Jesús dijo muchas veces que los humildes entenderían la verdad que los supuestos sabios rechazan por orgullo.
El pasaje evangélico de este
domingo, una de las páginas más intensas y profundas del
Evangelio, se compone de tres
partes: una oración ("Te alabo,
Padre..."), una declaración sobre él mismo ("Todo
me ha sido dado por mi Padre...") y una invitación ("Venid a mí todos los que están afligidos y
agobiados..."). Me limitaré a comentar el primer elemento, la
oración, pues contiene una revelación de una importancia extraordinaria: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas
revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido".
Acaba de comenzar el Año Paulino y el mejor comentario a estas palabras de
Jesús lo presenta Pablo en la primera carta a los Corintios: "¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No
hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza.
Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha
escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y
despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada
lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios" (1
Cor 1, 26-29).
Las palabras de Cristo y de Pablo arrojan una luz particular para
el mundo de hoy. Es una situación que se repite. Los sabios y los inteligentes
se quedan alejados de la fe, con frecuencia ven con pena a la muchedumbre de los
creyentes que reza, que cree en los milagros, que se agrupa alrededor del Padre Pío. Aunque a decir
verdad no son todos los doctos, y quizá ni siquiera la mayoría, pero
ciertamente es la parte más
influyente, que tiene a disposición los micrófonos más potentes, la chatting society, como se dice en
inglés, la sociedad que tiene acceso a los grandes medios de comunicación.
Muchos de ellos son personas honestas y sumamente inteligentes y su posición se
debe a la formación, al ambiente, a experiencias de vida, y no tanto a una
resistencia ante la verdad. Por tanto, no se trata de emitir un juicio sobre
estas personas con nombres y apellidos. Yo mismo conozco a algunas de ellas y
les tengo una gran estima. Pero esto no debe impedirnos descubrir el núcleo del
problema. La cerrazón a toda revelación de lo alto, y por
tanto a la fe, no es causada por la inteligencia, sino por el orgullo. Un orgullo particular que consiste en el
rechazo de toda dependencia y en la reivindicación de una autonomía absoluta por
parte del pensador.
Se esconde tras la trinchera de la palabra mágica "razón",
pero en realidad no es la famosa "razón
pura", que lo exige, ni una razón "soberana",
sino una razón esclava, con las alas recortadas. Filósofos que no pueden ser
acusados de falta de inteligencia o de capacidad dialéctica han escrito: "El acto supremo de la razón está en reconocer que
hay una infinidad de cosas que la superan" (Pascal). Otro decía:
"Hasta ahora siempre se ha dicho esto: 'Decir
que no se puede comprender esto o lo otro no satisface a la ciencia que quiere
comprender'. Este es el error. Hay que decir lo contrario: cuando la ciencia
humana no quiere reconocer que hay algo que no puede comprender, o de manera
más precisa, algo que con claridad puede 'comprender que no puede comprender',
entonces todo queda trastocado. Por tanto, una tarea del conocimiento humano
consiste en comprender que hay cosas que no puede comprender y descubrir cuáles
son éstas" (Kierkegaard).
Quien no reconoce esta
capacidad trascendente pone un límite a la razón y la humilla; no lo hace por tanto el creyente, que lo reconoce.
Lo que he dicho explica el motivo por el que el pensamiento moderno, después
de Nietzsche, ha sustituido el valor de
la verdad por el de la búsqueda de la verdad y, por tanto, de la sinceridad. En
ocasiones, esta actitud se confunde con la humildad (¡hay que contentarse con
el "pensamiento débil"!) y la
actitud de quien cree en verdades absolutas se considera presunción, pero es un
juicio muy superficial. Mientras la persona está en búsqueda ella es la
protagonista, dirige el juego. Una vez encontrada la verdad, la verdad tiene que subir al trono y el buscador debe inclinarse ante
ella y esto, cuando se trata
de la Verdad trascendente, cuesta el "sacrificio
del intelecto".
En este panorama cultural cae como una provocación lo que dice Jesús en el
Evangelio de Juan: "Yo soy la Verdad", así como lo que dice en la
continuación del pasaje evangélico: "Nadie va
al Padre sino por mí... Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y
yo os aliviaré". Pero es una invitación, no es un reproche y está
dirigido también a los cansados de buscar sin encontrar nada, a quienes han
pasado la vida atormentándose, dando coces cada vez contra la roca impenetrable
del misterio. El psicólogo Carl Gustav Jung, en uno de sus
libros, dice que todos los pacientes de una cierta edad a los que había
atendido sufrían de algo que podía llamarse "ausencia
de humildad" y no se curaban hasta que no lograban una actitud de
respeto por una realidad más grande que ellos, es decir, una actitud de humildad.
Jesús repite también a tantos inteligentes y sabios honestos que hay en
el mundo de hoy su invitación llena de amor: Venid
a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os daré ese alivio y esa
paz que buscáis en vano en vuestros atormentados
razonamientos.
Tomado de Homilética.
Por: Raniero
Cantalamessa
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