La solución no está en vivir en el límite, porque eso nos llevará de nuevo a sobrepasarlo, cayendo por enésima vez en los mismos pecados.
Por: Bruno M. | Fuente: Infocatolica.com
Cuando a alguien le ponen una multa
por exceso de velocidad, la excusa que suele dar es que no se
fijó en que había superado el límite. Pretendía ir al máximo de velocidad
permitido, noventa o ciento veinte y, sin darse cuenta, aceleró a noventa y
cinco o a ciento veintiséis kilómetros por hora. Justo en ese momento, por
casualidad (¡ley de Murphy!), se cruzó un
policía y ¡zas!, multa al canto. Es algo
que, probablemente, nos ha sucedido a todos los conductores en alguna ocasión y
que, por lo tanto, nos resulta muy comprensible. A fin de cuentas, sería
imposible y también peligroso conducir constantemente mirando el velocímetro
del coche.
Por otro
lado, al dar esa excusa no estamos teniendo en cuenta una solución muy
sencilla: si el límite está en
ciento veinte kilómetros por hora, para no pasarnos de ese límite por un
descuido basta conducir a ciento diez. De esa forma, cuando apretamos un poco
más el acelerador inconscientemente o vamos cuesta abajo o hay que acelerar un
poco para adelantar a alguien, nuestro coche avanzará a ciento doce o a ciento
quince o a ciento dieciocho, pero será mucho más difícil que nos pongan una
multa por exceso de velocidad.
Cuando uno intenta
mantenerse justo en el límite, resulta
muy fácil traspasarlo casi sin darse cuenta, al menos en algunas ocasiones.
Todos lo sabemos, pero el problema está en que, en realidad, nos gustaría ir
más rápido. Querríamos ir a ciento treinta o ciento cuarenta y, si no lo
hacemos, es porque no nos atrevemos por si la ley nos penaliza. Por eso nos
quedamos en el máximo posible que nos permite evitar la multa. Es exactamente lo mismo que nos pasa a los
cristianos.
Por
desgracia, también es una experiencia que probablemente nos resultará familiar
a la mayoría. Con buena voluntad y de forma sincera, intentamos no pecar gravemente o,
en el mejor de los casos, no pecar a secas. Sabemos que, si uno pasa de esta
línea o aquella, está pecando, así que intentamos cumplir los mandamientos,
mantenernos en la línea y no traspasarla… y, al
igual que les sucede a los conductores, traspasamos esa línea a menudo, casi
sin darnos cuenta.
Semana
tras semana, caemos en los mismos pecados y nos confesamos de las mismas cosas,
de forma aparentemente inevitable. Esa sensación de que, por mucho que nos
esforcemos, siempre seguimos pecando desemboca en la idea de que es imposible
no pecar, de que no tenemos remedio, de que hagamos lo que hagamos no
podemos cumplir los mandamientos de Dios. Es decir, nos lleva a la desesperanza, que es la muerte de la vida cristiana. De esta
forma se cumple lo que dijo San Pablo por propia experiencia: Así resultó que el mandamiento que debía darme la vida,
me llevó a la muerte.
El problema, como en el caso de los conductores, es que lo único que se nos ocurre es intentar no hacer lo que está prohibido. No queremos traspasar el límite, pero nos
empeñamos en vivir lo más cerca posible del mismo. No queremos pecar
gravemente, porque somos “buena gente”, pero
más allá de eso esperamos que Dios no se meta mucho en nuestra vida. Nuestro
deseo es ser cristianos pero sin exagerar, buscando un justo medio entre los
pecados graves y la “beatería”, los “cristianos radicales” o los “ultracatólicos”. Como dice la expresión popular,
queremos “ser buenos pero no tontos”. Desgraciadamente, esto es lo que define a una gran parte de
los cristianos: tratamos de
vivir en los límites de la ley de Dios.
No hemos entendido nada.
El que
cree que el cristianismo consiste fundamentalmente en evitar el pecado, en no
traspasar unos límites morales puestos por Dios, ha convertido la fe
en un moralismo. San Pablo se pasó la vida advirtiéndonos de que eso
no es ser cristianos: la letra mata, el espíritu
vivifica. Si intentamos ser cristianos así, el cristianismo será
para nosotros una horrible carga, como lo ha sido para tantos que han creído
liberarse abandonando esa carga.
Por supuesto, la vida en el Espíritu de la que habla San Pablo no consiste en saltarse
la Ley divina, porque los mandatos de
Dios son mandatos de vida y el salario del pecado es
la muerte. Al contrario, la vida en el Espíritu consiste
en vivir en el centro mismo de esa Ley, en intentar ser santos, en dejar que la gracia transforme nuestra vida por
completo. No se trata de dar a Dios lo que está mandado y (a ser posible) ni un
milímetro más, sino en entregarle absolutamente todo lo que somos y tenemos.
Los mandamientos, la ley de Dios, son como una señal de dirección en la
carretera, que señala cuál es la dirección correcta hacia el destino de tu
viaje y te avisa de que, si vas en dirección contraria, tendrás un accidente.
Quien peca, se dirige a ciegas contra otro coche o cae en un precipicio.
