¡Oh dulce Virgen María, mi augusta Soberana!, ¡mi amable señora!, ¡mi tierna y amorosa Madre!
Dulce Virgen María, he puesto en Ti toda mi esperanza y no seré en nada confundido. Dulce Virgen María, creo tan firmemente que desde lo alto del cielo Vos veláis día y noche por mí y por todos los que esperan en vosotros, y estoy tan convencido de que jamás faltará nada cuando se espera todo de vosotros, que decidí vivir para mí el futuro sin ninguna aprehensión y descargar completamente en Ti todas mis inquietudes.
Dulce
Virgen María, Tú me has establecido en la más inquebrantable confianza. ¡Mil
veces te agradezco por tan precioso favor! De aquí vivir en paz en vuestro
corazón tan puro; no pensaré sino en amarte y obedecerte, mientras que Tú
misma, oh Madre bondadosa, gestionas mis intereses más queridos.
¡Dulce
Virgen María!, cómo, entre los hijos de los
hombres, unos esperan la felicidad de su riqueza, otros la buscan en los
talentos; otros se apoyan sobre la inocencia de su vida, o sobre el rigor de su
penitencia, o sobre el fervor de sus oraciones, o en el gran número de sus
buenas obras. En cuanto a mí, mi Madre, esperaré en Ti solamente, después de
Dios, y todo fundamento de mi esperanza será siempre mi confianza en vuestras
maternales bondades. Dulce Virgen María, los malvados podrán robarme la
reputación y el poco de bien que poseo; las enfermedades pueden quitarme las
fuerzas y la facultad externa de servirle; ¡Podré yo
mismo – ¡ay de mí, mi tierna Madre! – perder vuestras buenas gracias por
el pecado; pero mi amorosa confianza en vuestra maternal bondad, jamás – ¡oh, no! – jamás la perderé.
Conservaré
esta inquebrantable confianza hasta mi último suspiro, todos los esfuerzos del
infierno no la arrebatarán de mí; moriré repitiendo mil veces su nombre
bendito, haciendo reposar en vuestro corazón toda mi esperanza. ¿Y por qué estoy tan firmemente seguro de esperar siempre en
Ti? No es sino porque Tú me has enseñado, dulcísima Virgen, que sois
toda misericordia y solamente misericordia.
¡Estoy,
pues, seguro, oh bonísima y amorosa Madre! Estoy
seguro de que te invocaré siempre, porque Tú siempre me consolarás; que te
agradeceré siempre, porque siempre me confortarás; que te serviré siempre,
porque siempre me ayudarás; que te amaré siempre, porque siempre me amarás; que
obtendré siempre todo de ti, porque tu liberal amor siempre sobrepasará mi
esperanza.
Sí, es de
vosotros solamente, oh dulce Virgen María, que, a pesar de mis faltas, espero y
espero el único bien que deseo: la unión a Jesús en el
tiempo y en la eternidad. Es de vosotros solamente, porque sois vosotros
aquellos a quien mi divino Salvador escogió para dispensar todos sus favores,
para conducirme a él con seguridad.
Sí, sois
Vos, mi Madre, que, después de haberme enseñado a compartir las humillaciones y
sufrimientos de vuestro Divino Hijo, me introduciréis en su gloria y en sus
delicias, para alabar y bendecir, junto a vosotros y con vosotros, por los siglos
de los siglos. Que así sea.
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