jesús nos ha puesto delante
de un espejo al que no podemos mentir; nos ha dado una medida
infalible para descubrir si amamos o no al prójimo. Sabemos muy
bien, en cada circunstancia, qué significa amarnos a nosotros mismos y qué
querríamos que los otros hicieran por nosotros. Jesús no dice, si se presta
atención bien: «Lo que el otro te hace a ti, házselo tú a él». Esto sería aún
la ley del talión: «Ojo por ojo, diente por
diente». Dice: lo que tú querrías que el otro te hiciera a
ti, házselo tú a él (Cf. Mt 7,12), que es bien
distinto.
Jesús consideraba el amor al prójimo como «su
mandamiento», aquél en el que se resume toda la Ley. «Este es mi mandamiento: que os améis los unos como yo os
he amado» (Jn 15,12). Muchos identifican todo el cristianismo con el
precepto del amor al prójimo, y no carecen de razón. Pero debemos intentar ir
un poco más allá de la superficie de las cosas. Cuando se habla de amor al
prójimo la mente va enseguida a las «obras» de caridad, a las cosas que hay que
hacer por el prójimo: darle de comer, de beber, visitarle; en resumen, ayudar
al prójimo. Pero esto es un efecto del amor, no es aún el amor. Antes de la beneficencia viene la benevolencia; antes que hacer el bien,
viene el querer bien.
La caridad debe ser «sin fingimiento», esto es, sincera (literalmente «sin
hipocresía», Rm 12,9); se debe amar «con corazón
puro» (1 Pe 1,22). Se puede de hecho hacer la caridad y la limosna por
muchos motivos que nada tienen que ver con el amor: para adornarse, para pasar
por benefactores, para ganarse el paraíso, hasta por remordimiento de
conciencia.
Mucha caridad que hacemos a países del Tercer Mundo no está dictada por el
amor, sino por remordimiento. Nos damos cuenta de la escandalosa diferencia que
existe entre nosotros y ellos y nos sentimos en parte responsables de su
miseria. ¡Se puede carecer de caridad incluso al «hacer
caridad»! Sería un error fatal contraponer entre sí el amor del corazón
y la caridad de los hechos, o refugiarse en las buenas disposiciones interiores
hacia los demás para encontrar en ello una excusa a la propia falta de caridad activa y concreta.
Si encuentras a un pobre hambriento y tiritando de frío, decía Santiago,
¿de qué le sirve si le dices: «¡Pobrecillo, ve,
caliéntate, come algo!», pero no le das nada de lo que necesita? «Hijos»,
añade San Juan, «no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y
según la verdad» (1 Jn 3,18). No se trata por lo tanto de devaluar las
obras exteriores de caridad, sino hacer que éstas tengan el fundamento en
un genuino sentimiento de amor y de benevolencia.
La caridad del corazón o interior es la caridad que todos podemos ejercitar, es
universal. No es una caridad que algunos –los ricos y los sanos– sólo pueden
dar y los otros –los pobres y los enfermos– sólo recibir. Todos pueden darla y recibirla. Además es concretísima. Se
trata de comenzar a mirar con ojos nuevos las situaciones y a las personas con
las que vivimos. ¿Qué ojos? Si es sencillo: ¡los ojos con los que querríamos que Dios nos
mirara a nosotros! Ojos de
disculpa, de benevolencia, de comprensión, de perdón...
Cuando esto sucede, todas las relaciones cambian. Caen, como por milagro, todos
los motivos de prevención y hostilidad que impedían amar a cierta persona y
ésta nos empieza a aparecer por lo que es en realidad: una pobre criatura que sufre por sus debilidades y sus limitaciones, como
tú, como todos. Es como si la
careta que los hombres y las cosas se han puesto se cayera y la persona se nos
apareciera por los que verdaderamente es.
Tomado de Homilética.
Por: Raniero Cantalamessa
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