No es
mucho menor, sin embargo, la estupidez
de quien elige acampar junto a la señal, sabiendo que
mientras esté allí no circulará en dirección contraria, pero tampoco se
acercará a su destino. Claramente, no entiende la finalidad de la señal, que
sólo existe para que podamos llegar a ese destino. Así hacemos al obstinarnos
en servir a Dios, pero sin dejar de servir también al dinero, olvidando que
esos compromisos siempre llevan al desastre, como Cristo mismo nos
advirtió: porque amará a uno y odiará al
otro.
La
solución no está en intentar una y otra vez mantenernos en el límite, porque
eso nos llevará de nuevo a sobrepasarlo, cayendo por enésima vez en los mismos
pecados. La auténtica solución está en convencernos de que la
felicidad no está del lado del pecado, sino en la dirección que nos señala
Cristo. Por eso conversión, en
griego, se dice metanoia, es decir, cambio de mentalidad. Para ser cristiano
hay que cambiar de mentalidad. No podemos seguir pensando, como los paganos,
que en realidad lo que nos haría feliz sería tener una aventura con la
secretaria, recibir el ascenso que le dieron a Fernández (que no se lo merecía
tanto como yo) o quedarnos los domingos en casa en lugar de ir a misa. Como no
nos da la gana convertirnos, como seguimos pensando que la felicidad está en
pecar, nos quedamos junto a la señal de tráfico, porque lo que verdaderamente
deseamos es ir en dirección contraria a la que nos marca la ley de Dios. No nos atrevemos a ir en sentido contrario, pero lo deseamos. Y
así nos va la vida.
En la
vida cotidiana, entendemos perfectamente que quien se queda junto a la
señal nunca llega a ningún sitio y lo único que hace es perder el tiempo.
En cambio, como cristianos, somos el que
pone la mano en el arado y vuelve la mirada atrás, el que quiere servir a Dios y al dinero. No
hay peor forma de vivir que esa, porque ni disfrutamos de
la vida nueva de Cristo ni hacemos la prueba de que el pecado sólo lleva a la
muerte. Como dijo el
profeta Elías: ¿Hasta cuando vais a andar
con muletas? Si Baal es Dios, seguid a Baal. Si lo es Yahvé, seguid a Yahvé. Pero nos da miedo movernos en cualquiera de las
dos direcciones: sabemos que el pecado no es bueno, pero tampoco queremos ser
santos porque imaginamos (con razón) que eso significa cambiar completamente de
vida y estamos cómodos como estamos. Al final, no somos ni chicha ni limoná,
como se dice castizamente.
Nos
engañamos pensando que somos cristianos, pero en realidad no lo somos. El que
sabe que no es cristiano sino que es un pecador puede convertirse al ver que
pecar no hace más que destruir su vida, pero el que piensa que es cristiano sin
serlo no puede convertirse, porque cree que no lo necesita. Nada hay peor que
vivir en la tibieza. No lo
digo yo, lo dice Cristo: Ay de ti, porque
no eres frío ni caliente. A los tibios los vomitaré de mi boca.
Eso es precisamente lo que proclama el sermón de la montaña y precisamente
por ello nos resulta tan escandaloso a los cristianos acomodados que vivimos en
los límites de la ley. No nos recuerda algo que ya
sabemos, como ‘no peques de ira’. En lugar
de eso, pone por completo del revés nuestra vida diciendo: al que te pegue en una mejilla, preséntale la
otra. Al que te lleve a juicio para quitarte el manto, entrégale también la
túnica. Ama a tus enemigos. No se queda en ‘no robes’ o en ‘se justo’, sino que dice: al que te pide, dale. A Cristo no le basta con
que seamos ‘solidarios’, ‘ciudadanos comprometidos’
o ‘buenas personas’, sino que llega
al extremo de lo políticamente incorrecto, al decirnos a los cristianos: Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo. No dice ‘no
peques’, sino que, con la brutal sinceridad de quien verdaderamente nos ama,
nos aconseja: si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo
de ti. No nos llama a ‘ser buenos’, sino que tiene la audacia de pedirnos
que seamos perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.
Por
supuesto que hay que cumplir la ley moral y divina. Quien dice lo contrario no
es cristiano. Sin embargo, eso no debe hacernos olvidar que Dios hace posible que cumplamos esa ley llevándonos mucho más allá de sus
meros límites, hasta su mismo centro, que está en la vida de la
Trinidad. La verdadera forma de no pecar es querer ser santos. El que ama a su
enemigo, no peca de ira. El que da al que le pide, no roba ni es injusto. Si
quieres no pecar, lo mejor que puedes hacer es arrancar de ti cualquier cosa
que te conduzca al pecado, por mucho que hacerlo te cueste un ojo de la cara.
El que intenta ser bueno, lo que será es mediocre y tibio, mientras que el que
se ofrece por entero a Dios para que le haga santo, llegará a ser perfecto como
su Padre celestial por obra de la gracia.
No se
trata de ser un poco mejores, sino de ser completamente distintos. No se trata de intentar no pasarse, sino de pasarse por completo en la
otra dirección. Dios nos llama a ser una criatura nueva, ciudadanos
del cielo, hijos de Dios, otros Cristos con los
mismos sentimientos de Jesús. A eso estamos llamados y no a la triste,
mezquina y frustrante vida de quien intenta ser lo más pagano posible pero sin
condenarse.
Dios nos
dé la valentía de dejarle, de una vez, que nos haga santos.
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