"SON PRACTICANTES DE LA GLOTONERÍA ESPIRITUAL, QUE ES LA GULA REFINADA DE QUIENES SE ENGANCHAN A VIVIR TRAS EL FUEGO ARTIFICIAL PRODUCTO DE LA VIVENCIA ESPIRITUAL QUE ES FLOR DE UN DÍA".
El éxodo del verano, donde todo
el mundo sale de su casa para desconectar por unas semanas de su diario afán,
me evoca un tema que se observa en la Iglesia últimamente.
Decía San Benito en su famosa
regla, que había una clase de monjes llamados "giróvagos,
porque se pasan la vida girando por diversos países, hospedándose tres o cuatro
días en cada monasterio. Siempre están de viaje, nunca estables,
sirven a su propia voluntad y a los placeres de la gula: en todo son peores
que los sarabaítas".
Se trataba de gente que rechazaba
la dura vida del cenobio, la vida monacal estable, y vivían de flor en flor,
visitando monasterios y disfrutando de los placeres del
estado monacal haciendo valer su condición de monjes,
por más que lo fuera a su manera y exclaustrados.
Para San Benito, eran peores que los sabaraítas, otra denominación del mismo
fenómeno que, según la historia eclesiástica de Mosheim, derivó en gente que se
dedicaba a "hacer milagros, vender reliquias y
otras trampas de esa clase".
No puedo evitar pensar
maliciosamente en la rabiosa actualidad de estos personajes, o al menos de sus
actitudes, en muchas de las conductas y costumbres que estamos cultivando en el pueblo de Dios.
De todo es sabido lo que
significa el término turismático, un fenómeno que va más allá de la Renovación
y que describe a quienes van de grupo en grupo, de experiencia en experiencia, buscando el último subidón espiritual o
tras la orla del manto del último santón de turno. Son practicantes de lo que
escuché en Francia una vez definido como la gourmandisse
spirituelle, la glotonería espiritual, que
es la gula refinada de quienes se enganchan a vivir tras
el fuego artificial producto de la vivencia espiritual que es flor de un día.
Curiosamente, parece como si hoy
en día este fuera el formato que más convence a la gente joven, que prefieren estar en todas partes y en ninguna, todo antes que
la monotonía de estar en un solo grupo.
Me asombra la multiplicación de
alabanzas, oraciones de sanación, retiros varios, peregrinaciones a santuarios
y apariciones no aprobadas, por las que deambulan los cristianos jóvenes y no
tan jóvenes de nuestro tiempo. Me recuerdan a los turistas que, a cada rato, se
tienen que subir a un vuelo low-cost para poder decir que han estado en un país
nuevo y hacerse una foto para Instagram. Cual peregrinos a Santiago, van sellando sus credenciales de lugar en lugar, y parece que van a algún sitio, porque no
paran de moverse. Son gente que viaja a los sitios y pasa por mil lados, pero
me pregunto si alguno de esos lugares verdaderamente pasa por ellos.
Pero si miramos con atención, nos
damos cuenta de que hay algo que falta. No tienen
comunidad, ni lugar donde dar cuentas,
ni un espacio donde crecer y desarrollarse. Su lenguaje es el de los carismas,
los milagros y las experiencias de impacto, muy alejado del lenguaje de la
constancia y la monogamia espiritual de pertenecer a una comunidad.
Con el profeta Elías, los años me
han enseñado que Dios está en la brisa suave mucho más de lo que puede
aparentar estar en el trueno o lo explosivo. No es que no crea en la acción
sobrenatural de Dios, sino que me produce perplejidad que no sepamos reconocer la sobrenaturalidad de lo que tenemos en lo
ordinario, y creo que por eso estamos condenados a la pobreza
de solo ver milagros cuando salimos de casa o nos visita un supercristiano.
De alguna manera, me da la
sensación de que esta generación se está volviendo giróvaga, y estamos
alentando que así lo sea cada vez que desde las parroquias y las comunidades
cristianas nos contentamos con un cristianismo de agencia de
viajes en el que el último
lugar donde esperamos el milagro y la sanación es en la Eucaristía de todos los
días, la oración de la comunidad de todas las semanas o en la predicación
kerigmática de nuestro grupo.
Y así, vemos que los giróvagos de
hoy en día se convierten en sarabaítas envalentonados, que se dedican a vender milagros y esperanza a granel para admiración de la feligresía turismática.
Llámense santones, lugares de turisperegrinación o lo que se quiera, son todos
síntomas de una misma realidad.
Es un fenómeno que se
retroalimenta de testimonios difusos y perecederos, los
cuales aceptamos sin mayor verificación y sin ponerles filtro alguno. Por eso, le
damos el micrófono al converso de apenas dos meses y no nos llama la atención
la perseverancia del discípulo de toda la vida.
Quizá la clave para entender por
qué todo esto está mal nos la da San Benito cuando critica que los giróvagos "sirven a su propia voluntad". Efectivamente,
si rascamos, al final lo que vemos son chivos sin ley, que campan a sus anchas sin sujetarse más que a
la emoción que los arrastra de lugar en lugar.
¿Quién nos librará de
hacer nuestra voluntad? ¿Quién nos asegura que no estamos engañándonos a
nosotros mismos en la apariencia de una vida cristiana con motivos espirituales elevados?
La respuesta es la comunidad
vivida en la Iglesia y el grupo concreto. Eso es lo que viven los discípulos,
aquellos que caminan en un solo lugar, una sola comunidad, una sola familia.
Con sus luces y sus sombras, su humanidad pecadora y la santidad a la que
aspiran, las comunidades cristianas nos ayudan a no ir por
libre, a salir de nosotros mismos y de nuestras espiritualidades
glotonas.
Seamos francos, nuestro modelo de
parroquias de la tardocristiandad, derivado en un modelo de devoción personal y
santidad individual a la carta, no ayuda para nada en este sentido. Uno puede
ser perfectamente devoto, tener su práctica cristiana, recibir su eucaristía,
hacer su oración… y no interactuar con el
hermano más que para darle la paz el domingo, con el pobre para echarle un centimillo sin
mirarle a la cara y con el cura de tarde en tarde cuando tiene que pasar por el
confesionario.
En una época que niega toda
institución y fomenta el individualismo hasta el extremo, debemos hilar muy
fino para no caer en la misma mundanidad que nos rodea, disfrazada de una capa
de espiritualidad. Una Iglesia que practica el individualismo como lo hace el
mundo de hoy, es pasto de los lobos que saben bien que solo fuera del redil se hacen vulnerables las presas, y por eso las atraen con sus cantos de sirena
lejos de la seguridad de la solicitud del pastor y el calor de la comunidad.
Tal vez debiéramos replantearnos
profundamente cómo juzgamos los frutos de las cosas, de los predicadores, de
los lugares de impacto y de las experiencias "alabantes"
por las que, cual veraneantes en campaña, deambulan nuestros hermanos
todos los estíos. Sin hacer de menos experiencias
de conversión, sanación y perdón que podemos encontrar en una cita
masiva o puntual, creo que no estaría de más poner en valor las experiencias
reposadas que generan verdadera comunidad, salvación y sanaciones
sostenidas en el tiempo.
Es lo que, por boca de San
Bernardo, Raymond llamaba el fuego lento, que al final
tiene muchísimo más poder calórico que el fogonazo del
momento que quema rápido y poco.
Converso de ayer, discípulo de
hoy, misionero del mañana, debiera ser la formulación y el lema de todos los
cristianos.
Todo lo demás, es
una deformación que se formula como el título de este post: giróvago de ayer,
turismático de hoy, sarabaíta del mañana.
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